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El eco eterno de la poesía

jueves, 15 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Herencia de recuerdos y llanuras)

Pedro E. Páez Cuervo, poeta boyacense naci­do el 14 de junio de 1908, no había cumplido los treinta años cuando conoció los Llanos Orien­tales. Evocando aquel viaje, cuenta que su sed de aventura lo hizo marchar en busca de El Dorado, que no encontró, pero en cambio, dice, «saqué el material para el libro Casanare, el que fue concebido por el mágico esplendor de los paisajes llaneros».

El primer poema de esa época data del año 1937, y en él dibuja, con alma emotiva y místi­ca, su excursión por el río Meta hasta la pobla­ción de Orocué. En el momento en que un hijo suyo escribe estas líneas de rescate de su poesía, han corrido 57 años desde que el boga le sembró en el alma aquella canción nostálgica:

Esa luna que mis ojos

están mirando…

¡que se jarrome!

¡que se jarrome!

pa que no me vea

que toy yorando…

que toy yorando…

¡Aayayayaay!…

Tres años después, envía a los suyos, con amorosa dedicatoria, la noticia alborozada so­bre el libro en marcha, que espera editar pron­to. Sin embargo, dicho libro no se publica nun­ca, si bien la mayoría de los poemas ven la luz en periódicos y revistas y en bellas postales que hace imprimir para sus parientes y amigos. En octubre de 1989, Germán Pardo García exalta esta poesía en brillante página de su revista Nivel de Méjico.

El bardo alterna sus días en los Llanos –o el Llano, que de ambas formas se conoce la región– entre el ejercicio de la medicina y el contacto con la tierra bravía. En medio de yeguadas y toradas salvajes, al son de corridos y joropos, siente que la manigua lo subyuga cada vez más. Mientras aspira paisajes y cultiva la pasión estética, se le ensancha el corazón en aquellos contornos del silencio y la inmensidad. Embelesado con los encantos de la naturaleza virgen, que nunca engaña y siempre seduce, re­nuncia a todo por el placer de pulir un verso.

Su vida arde en fiebre de poesía. No concibe la existencia sino bajo la inspiración de las musas. No lo atrae lo material, abomina lo pro­saico y se apasiona por los dones del espíritu y los destellos de la belleza. Su lira es un canto perenne a la mujer, los paisajes, los ríos, las pampas soberbias, los cielos majestuosos. Ante tanta magnificencia, busca conquistar con sus rimas el sortilegio de las llanuras. No siempre lo consigue de entrada. Entonces escucha la voz de sus dioses:

¡Escribe y persevera! No te asombres…

que las plumas elevan a los hombres,

lo mismo que a las aves: hacia el cielo.

Moldea sus poemas con rigores de orfebre, bajo el efluvio de los amaneceres hechizados, y los decanta en las tardes sedosas y en las no­ches secretas. No fabrica demasiados versos, y en cambio les dedica –durante días y años– el celo, la paciencia y el cariño necesarios para el ajuste perfecto y la completa armonía. Sabe bien que la poesía, como las piedras preciosas, no necesita extensión sino magia.

Él, que había viajado al Llano en pos de El Dorado, descubre la misma Tierra de Promisión que inspiró a José Eustasio Rivera. Ambos son cantores de la misma emoción. El arte les permite interpretar el ambiente y crear mundos de ensoñación y rea­lismo. El secreto consiste en saber mezclar la luz, el color y el sentimiento para conseguir la expresión ideal. El arte del pintor y del poeta va más allá de captar paisajes: retrata las intimi­dades del alma. Ambos poetas, cuya voz lírica es lícito parangonar –con los matices propios de cada estilo–, describen paisajes interiores junto con los panoramas de la tierra mítica.

Casanare, el libro que aquí se rescata en aso­cio de poemas diversos, es el himno sentimental de un vate olvidado que conjugó la vida con idea­les quijotescos. Como la poesía pertenece al pue­blo, y sobre todo a la tierra que incitó al autor, este legado regresa al Llano, la génesis de estos versos.

También se inserta el cuento Tragedia llanera, el único que escribió en su larga vida literaria, y que constituye por eso una rareza en mitad de su obra lírica. Esta estampa de la vida llanera, presentada con vigoroso poder descriptivo, tiene como fondo un duro cuadro de pasio­nes que se confunde con la propia bravura de la tierra. El relato, escrito hace más de medio si­glo, se hubiera perdido si no lo salvamos para estas páginas del baúl de los recuerdos.

En la obra poética de Pedro E. Páez Cuervo se distinguen varias facetas: la amorosa, la sen­sual, la paisajista, la humorística, la política. Con excepción de esta última, no incluida aquí, la presente antología recoge su producción fundamental. Su libro estelar es Casanare. En el go­bierno de Rojas Pinilla adopta el seudónimo Kasimiro, que hace famoso en las páginas de El Siglo, con el cual firma contra la dictadura ve­hementes ataques en verso, llenos de humor incisivo. Con ellos conforma los libros Saetas azules, El látigo y Parodias y plagios.

Adelanta con deleite espiritual el tra­bajo titulado Constelación de sonetos (anto­logía de 100 sonetos de España y 300 de Co­lombia, clasificados por temas), obra que merece edición. Veamos algunos de sus capítu­los: A los ojos, Al dolor y la tristeza, A la muerte, Al sueño y al amor, A ellas, Laura Victoria o la mujer desnuda, Sonetos descriptivos, Sonetos íntimos, Buen humor, Curiosidades líricas.

También deja una novela inédita, en prosa y verso: La dama de perfume. De esta conservamos sus hijos los cuadernos manuscritos donde escribió la obra, los que llevan impresa en la cubierta la figura de don Quijote, el personaje que más admiró y que, de tanto asimilar, convirtió en su álter ego. Pe­gada a la novela hallamos una simpática página donde este quijote moderno esboza su persona­lidad, página que se transcribe más adelante como muestra de su aguda y grata vena humo­rística.

En la mujer personifica el símbolo de la belle­za. A la poesía la proclama como su amada se­creta. Poeta romántico por excelencia, hace del amor un tributo a la vida. Sus nostalgias y sin­sabores los apura en copas de ambrosía. Su te­soro son los versos. Y los cambia por una sonri­sa:

Yo cambio un soneto por una sonrisa

que alivie las penas de mi soledad.

Y encimo un poema que le hice de prisa

a los bellos ojos de una poetisa…

¡Doy todos mis versos por una amistad!

Por épocas se ausenta de los Llanos Orienta­les, y a ellos regresa, con amoroso empeño, por­que ese es su reino sentimental. Allí muere en su ambiente, en soledad de poeta. Como guar­dados en un arca, deja sus versos protegidos contra la impiedad del mundo. A sus hijos nos había hecho llegar, a través de los años, la he­rencia de poemas que hoy amurallamos en le­tras de imprenta contra la voracidad del tiempo.

En los opúsculos que poseemos, escritos por él mismo a máquina y empastados, colocaba siempre de final el poema Interrogante –que no dudo en calificar como su mejor soneto tanto por su perfecta factura como por su hon­do contenido–, en el que refleja su dolor por te­ner que abandonar su patrimonio de versos. Jorge Alberto, en soneto que se publica a conti­nuación, contesta en nombre de todos el tremen­do interrogante, y de paso le cuenta que él tam­bién es poeta.

Cuando el 29 de julio de 1971 lo enterramos en Villavicencio, por los aires de las pampas se elevó una voz doliente que declamaba aquel soneto inmortal y preguntaba con las propias palabras del autor: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera? Este libro es la respuesta a ese clamor estremecido.

Bogotá, 27-X-1994

 

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