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Por las sendas del Quijote

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si bien Miguel de Cervantes Saavedra llegó al mundo en el año de 1547, en Alcalá de Henares, no se conoce el día exac­to de su nacimiento. Puede pensarse que éste tuvo lugar en septiembre –tal vez el 29, día de San Miguel, su patrono–. Lo que sí consta es que fue bautizado el 9 de octubre de 1547, y la cercanía con la fecha patronal es la que hace pre­sumir dicha hipótesis, aunque no era común en aquella época que un bautizo se retrasara tantos días.

Hacia 1597 inició Cervantes la primera parte del Quijote, que vio la luz en 1605, cuando el novelista tenía 58 años de edad. Fue tal el interés que despertó la obra, que al año siguiente salieron seis ediciones: dos autoriza­das por el autor, las de Madrid, y las otras, clandestinas, las de Lisboa. Desde entonces existían las ediciones piratas, hurto que ha querido situarse sólo en los tiempos ac­tuales. Ya por esa época era conocido Cervantes como novelista y dramaturgo de renombre. Su incursión en la poesía fue menos afortunada. En 1584 habían aparecido las co­medias El trato de Argel y El cerco de Numancia, y al año siguiente, La Galatea, su primera novela.

Lope de Vega, tan en boga por aquellos días, al pedírsele una opinión sobre los escritores españoles, manifestó: «Muchos están en cierne para el año que viene, pero nin­guno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote». No es la primera vez que en el mundo de las letras se produce un juicio tan equivocado y aplastante.

Recuérdese de paso el episodio de García Márquez, cuatro siglos después, cuando también es descalificado como literato. La obra que había enviado a un notable crí­tico y editor de Buenos Aires, de ésos que llaman vacas sagradas, le es devuelta con la anotación de que, siendo tan pobre la novela, le aconsejaba que cambiara de oficio. A la vuelta de los años, dicha obra sería famosa. ¿Qué tal que a estos escritores, apabullados por los jerarcas de las letras, se les hubiera ocurrido rasgar sus cuartillas y re­nunciar a su vocación?

La segunda parte del Quijote fue editada en 1615. Si se analizan con rigor los dos volúmenes, podrá advertirse que el segundo es más esmerado en su escritura. Hay críticos puntillosos (siempre habrá críticos empeñados en señalar minucias) para quienes Cervantes es un prosista descuida­do y desigual, y esta falla la hacen más notoria en la prime­ra parte que en la segunda. De todas maneras habían corrido diez años de distancia entre ambos tomos, y este tiempo introduce cambios en el estilo del escritor.

Caminos trashumantes

Eduardo Caballero Calderón, uno de los mayores intérpre­tes de Cervantes, y que vivió una provechosa temporada en España dedicado al estudio y la creación, declara que «el Quijote es como la vida: un viaje». El hidalgo de Tipacoque –también caballero andante– dice que en el li­bro de caballerías de Cervantes aprendió a leer y a soñar. Con motivo del cuarto centenario del novelista, Caballero publicó una excelente guía para entender mejor la obra genial: Breviario del Quijote.

En 1972, el Instituto Colombiano de Cultura, dirigido por Jorge Rojas, incluyó la novela de Cervantes en la serie de bolsilibros, abreviada y adaptada para todos los públicos, con la siguiente nota: «Quien no ha leído siquiera ‘algo’ del Quijote, está muy lejos de cono­cer el mundo, sus hombres, su historia. Y no ha vivido la más fantástica y humana de las aventuras».

La vida de Cervantes es un continuo deambular por los pueblos de España. Su padre, cirujano modesto sin mayor éxito profesional, cambia con frecuencia de domici­lio para escapar de los acreedores. El pequeño Miguel mar­cha siempre de la mano de su padre hacia los nuevos destinos: Madrid, Valladolid, Córdoba, Sevilla… En ningu­na parte encuentran residencia fija. La vida de Cervantes está enmarcada por la adversidad, signo que lo acom­pañará hasta la muerte. Hambres, privaciones, temores, inseguridad, en medio de una ansiedad corrosiva y cons­tante, invaden sus desplazamientos.

