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Dolor por el Quindío

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace treinta años llegué a Armenia como gerente de un banco. Era el Quindío región privilegiada por sus virtudes ancestrales, el encanto de sus paisajes, la prosperidad de sus cosechas y la amabilidad de su gente. Tierra hospitalaria por excelencia, el forastero nunca se sintió extraño en el medio. Era como si estuviera en su propia tierra. Durante quince años presencié la transformación dinámica del  territorio emprendedor que nunca desfalleció en su esperanza agrícola y siempre buscó nuevos bríos para el progreso.

Armenia, la niña bonita, crecía como la adolescente precoz a quien todo le quedaba estrecho. Había roto los moldes de la aldea y retaba el futuro con la pujanza de su juventud arrolladora. El pequeño caserío de antaño, víctima de la violencia y el abandono, emergía como un prodigio de los nuevos tiempos. Por algo el maestro Valencia había bautizado a Armenia la Ciudad Milagro.

Hace menos de diez años, el 14 de octubre de 1989, Armenia cumplió el primer centenario de su fundación y se mostró ante la faz del país como urbe esplendorosa y desconcertante. El Quindío, a pesar de los reveses cafeteros, seguía luchando con la fe del montañero y buscaba alternativas para no dejarse consumir por el infortunio. Sus pobladores, que no han retrocedido ante nada, barajaban fórmulas diversas –como el turismo, la industria y la diversificación de las cosechas– para sostenerse en pie frente al derrumbe de la actividad cafetera.

Duro e irónico castigo –el más duro que haya sufrido la comarca en toda su historia– el de este terremoto devastador que no parece haber dejado piedra sobre piedra. Cuando Armenia, y con ella todas las poblaciones del Quindío, soportaban con estoicismo la implacable postración de la economía regional, irrumpen las fuerzas desatadas de la naturaleza y acaban con la región. Los quindianos, que siempre han vivido atados a la tierra, la trabajan con ahínco y la defienden con orgullo como parte de su propio ser, son víctimas de la misma tierra.

Cuando el furor de la naturaleza se ensaña en gente buena y laboriosa, sufrida y resistente, creadora de prosperidad nacional en otros tiempos, es preciso desahogar el sentimiento con una conocida expresión que brota del alma: ¡No hay razón! El país, que no sale del asombro y la pesadumbre, contempla anonadado este cataclismo que estremece a tres departamentos hermanados por la misma identidad agrícola y los mismos lazos del destino cafetero: Quindío, Risaralda y parte del Valle. Además, es toda la nación la que está herida por la adversidad, la cual ha pasado a ser un desastre público que mueve la solidaridad del mundo entero.

El Quindío, mi tierra afectiva, me duele en lo más profundo del corazón. Bien saben mis amigos quindianos con cuánta solidaridad y cuánto afecto he seguido su suerte, en las buenas y en las malas. Ahora no me queda nada distinto que pedir al Dios de Colombia –al Dios de los agricultores y de los infortunios, que levante las ciudades destruidas y mitigue nuestras penas.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-II-1999.
Avancemos, Asociación de Pensionados del Banco Popular, febrero/99.
Revista Manizales, No. 698, julio/99.

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