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Monólogo de la corbata

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Nací de un simple trozo de tela, por pura casualidad (así ocurre con los grandes descubrimientos), y a la vuelta de los años me convertí en árbitra de la moda masculina y, lo más increíble, en dictadora del hombre.

A veces éste trata de liberarse de mi dominio, pero no lo consigue. Esto, por ejemplo, sucede en Japón, donde el primer ministro, señor Koizumi, pretende prohibir durante el verano el uso de la corbata en las oficinas públicas, y hay que ver la lluvia de protestas que cayeron sobre el funcionario.

Son varias las versiones que existen sobre mi aparición en el mundo. Yo no niego ninguna y me solazo con todas, porque así me rodean de mayor misterio. Algunos afirman que mi origen data del siglo I, cuando en los días calurosos los soldados romanos se enrollaban al cuello una especie de bufanda empapada en agua, para refrescar el cuerpo. De ahí, dicen, surgió la idea de la corbata. Otros me ubican en el siglo III, en tiempos del emperador chino Qin Shi, cuando los soldados portaban unas prendas muy parecidas a la corbata actual.

La noticia más extendida sitúa mi origen en el siglo XVII, en las guerras del ejército croata, en las que los soldados engalanaban sus uniformes con pintorescas pañoletas anudadas al cuello. «Corbata» proviene del vocablo italiano «cravatta», término muy afín a «croata». No quede duda: como poseo sangre guerrera y estirpe imperial, he sorbido vientos y aplacado tempestades en alas de los jinetes croatas. Por eso, mi carta de nacionalidad procede de Italia.

De allí viajé a Francia e Inglaterra, países campeones de la moda. Después me desplacé por todas las latitudes del planeta: aprendí todos los idiomas; ingresé a todos los salones, partidos y religiones; me pegué a soberanos y plebeyos y me convertí en aliada inseparable del hombre. En su amiga secreta.

Pero no faltan los detractores. La pregunta más común que me hacen es ésta: ¿para qué sirve la corbata si no es una prenda de vestir, ni abriga, ni es cómoda, ni tiene bolsillos, ni posee ninguna utilidad? Ellos, por supuesto, no aceptan que constituyo un complemento decorativo, que imprime distinción y prestigio. Soy inevitable para el hombre moderno, facilito la vida de los negocios y actúo como nexo seductor para la conquista amorosa. Para mayor garbo, exhibo pasadores, alfileres y dijes de oro. Y llevo micrófonos ocultos para descubrir a mis enemigos.

El mundo se encuentra dividido en dos bandos: los que llevan corbata y los descorbatados. Ganan los primeros. Con los necios es mejor no discutir, y por eso me veo precisada a lanzarles esta diatriba: «Un imbécil con corbata es un imbécil elegante». Las mujeres definen a un hombre por la corbata que usa.

Mi pasado es limpio, transparente, indiscutible, pero a alguien se le ocurrió decir que mi cuna es bastarda. ¿Qué dijo el atrevido? Nada menos que esta monstruosidad: «Quiero contarte en secreto que tu verdadero padre no fue el ejército croata, ni ejército alguno, sino un inglés anónimo que hace dos siglos se puso un lazo ensangrentado en el cuello para protestar por la condena injusta de su padre a morir en la horca. Con la soga al cuello, llamó la atención de la sociedad. De aquel acto inicuo (mejor, de aquel lazo sangriento) naciste tú, querida corbata».

Con toda firmeza rechacé el oprobio, pero quedé recelosa. Hija bastarda… ¡Imposible, si por las venas me corre sangre azul! «Ciento por ciento pura seda», rezan las etiquetas con que halago la vanidad de los hombres. Sin embargo, todo es posible, me respondió mi interlocutor. ¿Por qué no? Mientras para unos somos príncipes, para otros somos demonios. No hay abolengo que no tenga manchas ocultas. Palacios relucientes se convierten en tinieblas. Dinastías enteras se caen por culpa de alguna impureza irredimible. La seda más fina se deshilacha y puede volverse tela burda…

De todas maneras, juré no revelar la confidencia a nadie. Así, mi alto linaje se mantiene fulgurante ante los ojos del universo. Los hombres hablan bellezas mías, me asedian, me apetecen y se han inventado las formas más variadas para lucirme –y lucirse ellos mismos, jactanciosos que son– en soberbias pintas. Y las mujeres se derriten ante la figura apuesta resaltada por una corbata varonil. Soy un símbolo sexual, y con esto lo digo todo. La infinidad de colores, diseños, figuras, nudos, trucos y toda suerte de señuelos escondidos en mi epidermis seductora producen perturbación en el género femenino.

En definitiva, gobierno el mundo. Manejo al hombre a mi capricho. Él no puede prescindir de mí. Auténtica o adulterada, me convertí en un amuleto del hombre refinado. A la gente burda la desprecio. Y le di al hombre un hijo encantador, el corbatín. Atavío de príncipes, que me hace añorar galantes épocas cortesanas por los países de Europa. Es una criatura preciosa, que merece otro panegírico vibrante, pero por hoy se me agotó el discurso.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-2005.
Revista La Píldora, Cali, octubre-noviembre/2005.

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