Por tal motivo, los estudios escolares del futuro genio de las letras son inestables y precarios. La vida vagabunda y bohemia de su padre, agobiada cada vez más por las deu­das, crean desazón y desencanto en el adolescente. Las cla­ses de gramática, materia por la cual se siente apasionado, son tan fugaces como sus errancias. Adopta enton­ces una actitud ejemplar: aprender por su propia cuenta. Con esa formación autodidacta enmienda las deficiencias con que lo castiga el azar de los caminos. En Sevilla asiste como alumno pobre al colegio de los jesuitas y allí se le descubre su afición por los libros.

En 1571, cuando contaba 24 años, marcha como solda­do a la batalla de Lepanto, donde es herido de tres arcabuzazos en la mano izquierda, que le queda inutilizada para siempre. En 1575, en guerra contra los corsarios turcos, cae prisionero frente a la isla Terceira (Azores) y es conducido a Argel, donde sufre un penoso cautiverio de cinco años. En estas acciones heroicas fortalece el espíritu y adquiere una visión superior sobre la existencia huma­na. En su mente comienza a nacer su obra maestra.

En 1582, durante su estancia en Portugal, tiene amores con una dama pasajera que le deja de regalo a su hija Isa­bel, quien lo acompañará hasta el fin de sus días. Dos años más tarde, también en Portugal, contrae matrimonio con Catalina Palacios Salazar, con quien no logra ser feliz.

Aquí no se detiene su destino errátil y azaroso. Ya distante su padre, el hijo transita los mismos caminos de deudas y penurias que aquél le había hecho conocer. Y como él, cambia de vivienda a cada rato para esconderse de los acreedores. Esto parece una herencia fatídica. Varias veces termina en la cárcel debido a las acreencias insalvables. Apenas gana para vivir con miseria. Este itinerario de son­rojos y penalidades se vuelve, sin embargo, enriquecedor para su labor de novelista. Nunca lo acompaña la fortuna, y su existencia es una cadena de fracasos y amarguras.

Alianza con Sancho

Situado Cervantes en la ruta del novelista, tenía que hallar un espíritu travieso y humano que lo salvara de sus infortunios. Y aparece Don Quijote, su álter ego. Lo mismo que un día exclama Flaubert: «Madame Bovary soy yo», a Cervantes le corresponde decir: «El Quijote soy yo».

Creador de genial humorismo, Cervantes moldea al ingenioso hidalgo como ser visionario y romántico, to­cado de locura mística y de verbo chispeante. Lo arma de lanza y adarga para que se vaya por los caminos a «desfacer entuertos», y lo pone a cabalgar sobre el noble Rocinante, flaco de carnes y ágil de imaginación, que –en sus entendederas de jamelgo sufrido y caviloso– siente incrus­tada la propia personalidad de su amo.

Don Quijote es alto, desgarbado, de débil contextura y aspecto tranquilo, de mirada penetrante y perfil aguileño. A su lado va Sancho Panza, montado en su borrico plebe­yo. La figura del escudero es singular: gordo, barrigón, mugriento, de baja estatura y facciones bruscas, en cuyo rostro mofletudo y vivaz brillan los ojos maliciosos y se agazapa la sonrisa socarrona. De él dirá la historia que es astuto y prudente, pero también egoísta (como lo son quienes nada tienen y por eso ambicionan algún bienestar). Es un aldeano bueno y respetuoso, y su lealtad a toda prueba es su mayor virtud.

Don Quijote y Sancho, los personajes centrales de la obra, que apenas se separan dos veces en sus aventuras camineras, representan los dos tipos esenciales de la con­dición humana: el idealista y el realista. Ambos caminan en la misma dirección: defender sus ideales y limpiar los caminos de emboscadas y de malandrines. No importa que don Quijote sea versado en letras y de noble estirpe, mien­tras que el escudero es analfabeto y de humilde cuna, si los dos –en sus luchas por la justicia y la libertad– se necesitan y se complementan.

En sus encuentros con los curas, los barberos, los tru­hanes, los arrieros, los venteros, los bachilleres, los nobles, los plebeyos, los caballeros, las señoras, las labradoras… el humilde acompañante, al lado de su soberano señor, aprende a conocer y tratar la humanidad. Y de tanto oír los con­sejos y los regaños paternales de su amo, se vuelve sabio. En tal forma se le graban los refranes y las frases cultas, que cuando llega a ser gobernador de la ínsula Barataria aplica las lecciones recibidas. Allí promulga y hace cum­plir, como ejemplo para los gobernantes de todos los países y de todos los tiempos, Las Constituciones del gran gobernador Sancho Panza.

