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Los resbalones de monseñor

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Las declaraciones que con fre­cuencia formula monseñor Da­río Castrillón suelen producir impacto y a veces levantan llamaradas. La gente se acostum­bró a ver en él a un protagonista de la noticia. Sus actos y opiniones susci­tan controversia y aportan elementos de reflexión en la búsqueda de soluciones para los grandes problemas nacionales. Su apostolado se hace sentir con ímpetu en todo el país. Comprometido como está con los conflictos de orden público, no puede negársele su conocimiento del tema y su capacidad de diálogo entre los alzados en armas y las autoridades.

Al hablar hace poco por televisión, en vivo y en directo, lanzó desde Río de Janeiro una de esas bombas de profundidad que causan conmoción. Se refirió a los abusos de generales que ordenan aplicar la pena de muer­te en forma extrajudicial, ante lo cual los altos mandos militares arremetie­ron contra el prelado al no aceptar semejante acusación. Y lo instaron a que presentara pruebas ante la Fis­calía General de la Nación.

A su regreso al país, monseñor manifestó que no había acusado a nadie en particular y que sus decla­raciones estaban basadas en infor­mes recibidos de personas de su entera confianza. El Espectador cali­fica, en editorial del 2 de septiembre, como aseveración decepcionante la que ha quedado flotando en el aire enrarecido de la violencia colombia­na.

Según se deduce, monseñor sabe muchas cosas pero no las revela. Ha debido, por lo tanto, guardar silencio si no estaba en condiciones de respal­dar sus palabras con hechos concre­tos. Su alta jerarquía le impone el deber de la prudencia y la objetividad. Le faltó seguir el sabio consejo de don Quijote: «Al buen callar llaman, San­cho».

No es la primera vez que incurre, dentro de su conocido protagonismo, en posiciones extremas. La espectacularidad con que a veces actúa lo conduce a cometer errores. El país no ha olvidado la presión injusta que ejerció en 1975 ante el gobierno de López Michelsen por el nombramiento de Dora Luz Campo como gobernadora de Risaralda. Se trataba de una dama digna, ausente desde años atrás de su departamento y que, separada de su matrimonio católico, había constitui­do unión civil con su segundo esposo. Por ese solo hecho el entonces obispo de Pereira la lanzó a las tinieblas exteriores y provocó un escándalo social.

No tuvo en cuenta que se trataba de un hogar respetable. La vida privada de Dora Luz Campo, que gozaba de paz, se vio invadida por lo que se conoció como el baculazo pastoral. Los párrocos de Pereira amenazaron con el cierre de templos si no se revocaba el nombramiento: hasta tal extremo llegó la beligerancia del obispo. Aunque el público respaldaba a la gobernadora, el nombramiento terminó echándose atrás, medida incomprensible en persona de la avanzada social de López Michelsen. Y la dama en desgracia, a quien se despojó de su honra, y que careció de la caridad cristiana que se predica en los púlpitos, tuvo que someterse con sus hijos a cura médica.

Más tarde vimos a monseñor en predios de Armenia bendiciendo la Posada Alemana (propiedad de Car­los Ledher), servicio que éste no había conseguido del obispo local, Libardo Ramírez Gómez. Eran los tiempos en que Ledher, desen­mascarado en su papel de narcotraficante, se ganaba indulgencias ajenas con el reparto de donaciones generosas para obras pías.

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Sin embargo, estos resbalones no le han dejado perder el equilibrio a este líder de la Iglesia a quien hay que abonarle su capacidad de lucha. En otro sentido, se preocupa por la suerte de los indefensos. Recibe dar­dos y sigue adelante. Curtido como se encuentra en los campos de batalla, es posible que rectifique en adelante sus estrategias.

Tras el enfrentamiento con los militares, hay que aplaudir­le la siguiente declaración que represen­ta un llamado a la concordia nacional: «La única intención del arzobispo de Bucaramanga es buscar verdaderos caminos de paz. No es justo que la población campesina inocente conti­núe siendo la víctima del fuego entre­cruzado de la guerra criminal y de las fuerzas del orden».

El Espectador, Bogotá, 5-X-1993.

 

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