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Metro y contaminación

jueves, 15 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Si la lógica funcionara, a Bogotá le habría llegado la hora de construir su metro. Acaso en la administra­ción Mockus, que tantas espe­ranzas despierta, se dé, sin más titubeos, este paso gigante hacia el siglo XXI. Lo cierto es que a los alcaldes les ha faltado coraje para encarar este problema con el realismo y la urgencia que reclama una urbe frenada hace mucho tiempo en su desarrollo, y hoy, hundida entre infinitos tormentos.

Ante la desmesura de la obra, por una parte, y el mal ejemplo del metro de Medellín, por la otra, nuestros mandatarios han preferido diferir la solución, con diversos argumentos. Se invoca la falta de recursos –método socorrido para frenar el pro­greso– y se han pro­puesto y practicado soluciones intermedias que en lugar de aportar fórmulas salvadoras han enredado más el endemo­niado tránsito capitalino.

Hoy, para poner un ejemplo, la ciu­dadanía tiene que movilizarse a paso de tortuga y con los nervios destrozados por entre puentes en construcción, monumentales complejos de ingeniería, vías mutiladas, pesadas maquina­rias y obreros a porrillo, que en postrimerías de la actual admi­nistración buscan consagrar la imagen de la eficiencia.

¿Cuánto tiempo y dinero se han perdido en estos remiendos a medias? Si con el metro hu­biéramos comenzado hace va­rios años, otro futuro le sonreiría hoy a Bogotá. La experiencia de Medellín ha de servirnos para no dar pasos en falso. Y eso de pensar en un metro liviano, que algunos defienden, no deja de ser sofisma de distracción. Como lo afirmó el presidente Samper en reciente entrevista, «esta ciudad no puede ya vivir sin un sistema de transporte masivo».

Hay que armar la metrópoli del futuro, dejando de lado las timideces y los criterios parro­quiales. Si ahora el tránsito re­sulta insoportable, ¿qué ocu­rrirá a finales del siglo cuando la población haya aumentado el 20 por ciento de la cifra actual? ¿Por qué no emprender ahora el verdadero salto urbanístico que nos coloque a la altura de las grandes ciudades del conti­nente?

Si Caracas y Ciudad de Méjico hubieran procedido con el mismo criterio y las mismas vacilaciones que caracterizan nuestro comportamiento, no tendrían hoy los formidables sis­temas de transporte masivo que les envidian países incluso más avanzados.

El próximo alcalde, el profesor Mockus, no ha sido, hasta donde se ha podido apreciar, partidario entusiasta del metro. Quizás ante el reto presidencial –cuando el doctor Samper mani­fiesta que si el burgomaestre quiere el metro, el Gobierno na­cional lo apoyará– enfile baterías para adoptar, sin pérdida de tiempo, esta medida radical. El presidente, que es bogotano rai­zal, tiene entre sus afanes an­gustiosos el de darle a Bogotá el empujón (que no el revolcón) que la saque del ostracismo y le haga recuperar el camino per­dido. ¿Qué espera, profesor Moc­kus? Las condiciones están dadas, y usted no puede desa­provechar este momento histó­rico. Ponga a bailar su perinola y encontrará otra cara: «todos quieren».

*

Conforme pasa el tiempo, cada vez es más invivible la atmósfera bogotana, contami­nada como se halla por la inva­sión de vehículos que nos trajo la apertura económica y por la tole­rancia de toda suerte de gases y desechos industriales. Al paso que llevamos, pronto habrá un millón de automotores rodando por las calles. Así, la ciudad se envenena todos los días. Y como sucede con el sida, nos prende el contagio insalvable. Las enfer­medades respiratorias registran uno de los mayores índices de mortandad. Es una muerte si­lenciosa en la que no reparan las autoridades al permitir esta po­lución incontrolada.

Bogotá ocupa el quinto lugar entre las ciudades más conta­minadas de América. Sin metro, y con el smog a flor de piel, la tortura para siete millones de seres no puede ser más dolorosa.

El Espectador, Bogotá, 14-XI-1994.

 

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