La pasión aventurera

Para interpretar mejor el Quijote es preciso saber que el español era aventurero impenitente que no podía per­manecer quieto en ninguna parte, y por eso buscaba la emoción de los caminos, donde hallaría la fortuna y la felicidad. Este sueño casi nunca se realizaba, pero había que seguir adelante, sin flaquezas ni cobardías, porque la ven­tura aguardaba a la vuelta del camino. Así, de fonda en fonda, de pueblo en pueblo y de sueño en sueño, el espa­ñol alimentaba su vida errante.

Mientras recorría las veredas, hablaba. Hablaba con el vecino, o con la moza labradora, o con los molinos de viento, o con quien fuera –incluso consigo mismo–, porque el español nunca puede quedarse en silencio. La locuacidad es su mayor distintivo. Por eso, los personajes del Quijote caminan y caminan… y nunca se callan. Es el pueblo más hablador del planeta, y Cervantes no hace más que interpretar esa característica. Eso explica que el Quijote sea libro tan locuaz.

Por esta obra pasan muchedumbres bulliciosas como si fueran para una feria, pero en realidad es la España de todos los días –y de siempre– que no se cansa de andar y de conversar. No hay libro que capte mejor el alma españo­la como el Quijote. Cervantes no pinta paisajes, ni sienta cátedra, ni explica nada, sino que platica con sus persona­jes –y a uno le dan ganas de hacer parte de las tertulias–, mientras rueda la vida. La caballería andante era una reli­gión. Y como tal, transportaba al hombre a los espacios del idealismo y la dignidad humana.

La cueva de Montesinos

Don Quijote, agotado por las severas jornadas, penetra en la cueva de Montesinos y busca reposo. No sólo está exte­nuado, sino demacrado. En ese momento resalta más la calificación que le endilgó Sancho: el caballero de la triste figura. Al preguntarle Don Quijote por qué lo llamaba así, Sancho respondió: «Porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y ver­daderamente tiene vuesa merced la más mala figura, de poco acá que jamás he visto».

En la cueva se queda dormido y sueña con el mundo de la caballería. Su imaginación arrebatada, que no lo aban­dona ni en el sueño, le hace ver la mística caballeresca como un postulado supraterreno. En el cielo de su delirio, muy cerca de Dios, flota sobre el mundo vil que tantos sinsabo­res le causa, y se contempla a sí mismo como el supremo sacerdote de la caballería.

Este atribulado señor de todas las desdichas –que lleva en su encarnadura la propia vida atormentada de Cervantes­– se desquita en la cueva de Montesinos. En su ascensión a los cielos se olvida de las desgracias terrenas y se encuentra, en esta nueva escala de Jacob, con una legión de ángeles que suben y bajan y lo hacen sentir en la morada celestial. En su éxtasis santo, muy propio de santa Teresa, la realidad de la vida se transmuta en visiones fantásticas. Es uno de los pa­sajes más hermosos de la obra, lleno de hechizos, ensueños y poesía, donde la caballería rompe el cerco de lo prosaico y se eleva por el cosmos como un estado del alma.

Las armas y las letras

Dice Don Quijote: «Dos caminos hay por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; el otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras». Si estas palabras hubieran sido pronunciadas en los días actuales, estarían desenfocadas. Por lo menos las letras no hacen rico al escritor, aunque sí honrado. Pero hace 450 años eran diferentes los valores en la España ca­balleresca y letrada que contaba con personajes tan fabu­losos, y casi irreales, como los que rescata Cervantes en su obra.

Las armas no eran las mismas armas asesinas de esta época, con las cuales el hombre ha llegado a los peores extremos de barbarie y destrucción. Eran armas nobles que adornaban a los caballeros y les transmitían talante e hidalguía. El mismo Don Quijote, que dejó un discurso magistral sobre estos atributos de su tiempo, manifiesta que «las armas requieren espíritu como las le­tras»; y refiriéndose a la finalidad de las letras, dice que éstas «deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo».

