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Rescate de los valores

domingo, 29 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

El Tiempo ha puesto en circulación El libro de los valores, amena obra que busca despertar en los hogares la conciencia ética de la vida. El abandono de los principios morales es la causa principal del deterioro que padece hoy el pueblo colombiano. Cuando la moral y la ética dejan de ser las guías del comportamiento humano, ocurre la degradación del individuo.

Toda sociedad, para que sea libre y permita el desarrollo de las personas y el progreso del país, debe acatar una serie de reglas básicas que se fijan los mismos pueblos para vivir en armonía y gozar de elementales beneficios que dignifican la existencia.

Normas de conducta como la honestidad, la justicia, el respeto, la tolerancia, la solidaridad, la prudencia y la paz son principios perennes que la sociedad ha establecido como faros para navegar por los mares embravecidos del mundo. Por desgracia, el hombre contemporáneo se preocupa más por lo material y lo frívolo que por lo espiritual y lo ético. Ya vimos la trifulca que se formó hace poco contra el senador Carlos Corsi Otálora por haber incluido los Diez Mandamientos en el proyecto del Código de Ética del Congreso, propuesta que fue atacada por sus colegas entre burlas y rechazos.

En días pasados, las autoridades policivas allanaron, al norte de Bogotá, una casa que había pertenecido a Gonzalo Rodríguez Gacha, puesta al cuidado del Inpec, y descubrieron que el guardián de esta entidad y varias personas más, entre las que se hallaba un coronel, se habían dedicado a destruir paredes y pisos en la búsqueda afanosa de un presunto tesoro escondido allí por el extinto narcotraficante. El tesoro de Alí Baba y los cuarenta ladrones.

En conducta abyecta y bochornosa, estos piratas de la codicia, dirigidos por un alto mando de la Policía, pisoteaban no sólo los cimientos seductores de la edificación, sino los códigos éticos y los códigos penales. La corrupción se volvió moneda corriente en una sociedad como la nuestra desviada de la órbita moral. Con todo, existen procederes decorosos, aunque aislados, que reconfortan el ánimo de la gente honesta frente a los desvíos perniciosos de las buenas costumbres.

Hace varios años viajé a Santa Marta en plan de trabajo. Hacia las once de la noche, cuando me dirigía al hotel donde me hospedaba, tras una intensa jornada laboral, me detuve en uno de los restaurantes que estimulan el apetito con provocativos platos de comida rápida. Al despertarme al día siguiente, lo primero que advertí fue que no estaba conmigo la chaqueta con que había viajado de Bogotá, en la que llevaba la chequera, las tarjetas de crédito, los documentos de identidad, el dinero, el tiquete de regreso…

Me sentí hundido por el contratiempo. La lógica indicaba que la pérdida era irremediable. Sin embargo, me fui en pesquisa del restaurante y lo localicé a dos cuadras del hotel. Las mesas que por la noche se situaban en la acera para atraer turistas, las vi recogidas en el fondo del local y hacia ellas dirigí la mirada ansiosa.

¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir colgada allí mi chaqueta! Supuse, claro, que el dinero y los documentos habían desaparecido. Un vecino se ofreció a hablar por teléfono con la dueña del negocio, y ella envió las llaves del restaurante para que sin ningún problema dispusiera de mi propiedad. Con explicable ansiedad, me acerqué al asiento donde estaba la chaqueta, la miré con incredulidad, la pulsé, revisé los bolsillos… ¡y todo estaba intacto!

Volví por la noche a darle una gratificación a mi insólita protectora, y ella me manifestó que el mérito no era suyo sino de los meseros, dos muchachos de escasos veinte años en quienes la patrona había inculcado lecciones de delicadeza y honradez como base del prestigio comercial de que disfrutaba su negocio. En esa vivencia inolvidable supe lo que vale el respeto por el bien ajeno.

Aquí cabe el caso de Dúber Pulgarín, de 13 años, habitante de una comuna de Medellín, que se encontró un paquete con cinco millones de pesos y lo devolvió a su dueño por saber que no le pertenecía. Y el de mi hija Fabiola, que perdió sus tarjetas bancarias al salir de un cajero automático y dos días después se las regresó una caminante anónima que las había hallado  en la calle.

Recuerdo que ella llegó aquella noche a nuestra casa, en pleno aguacero, y nos sorprendió con la noticia de la pérdida, que mi hija no había descubierto aún. La transeúnte hizo milagros para averiguar nuestra dirección, y no quedó contenta hasta conseguir su objetivo. Trabajaba como empleada de una cigarrería y se negó a recibir la recompensa que se le quiso dar por su valiosa acción.

Es posible que el lector haya vivido o conocido casos increíbles como los aquí narrados. La honradez todavía existe, en casos excepcionales, pero anda de capa caída.

El Espectador, Bogotá, 7-III-2002.

* * *

Comentario:

Artículos como este, que confortan el espíritu, son de grande utilidad. Estoy muy triste y sensible por lo que pasa en nuestra querida patria. Me duele Colombia. Por esa razón me emocioné con esta columna y hasta la grabé, pues me especialicé en bioética y quiero citarla cuando escriba algunos artículos que me solicitaron. Luis Eduardo Acosta Hoyos (escritor), Recife (Brasil), 7-III-2002.

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