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Vuelve y juega

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Ya nadie puede quejarse de que el corazón lo traicione. Antes las personas se morían del corazón porque la me­dicina no había avanzado lo suficiente para conjurar los sobresaltos. Hoy, con el corazón bien cuidado, al que ya se le colocan hasta válvulas mecánicas, usted y yo podemos reírnos de la vida. Lo malo es que no siempre se siguen los consejos de la medicina y por eso, cuando menos se espera, llega el corrientazo que puede apagar el latido que suponíamos lleno de vitalidad. Pero atienda usted las precauciones del médico y verá que la vida se prolonga con aires de primavera.

Fíjese en la historia de Mariano Albor­noz, rubicundo empresario de pompas fúnebres que se ufana de contener los embates de su excedida ana­tomía, sólo por hacerle caso al doctor Salazar, su car­diólogo desde hace veinte años, que no cesa de recomen­darle el ejercicio permanente y la sana alimentación.

—Además debe vencer las preocupaciones —le anota el doctor—. No vale la pena vivir angustiados por asun­tos que son más imaginarios que ciertos. La vida, es­timado Mariano, se vive con demasiadas prisas y nos fatigamos por problemas que desgastan el organismo.

—Hay gente que no paga los gastos de funera­ria —comenta Mariano.

—Usted gana suficiente dinero.

—Podría ganar más. A la funeraria llegan las perso­nas con el muerto a cuestas y desorientadas ante ese momento dramático. Es entonces cuando les abro de par en par el negocio, les recomiendo el féretro apropiado y hasta les insinúo los rezos. En ese mo­mento todo lo aceptan. Firman sin discutir cuanto papel les presento, pero después…

—Después quiere usted hacerles pagar lo que no gas­taron. Hay gente como usted, querido amigo, que se aprovecha de los momentos de pena para cobrar hasta el abrazo de condolencia.

—A propósito, doctor, aún está pendiente un saldo de la cuenta por el entierro de su prima.

—Que en paz descanse —remata el médico.

—Mejor descansaría si usted me cancelara el saldo que me debe hace dos años…

—¿No se fija, hombre? Esas preocupaciones por cosas que no valen la pena son las que producen un infarto a cualquier momento. Tenga la mente libre de malos pen­samientos y verá que el corazón le marcha correctamen­te. Bastante gana con los ataúdes que vende en los apuros de la muerte.

—Usted también cobra duro, doctor.

—Pero les mantengo a los pacientes el corazón como si fuera el de un joven de veinte años.

—Y yo le pago consulta por consulta…

—Está bien, Mariano. Esta consulta queda por la deu­da, ¿de acuerdo?

—¿Acaso me está usted examinando? ¿Y desde cuándo una consulta vale lo que usted me adeuda? Vine sólo por conver­sar con usted. Es una entrevista de amigos, como quien dice, de cliente a cliente.

—Ahora desabróchese la camisa para examinarle ese lujo de corazón que tanto le cuido. ¡Respire fuerte! ¡Menos fuerte! Ahora vuelva a hacer el ejercicio que le enseñé. ¡Ya! Su salud es envidiable. Con sus 60 años es usted un roble.

A tres cuadras queda la funeraria de Mariano Al­bornoz, y hacia allá se dirige el comerciante con aire ri­sueño. Otra vez el doctor le ha infundido optimismo para gozar la vida. Saluda a cuanto transeúnte se le atraviesa, porque considera que el empresario de pompas fúnebres debe ser afable con todo el mundo. Marcha erguido y se ve saludable. Una sonrisilla le ha quedado bailando en los labios desde que el doctor le refrendó plena salud. Sin embargo, saltan a la vista unos kilos de más que no logra disminuir por más controladas que mantiene las grasas.

II

El miedo al infarto, que en otros tiempos era su obse­sión, ha desaparecido. Practica los ejercicios que le recomendó el médico desde que sintió las cajas destempladas en mitad del pecho y tiene fe ciega en que su organismo resistirá los asaltos de la vida. Por su funeraria pasan numerosos parroquianos vencidos por las flaquezas del corazón, mientras que él se siente un roble.

Mariano Albornoz recibe los residuos que no puede sal­var el médico. Ambos gozan a su manera. El cardió­logo, dando vida. El dueño de la funeraria, enterrando muertos. Son clientes mutuos. El doctor Salazar verifica en esta funeraria las exequias de la familia. Es buena fu­neraria y dispone, por supuesto, de confortables salas de velación. Bien se entenderá que es una manera de describir tales recintos, pues no es propiamente confortable lo que es mortuorio. Pero es un modo decente de tratar al muerto el de depositarlo en un salón alfombrado, con música de fondo, cande­labros relucientes y flores frescas.