El que habla aquí no es un loco, como algunos califi­can a Don Quijote, sin más distinción, sino todo un esta­dista que ojalá gobernara, para no ir muy lejos, este país en honda y continua crisis que se llama Colombia, que ha olvidado el sentido verdadero que tienen las armas y las letras. Las armas son hoy uno de los elementos más atroces y detestables que gravitan sobre la humanidad, y las letras andan pisoteadas por los gobernantes; aunque no por todos, pues hay algunos tan quijotescos que han sido capaces de acogerse al humanismo para que no perez­ca la sociedad.

Los políticos no han leído el discurso de Don Quijote, el guerrero inte­lectual que en sus travesías por los caminos de su patria legisló para todas las naciones y todos los tiempos. Si él viviera en la época actual –¿y por qué no resucitarlo?–, nos diría que las armas pasan y las letras quedan.

La mujer ideal

Los amores pastoriles que surgen a lo largo del recorrido convierten a Don Quijote, el mayor enamorado de los per­sonajes, en el precursor de los románticos. Por todas par­tes se encuentra él con frescas doncellas, con dulces pastoras, con apetecibles venteras, con mujeres castas y pecadoras.

Penetra en los secretos de las almas y recoge para la historia, entre ficciones y artificios, pero sin faltar a la ver­dad de los enamorados, deliciosos idilios enmarcados en el embrujo de los campos. No necesitó ser artista del pin­cel para pintar, con la sensibilidad de la emoción y la poe­sía, toda una galería de cuadros bucólicos que seducen a los enamorados. Por ese solo motivo, ya que el amor nunca muere, habría que leer a Don Quijote.

En la exaltación que hace de los atributos femeninos se afirma la vigencia del amor. Este caballe­ro galante se embelesa ante ciertos valores inmutables: la belleza, la gracia femenina, la pureza, la majestad del alma. Las mujeres que cruzan por las páginas de la novela –in­cluso Maritornes, la moza de la posada que se refocilaba con los clientes en las noches lujuriosas– son heroínas del amor.

Así las ve el caballero romántico, pero él le guarda leal­tad a su casta Dulcinea. En la aldea lejana quedó, provoca­tiva como ramo de uvas, la virtuosa y bella zagala por la que él suspira en sus noches de delirios. Dulcinea es agra­ciada y sensual, fuerte y rebosante de vida como una de esas labradoras que pasan a su lado y lo atraen. Virginal y etérea. A veces le parece que es irreal y se pierde en la at­mósfera como una avecilla de los montes. En tanto tiempo que lleva queriéndola, sólo la ha visto cuatro veces. No importa: ese es el amor de su vida. Ella ignora el torrente de esa pasión, porque su enamorado platónico, que no se ha atrevido a descubrirle su alma, prefiere idealizarla.

Don Quijote pondera ante Sancho los atractivos de su diosa espiritual, por quien está dispuesto a morir si fuera necesario: «Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la Tierra». El hidalgo, aunque cueste trabajo creerlo, es un tími­do caballero que en secreto idolatra a su amada y se la imagina inmaculada, e inconquistable para el resto de los mortales. Y a Sancho, el depositario de todas sus cuitas y todos sus secretos, le confiesa que no es un enamorado vicioso, sino un platónico continente.

Difícil concebir mayor grado de idealismo romántico. Hay amores sublimes –inmortalizados en grandes páginas de la literatura universal, e ignorados en la vida corriente, donde también existen–, que dejan de ser de carne y hueso para volverse heroicos.

«No se muera vuesa merced»

Cuando Sancho presiente el final de su patrono, le ruega que no se muera:

No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la ma­yor locura que puede hacer un hombre en esta vida es de­jarse morir (…) Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mala hallaremos a la señora doña Dulcinea (…) Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por ha­ber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron.

Pero Don Quijote no le hizo caso y se murió.

Queda su obra, esa sí inmortal. En su testamento le dejó a la humanidad el quijotismo, cabal expresión del ideal humano. El altruismo, la dignidad, el desprendimien­to de los bienes terrenos, la gallardía, la generosidad, el romanticismo, son principios fundamentales de la doctri­na quijotesca. En estas normas de vida, escritas para todas las generaciones y todos los tiempos, el hombre aprende a ser justo, libre, hu­manitario.

Don Quijote vivirá siempre en el corazón de los que aman, de los que sueñan, de los que luchan. Y será el me­jor aliado, como lo fue de Sancho, contra los choques del mundo y la desesperanza.

