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Sutil evocación

jueves, 15 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Supe que a Miriam Ariza León, mi an­tigua compañera de la banca, la traían de urgencia a la capital del país, aquejada por sorpresiva y cruel enfermedad. Ella había sido mi mano derecha durante bue­na parte de mi gestión como gerente del Banco Popular en la ciudad de Armenia. La recuerdo, cuando llegué a la sucursal, como la sutil y hermosa oficinista, casi una niña, que llamaba la atención del público en su casilla de ahorros.

Al año siguiente se casó, y al poco tiem­po quedó viuda –y desencantada– en ple­na edad de la ilusión. Se tornó taciturna, y así se mantuvo durante un par de años. El destino le propinaba tan agudo revés cuando apenas comenzaba a vivir. Recu­perada del infortunio, se vio renacer en ella otra mujer. Era como si se hubiera producido un milagro. La niña tímida y pesarosa había madurado de la noche a la mañana. Se había vuelto a llenar de optimismo en la vida. Se volvió alegre y desenvuelta. El gris que le opacaba el alma lo cambió por el verde de la esperanza.

Ya para entonces había subido unas escalas en su incipiente carrera. Y cada vez demostraba mayor rendimiento y evi­dentes aptitudes para la vida bancaria. Tal vez sin darse cuenta ella misma, su firme voluntad de superación le hacía ga­nar, gracias a su eficiencia, dinamismo y don de gentes, un marcado liderazgo empresarial.

Así, luchando contra su frustración sentimental y resuelta a conquistar el futuro promisorio, llegó a la segunda posición de la oficina, rodeada del aprecio de sus compañeros y el agrado de la clientela.

Ahora, 12 años después de mi venida de Armenia, me avisaban de la nueva y absurda embestida del destino, cuando Miriam apenas acababa de retirarse del Banco Popular para gozar de la merecida etapa de la jubilación. Fui a visitarla aquí en Bogotá en su clínica del dolor, y esta vez, rodeada de cables y atacada de mortal padecimiento, se me ocurrió regresar a nuestros propios inicios en la oficina bancaria: ella, la silenciosa y agraciada adolescente que despertaba la admiración del público en su despacho de ahorros; y yo, el directivo que presenciaba, y por fortuna pude propiciar, su ascendente y brillante carrera.

Los designios insondables de Dios le descarga­ban incomprensible. golpe. Y ella, otra vez, mostraba valor en la hora final de la vida. Algo me hizo ver que nuestro barco, la entidad bancaria que habíamos manejado con buen pulso y afortunado éxito, estaba resquebrajado. Otro tripulante más desaparecía de la escena. Pero nos quedaba, para ella y para quienes un día nos embarcamos en esa travesía, la satisfacción del correcto desempeño y el regocijo de las concien­cias rectas.

Cuando con mi esposa deslizamos en su oído un recuerdo grato, ella, que ya no podía sonreír, sonrió. Esa sonrisa se quedó bailando un rato en su rostro decaído, y con esa expresión regresamos al pasado. Así es como hay que seguir recordando a Miriam: risueña y efusiva, como en sus buenos tiempos.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-X-1995.

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