Ambos se profesan cordial amistad. El uno paga los honorarios médicos, que vienen en ascenso año por año, y el otro devuelve el gesto llevando sus muertos a la fu­neraria.

—Son cuentas corrientes —se defiende Mariano—. La caja mortuoria sólo se lleva una vez y no está bien que se discuta su precio. En otro sentido, hay que  pagar altos honorarios porque el infarto se detenga.

—Los normales —refuta el médico—. El cardiólogo gasta la vida aprendiendo la ciencia que resucita muertos.

—Traficamos con la misma mercancía, mi querido doctor. Usted da vida y yo, muerte. Ambas son ocupaciones dignas. Al cementerio se debe ingresar con decoro y para eso están mis servi­cios, que tampoco los he aprendido en un día.

—Ahora quítese la camisa —dice el médico— y mués­treme el pecho. Trata usted de justificar su especulación con el pretexto de que las torpezas de los deudos se pagan con plata. Se equivoca, amigo. En tales apuros es cuando más sensibilidad se necesita.

—De sensibilidad no se vive, doctor. Yo también como, cancelo impuestos, mantengo mujer e hijos y atiendo altos honorarios por mis fallas  cardíacas…

III

Aquel día celebran un extraño negocio. En lugar de Mariano desembolsar el valor de las consultas, que tanto dice molestarlo, éstas serán abonadas al costo del ataúd que el médico encarga para los fu­nerales de su anciana madre, cuya muerte presiente cercana. La vena humorística del doctor Salazar es capaz de comprar a plazos anti­cipados el costo de la muerte.

Ambos ganan dinero abundante. Y en la misma forma se les va de las manos, aunque no en gastos normales, sino jugándolo. Son tahúres profesionales que dominan las artes de una sesión de dados o de una baraja de póquer. Se reúnen con frecuencia en largas jornadas nocturnas, domi­nados por ímpetus voraces que los deja con los bol­sillos limpios y la conciencia inquieta.

—Esto no le conviene, Mariano —le reprocha un día el mé­dico—. Su estado debe evitar estos momentos de tensión.

Mariano lanza una carcajada, y los dos jugadores concilian sus debilidades con  un abrazo. Ya habrá pacientes y muertos que les hagan recuperar la bolsa.

—Y no olvide que quiero la caja en legítimo cedro.

—Usted me lleva ventaja, porque las consultas van a ser muy seguidas…

—Tranquilo, hombre —le dice el médico—, y deje de pensar en el dinero.

—De esta forma va usted a termi­nar de comprarme muy rápido el ataúd.

—Considere más bien que está vendiendo su mercan­cía a buen precio.

Ellos son diestros tanto en tirar el dado como en alimentar su espíritu risueño.

IV

Una madrugada vuelve, de sopetón, el corazón de Mariano a jugarle una mala pasada. Lo despierta de nuevo el dolor que años atrás lo había dejado medio muerto. Comienza a faltarle la respiración y ape­nas acierta a exhalar un ronquido para hacerse notar. Su esposa practica con torpeza los movimientos que el médico ha tratado de inculcarle para estas emergencias. La casa se revoluciona en un minuto entre gritos y sollozos.

Pero al fin aparece el médico. Inyecta aire de boca a boca, con cierto reproche para los presentes, que olvida­ron medida tan elemental. El enfermo apenas si se mueve. Tiene la cara amoratada.

—¿Se morirá doctor? —tartamudea la esposa.

—¡Páseme la jeringa! —exclama el médico, ignorando la pregunta.

El médico mira con fijeza a los presentes, dándoles a entender que el caso es delicado.

—¿Vivirá, doctor?

Ya para entonces ha llegado la ambulancia, y en segundos sale disparada hacia la clínica, haciendo sonar la sirena desaforada que a las tres de la madrugada suena a tragedia. Algún borracho contempla el paso del vehículo y se recoge en su gabardina en busca del último trago.

Los recursos de la ciencia corren por la clínica en auxilio de otro corazón amenazado. Las enfermeras salen de su adormecimiento. En un rincón, el reloj de pared trabaja con desgano. Es la quinta emergencia coronaria de la noche.