Academia Colombiana de Historia, Boletín de Historia y Antigüedades, N° 799, Bogotá, octubre-diciembre de 1997

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Encantos de fantasía

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A Colombia, su patria nativa, vino hace poco de Estados Unidos el pro­fesor Vicente Jiménez a llevarse el libro que acababan de editarle en la ciudad de Medellín: Encantos de fantasía, para instruir deleitando. Se trata de un destacado educador, sicólogo, periodista y ensayista co­lombiano que se radicó hace largos años en Estados Unidos y allí se dedicó a la docencia universitaria, de la cual se halla ahora jubilado.

En la ciudad de Orlando tran­scurren hoy, entre el ejercicio de la lectura y la escritura, sus días otoñales. Su mente inquieta lo mantiene en activa combustión de ideas, bien en el periodismo, como columnista del periódico La Sema­na, o bien en la elaboración de sus ensayos.

Con esta obra completa cinco libros publicados: Romanticismo poético colombiano (Madrid, España, 1973); La inspiración poética en el Cisne de Apolo (Madrid, España, 1974); El sacerdote casado (Medellín, Colom­bia, 1987); Marina, una sicotragedia (Ciudad de Méjico, 1988) y En­cantos de fantasía, que aquí se co­menta.

Y mantiene otros en preparación, entre ellos, El sino trágico de Víctor, que define como una autonovela épica. Trabaja en ella desde años atrás, y no ha querido ponerle el punto final. Yo he tenido oportu­nidad de conocer esta obra en borra­dor (tal vez demasiado extensa para los tiempos contemporáneos, colma­dos de frivolidad y escasos de lecto­res), y me he tomado la libertad de recomendarle que la abrevie, le dé los últimos brochazos y la ponga en circulación. Vicente Jiménez es es­critor prolífico a quien le fluyen las ideas a borbotones.

Su mayor habilidad es el ensayo. De los cinco libros publicados, cuatro corresponden a dicho género. Tuve ocasión de comentar en el diario El Espectador el que titula El sacerdote casado: un estudio serio, documen­tado y de alto vuelo sobre el tema del celibato. Libro polémico y a la vez ilustrativo sobre materia tan contro­vertida en el ámbito de la Iglesia Católica.

Tomé posición a favor de las tesis del autor, y no faltaron cléri­gos que se vinieran lan­za en ristre contra mis opiniones. Pero otros, incluso de mayor jerar­quía (eclesiástica y sobre todo men­tal), me apoyaron. Es decir, también apoyaron al profesor Jiménez. Lásti­ma que su libro sobre el celibato no haya tenido la circulación que me­rece, ya que se trata de un análisis profundo, digno de comentarios más serios que los expresados de afán, presas de fanatismo religioso, por al­gún curita de provincia que sólo vio en mí un «escritor rebosante de es­píritu anticatólico». ¡Por Dios!

He leído con mucho cuidado el úl­timo libro de mi amigo. Es, como los anteriores, un almácigo de ideas. Sus textos van desde el ensayo breve y reflexivo, como los dedicados con gracia y fina ironía al mundo de los animales (uno muy representativo es el titulado El as­esinato de la araña asesina), hasta los de mayor hondura en los campos de la sicología, la historia, la medic­ina (asombran sus conocimientos sobre algunos tópicos), la literatura y los temas político-sociales.

Tiene talento para explayar sus planteamientos. Serio, pensante, a veces mordaz y por lo general polémi­co, no hay duda de su criterio sólido y su imaginación recursiva. Nació para pensar, y lo hace con agilidad y certeza. Así habla. No es fácil debatir sus convicciones: se aferra demasia­do a ellas. Pero oye la opinión ajena. Es respetuoso de la libertad de pensa­miento y amigo del diálogo y la controversia. Sus ensayos son candentes y dejan ingre­dientes para la meditación. No siem­pre se está de acuerdo con sus tesis, pero éstas despiertan interés.

Su libro aporta valiosos estudios sobre figuras de las letras latino­americanas, y críticas sobre sus ob­ras. Pombo, Isaacs, Cortázar, García Márquez, Montaner, Caballero Calderón, entre otros, campean en estas páginas. Se detiene en grandes episodios de la historia y la violencia colombianas, ésta última extraída de sus propias vivencias en el país. Son enfoques sociológicos de utilidad para el repaso de nuestro proceso histórico.

