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Los abismos de la ira

sábado, 28 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

La guerra declarada contra El Espectador por el narcotráfico no se detuvo con el asesinato de don Guillermo Cano en 1986, ni con el atentado dinamitero contra la sede del diario en 1989, sino que se trasladó, con la mayor sevicia que haya existido contra cualquier otro periódico, ¿quizá en el mundo entero?, al departamento de Antioquia.

En agosto de 1990 estuve en la ciudad de Medellín, y como viejo lector y colaborador de El Espectador solicité en la recepción del Hotel Nutibara, donde me hospedaba, que todos los días se me pasara dicho periódico. Mi sorpresa fue mayúscula al enterarme de que el diario, desde meses atrás, no circulaba ni en Medellín ni en Antioquia, debido a la época de terror impuesta por Pablo Escobar.

En efecto, los representantes locales del diario habían sido asesinados por el narcotráfico, y los voceadores, amedrentados, no se atrevían a anunciarlo por las calles. Para evitar más represalias y sin duda nuevos asesinatos, El Espectador prefirió retirarse en forma temporal y prudente de la tierra paisa, donde un siglo atrás había nacido con signos tormentosos. Ante semejante noticia, me sentí perplejo y descorazonado.

¿No conseguir el diario de los Cano en su propia comarca antioqueña? Esto era inaudito. ¡Hasta tales abismos habían descendido los fermentos de la ira! Era el único lugar del país donde el periódico estaba amordazado, en plena libertad de opinión del siglo XX, y no por los gobiernos represivos de Núñez, de Reyes o de Rojas Pinilla, sino por el amo y señor de los narcóticos.

Me privé, pues, de leer mi diario el mismo día de su aparición, y este placer tenía que postergarlo, con desazón y dolor, para cada fin de semana, cuando regresaba a Bogotá con aires de libertad. Así, por espacio de dos meses.

Más tarde descubrí que la directora de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Gloria Inés Palomino, recibía todos los días tres ejemplares sigilosos, por correo inmediato, que devoraban en secreto algunos lectores privilegiados de la entidad. Algún día encaminé mi curiosidad a la Piloto, y presencié un espectáculo conmovedor: sobre el mismo ejemplar se inclinaban varios contertulios ansiosos, y podría decirse que en aquel ambiente de peligrosa clandestinidad, ocultos a la ira inexorable del capo, paladeaban el banquete suculento del día.

Cualquier día encontré sobre el escritorio de un alcalde de la región el libro titulado También fui espectador, cuyo autor, José Yepes Lema, al retirarse resentido del periódico, escribió dicho libelo contra los Cano en sus vidas privadas. El libro tuvo escasa circulación nacional, quizá por la intención baja con que había sido concebida la obra, pero en Antioquia llegaba por aquellos días a todas las alcaldías en forma misteriosa. El remitente, según me explicó aquel alcalde, no podía ser sino la mafia reinante, interesada en desacreditar a sus enemigos periodistas en su propia tierra.

El alma me volvió al cuerpo cuando pocos días antes de mi regreso definitivo a Bogotá, acodado en la ventana del Hotel Nutibara, oí de repente que alguien voceaba en plena calle el nombre de El Espectador. Desde la altura en que me hallaba pude presenciar que el valiente muchacho corría por la calle borrosa con un paquete del diario, seguido de numerosos transeúntes que querían adquirirlo. Cuando bajé en busca de mi ejemplar, ya la edición estaba agotada.

Desde entonces, el grito de los repartidores de Medellín fue cada día más vigoroso, y al fin pude hacerme a un ejemplar. En Antioquia estaba a punto de extinguirse la horrible noche cargada de odios viscerales.

Hoy, cuando el periódico vuelve a recibir otro golpe increíble, dentro de su larga y accidentada historia de epopeyas, se me antoja asimilar aquella voz callejera a un grito de libertad, y se me ocurre pensar con optimismo que no será ni imposible ni lejano el día en que El Espectador vuelva a cantarse a diario y con júbilo, como en aquel lejano agosto de mi estancia en Medellín, por todos los caminos de la patria.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-2001

 

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