Mariano Albornoz duerme un sueño intranquilo. Es posible que el infarto le haya permitido un segundo de lucidez para pensar que el doctor le prestará todo el cuidado de la ciencia. En los planes de Mariano no cabe la muerte por infarto desde que el doctor viene pregonándole un corazón de roble.

Desde luego, para los casos angustiosos está el doctor Salazar. El cardiólogo se seca el sudor de la frente. Y el enfer­mo comienza a dar los primeros signos de mejoría, que a los pocos minutos se hace evidente. Mariano al fin se mueve, y sonríe cuando abre los ojos.

—La vida es buena con los jugadores —le susurra el médico al oído.

El enfermo muestra agrado por vivir. Puede ser también, en lo más íntimo del subconsciente, gusto por el póquer y los dados. Los gustos, diría Mariano si en ese momento pudiera hablar, no lo abandonan ni en los últimos extremos de la agonía. A médico y paciente se les ocurre pensar que la vida es como el juego de dados: se pierde o se recupera en un instante.

De nuevo Mariano resulta vencedor. La cuenta del ataúd ha ganado puntos, pero él no está para reparar en negocios cuando su salud se halla en peligro. Nunca como ahora se siente tan protegido por la ciencia. El médico, que no ignora el nuevo triunfo, se desliza por el corredor y no espera a que nadie le exprese cumplidos que no necesita.

—El ataúd es suyo y puede llevárselo —le dice Mariano días más tarde, cuando formalizan las cuentas.

—No me haga chistes, Mariano. ¿Dónde guardaría el ataúd? Sólo queda bien en su negocio. En mi casa sería como una muerte en acecho.

—Usted y yo, querido doctor, somos bromistas. Recuerde que en las venas llevamos sangre de jugadores.

—En fin… —concluye el médico.

V

Meses más tarde se escucha un grito muy definido:

—¡Vuelve y juega!

El dado, que ha hecho estragos, ­tiene en desventaja al médico. Su capacidad económica ha venido en descenso, y él se empeña en recuperaciones difíciles.  La bolsa se encuentra liquidada.

—¡Vuelve y juega!

Esta vez el médico firma una letra de cambio. Suda copiosa­mente, más que cuando estaba atendiendo el corazón de Mariano. Ahora hace malabarismos con la copa de dados que pone a rodar por la mesa. Hay temblor en las manos del médico, pero juega con placer, con la fiebre del jugador.

—¡Vuelve y juega!

El dueño de la funeraria se niega a recibir más cheques. Duda que la capacidad económica del médico resista más. Bien sabe que esta viene en decadencia en los últimos meses. El cardiólogo calienta los dados en el cubilete, como si con ese soplo buscara fórmulas salvadoras. Mira a su contendor con ojos de reto. Y se apoya en la mesa para sacar energías ocultas.

—¡Vuelve y juega!

Los jugadores poseen un lenguaje misterioso que se expresa en mímicas y extraños movimientos, que sólo ellos saben traducir. Todos se miran cuando el doctor, acorralado, deposita en la mesa la argolla matrimonial y el reloj con que tantas veces han sido contadas las pulsaciones de sus clientes.

El médico no sabe cómo poner allí mismo su alma para jugarla en dos cambios de dado. Pero deposita su corazón. Piensa que el corazón es valioso, si siempre lo ha mantenido lubricado. Sabedor de tantas fórmulas, nota, de pronto, que no ha aprendido a detener el infarto que camina por la sangre del juga­dor arrebatado, que ahora es él mismo. Ya ha llegado a la ruina total. Y piensa que su ciencia es hábil para conjurar los infartos ajenos, no el suyo.

—Todo está perdido —se duele.

—¡El ataúd! ¡Juguemos el  ataúd! —grita Mariano.

El médico sonríe y se entusiasma ante el reto. El ataúd, su última esperanza… La mirada comienza a nublársele. La figura obesa de Mariano le da vueltas en la retina. Pero se sobrepone para jugar su carta final. El ataúd…. Los dados se deslizan con una carrera seca y luego se detienen con precisión fatal. Ha perdido el ataúd… Algo cruje en lo más hondo del su ser, y nadie, que no sea el cardiólogo, puede advertirlo. El jugador afortunado saborea el triunfo sin notar que su rival se entierra las uñas en la carne cuando los dados lo traicionan por última vez.

El cuerpo del médico se dobla sobre la mesa.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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