Vicente Jiménez demuestra con su quinto libro –y no hay quinto malo– que la mente se hizo para razonar, no para destruir. Es un estudioso de tiempo completo. A pesar de su retiro de la cátedra universitaria, continúa en su cátedra de libros y notas periodísticas. En pleno uso de la mente, siembra ideas útiles en beneficio los suyos y del amplio número de sus lectores.

La Semana, Orlando, Florida, 15-II-1996
Revista Manizales, N° 665, octubre de 1996

 

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Colombia y el continente

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Este libro de Otto Mo­rales Benítez, el núme­ro 49 de su producción, publicado por la Universidad del Quindío, recoge diversos te­mas que ha ventilado el autor en sesudos ensayos sobre aconteceres po­líticos y culturales de Colombia y Latinoamérica.

La autoridad que a Morales Benítez le concede el hecho de ser uno de los observadores y estudiosos más conspicuos de la evolución de nuestros pueblos, y que ha llegado con ma­yor hondura y familiaridad a no pocos caudillos y hombres de letras de las naciones ameri­canas, convierte este volumen en cátedra del pen­samiento.

Peregrino de países y culturas diversas, catador de libros, es­crutador de personalidades, sus enfoques son densos y cer­teros. No ha sido un viajero ocioso, de esos que convierten el viaje en simple excursión tu­rística, sino un diletante per­tinaz que se consume, como los buceadores, en el alma de lo ignoto.

Como se ha mantenido siempre en plan de estudio e indagación, sus ensayos no descansan en la búsqueda de los temas que lo apasionan. So­bre una misma materia que ha herido su sensibilidad, ha es­crito, a lo largo de la vida, di­ferentes enfoques que no hacen otra cosa que perfilar las ideas para afianzar los conceptos.

Tal, por ejemplo, el caso de Víctor Raúl Haya de la Torre, uno de los líderes de América que mayor asombro y respeto le han causado. La del caudillo aprista es una imagen obsesiva que lo ha cautivado desde sus mocedades. Morales Benítez se ha metido en tal for­ma en la ideología del luchador demócrata, que lo ha tomado como inspirador de sus propias ideas. A través de no pocos escritos ha estudiado su perso­nalidad.

El ensayo que se di­vulga en este libro –correspon­diente a la lectura que en enero de 1989 realizó en nuestra em­bajada en Lima– es una pe­netración más en este modelo social. Sin duda, el escritor co­lombiano es uno de los ma­yores intérpretes del líder aprista. Lo mismo que ahonda en la figura de Haya de la Torre, lo hace con otros prohombres del continente. Analiza algunos tópicos de la idiosincrasia ame­ricana, pasando la mirada so­bre hechos políticos y matices culturales que protagonizan la historia.

América, tierra gran­de, geografía convulsionada, necesita ojos críticos como los de Morales Benítez para saber entenderla y propiciar su de­sarrollo.

Hay que felicitar a la Univer­sidad del Quindío, y en forma particular a Henry Valencia Na­ranjo, su rector, por este logro editorial que no sólo destaca material valioso, si­no que evidencia la calidad de las artes gráficas que allí se cultivan. Loable propósito este que persigue estimular la obra de los escritores. Ya son varios los libros que en los últimos meses han salido de la Uni­versidad del Quindío, y otros se hallan en camino. De esta ma­nera, el alma máter de los quindianos demuestra su compro­miso con la sociedad y la cul­tura.

El Espectador, Bogotá, 9-II-1996

 

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Poeta de la brizna y el cosmos

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He sentido viva emoción con la noticia que me comunica Jorge Enrique Molina Marino, rector de la Universidad Central, sobre el homenaje que la revista Hojas Universitarias tributa en la presente edición al poeta Germán Pardo García para recordar el segundo aniversario de su muerte, ocurrida en Méjico el 23 de agosto de 1991, país donde vivió por espacio de 60 años.

El hecho de haber mantenido con el poeta intensa relación epistolar durante los años finales de su existencia, de haberlo visitado en Méjico en 1988 y, sobre todo, de ser desde tiempo atrás admirador asombrado de su obra poética, me llevaron a escribir el libro Biografía de una angustia, hoy en proceso de edición en el Instituto Caro y Cuervo.  

Adel López Gómez lo llama poeta de la brizna y el cosmos. Exacta definición para quien como Pardo García plasmó en su obra, con sensibilidad artística, la trascendencia de la vida, desde la pequeñez hasta la inmensidad, y supo unir el átomo con la mole. «Y me volví cósmico y soñé con la vida y la muerte en razón de ser astrofísico», señala el poeta en una de sus confesiones.

Cuando Germán Pardo García abre los ojos al mundo, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como dragón que amenaza devorarlo. Durante toda la vida lo persigue la imagen siniestra. Nunca logra liberarse de ella. «El huracán del páramo –dice– no ha cesado un instante de soplar sobre mi». Su secreto reside en la vivencia del páramo. El páramo significa orfandad. Y la orfandad, soledad, abandono, miedo, neurosis, angustia, sombras… El páramo representa para él, siendo su mayor tortura, una sinfonía.

La epopeya del páramo

Germán Pardo García heredó del páramo cosas majestuosas. Derrotó el desamparo y escribió una epopeya. En el páramo, denso en penumbras, también alumbra el sol. La sombra va pegada a la personalidad del poeta.

«La sombra –declara– es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la certidumbre de que todo el universo es sombra, y esa sombra formidable me envolvió por completo, no como una entelequia, sino como un postulado físico».

El poeta –todo poeta verdadero– posee alma sensible, propensa a la ternura y la solidaridad, y ahí está su desgracia. Al pretender cambiar la desdicha por la felicidad y no conseguirlo, sufre. Trata de curar los entuertos de la humanidad, y al no lograrlo, se agranda su desazón. Entonces es más poeta. Y no le interesa que lo desprecien. Si el poeta no sufriera, la gente no entendería la dimensión del dolor. Si no amara, no habría amor en el universo, ni luz en los paisajes, ni lumbre en los hogares. Si no cantara, el planeta estallaría en un lamento.

El bardo es un eco del mundo. Es la caja de resonancia de la tragedia y la grandeza humanas. Si no existiera la poesía, moriríamos de melancolía. Incluso los violentos. Si el poeta no hubiera nacido, habría que crearlo. Y existiendo, a los necios se les antoja destruirlo. Esto es un deicidio, pero así de loca es la humanidad.

Germán Pardo García lee desde muy joven a José Asunción Silva. Y cada vez encuentra allí mayor ternura. El murmullo de esos poemas le embriaga el alma. Decide entonces que será poeta. Poeta de las nieblas del páramo, de las penas del alma. En Silva ha visto su destino. En esos años inciertos sólo tiene un confidente: Silva. Con él dialoga en fantasía todas las noches y le cuenta sus pesares. Medita en la senda trágica de su ídolo y se siente atraído por la muerte, la «casta, suave, dulce señora» invocada por Guillermo Torres Quintero, otro vate del amor y la muerte.

Hay dos claves fundamentales para entender a Germán Pardo García: el páramo y Silva. Podrán existir otras circunstancias que expliquen su personalidad, pero ninguna de ellas ha influido con tanto poder, como las dos mencionadas, en la vida y en la producción de este cisne atormentado que escucha a corta edad, en una ciudad gris y melancólica, el llamado de los dioses a ser poeta.

Poeta universal

Con el libro Lucero sin orillas, publicado en 1952, la poesía pardogarciana busca la interpretación del universo. En esta época, que va hasta 1960 con la publicación de La cruz del sur, es cuando más se acentúa la búsqueda del cosmos para plasmar otra visión sobre el ser humano.

El lirismo de Pardo García adquiere aquí tremenda resonancia. De la elevación mística –característica de sus primeros poemas– pasa a la compenetración con la naturaleza, y de ésta, al hallazgo del universo. El poeta quiere encajar al hombre en el mundo de los astros, los planetas y los choques cósmicos. De ahí en adelante será más poeta de la tragedia universal y la angustia del hombre.

Hacia 1964 su poesía se encamina a nuevos temas y descubrimientos. La matemática, la física, la astrofísica traen nuevos ingredientes en la obra del colombiano. Por este nuevo orden camina siempre de la mano de Einstein. Es la pasión más fuerte de su vida. «Yo veo en él –dice– un dios sobrenatural. Ese hombre me condujo a la demencia del espacio». En adelante Pardo García será el gran lírico de la ciencia y la técnica moderna.

Es el cantor por excelencia del nuevo mundo científico. Ha sorbido la ciencia con sed de investigador. Toda su cultura viene de Grecia. Su obra poética, una de las más prolíficas de todos los tiempos, ha llenado a cabalidad su necesidad de conocer y representar al hombre en sus miserias y grandezas, y la ha elaborado lo mismo con materiales gongorinos que con clamores cósmicos. Muchos de sus poemas ya se ganaron el privilegio de la inmortalidad. Pardo García ha penetrado en el futuro. Se ha adelantado a su tiempo. Su voz es augural. Tiene el poder de la clarividencia. Su poesía ha irrumpido en el siglo XXI.

Enamorado de la muerte

Pardo García siente desde los lejanos días de su juventud atracción por la muerte. El suicidio de Silva es una imagen fascinante que traslada a sus propios versos con extraño placer. Por eso, en 1979 se abre las venas. Edmundo Rico le había advertido en Bogotá, muchos años atrás: «Cuida tus pasos porque te meces en el trapecio de la angustia y llevas dentro de ti a tu propio homicida».

El maestro, cual otro Rimbaud, fue al infierno y regresó, con su tragedia a cuestas. Habló con Satán y con los diablos del averno. Hastiado de vivir y de soñar se quemó las entrañas para buscar su exterminio. Se abrió las venas para acabar con Eurídice. Pero su sombra y todo cuanto ella simboliza no lograron destruirse. Lo salvaron –o lo perdieron– dos casualidades: la del amigo que descubrió el hilo de sangre que salía de su habitación, y la de la Cruz Roja, que le cerró las arterias. Como consecuencia de este trance mortal publica en 1980 el libro Tempestad, uno de los testimonios más estremecedores que se hayan escrito sobre la tragedia de morir y volver a nacer.

Otro drama apabullante de su existencia es su confusión religiosa. De su poesía mística de la infancia, que se traduce en su amor a Dios, al hombre y a la naturaleza, salta a los mundos caóticos de la ciencia. Einstein le desquicia la mente. Por épocas se declara ateo. Pero luego busca a Dios, en sus momentos de mayor desconcierto, y lo encuentra. Y de nuevo le da por navegar en los arcanos inalcanzables del cosmos. Entonces vuelve a perder a Dios. Y más tarde lo descubre una vez más.

Su Cristo negro

Uno de los mayores interrogantes que se me formulan con frecuencia, por considerárseme conocedor cercano de la vida del poeta, es sobre su incredulidad religiosa. Para muchos, Germán Pardo García se mantuvo alejado de Dios en sus últimos años. Y así murió. Concepto equivocado, como ya se dijo. Poseo pruebas suficientes, manifestadas en cartas, en actuaciones inequívocas y sobre todo en varias poesías fulgurantes. Este punto tiene amplio análisis en mi ensayo biográfico en vía de edición.

Considero pertinente entregar a Hojas Universitarias, dentro de la muestra poética que me ha solicitado el doctor Molina Mariño, varios testimonios de los últimos años que refrendan mi tesis sobre el reencuentro de Germán Pardo García con su Dios irrenunciable. Entre ellos hay un extraordinario poema social: Cristo negro. Cuando en mayo de 1987 me envió el poeta, recién fabricadas, sus Flores enfermas y sus Flores de sal, venían acompañadas de un papelito que reza así: «Amigo de mi alma: usted me dijo que yo moriría invocando a Cristo. Se cumplió su augurio».

* * *

Cronología

Del libro Biografía de una angustia, de Gustavo Páez Escobar

(Rastros, en medio de grandes silencios, que hacen notar la sombra del poeta entre 1902 y 1991)

1902   Nace el poeta el 19 de julio en la ciudad de Ibagué, capital del departamento del Tolima, República de Colombia. Son sus padres el abogado Germán D. Pardo –con el tiempo presidente de la Corte Suprema de Justicia– y doña Julia García Esponda. A los pocos días de nacido queda paralizado como consecuencia de grave lesión en la columna dorsal.

1903   Le aplican puntos de fuego en la columna vertebral. Continúa paralizado. Se considera inminente su muerte. Más tarde el niño reacciona. Se salva, pero le quedan serias consecuencias para toda la vida.

1904   Es trasladado a Bogotá, donde su padre ha sido nombrado juez. El 5 de junio muere su madre, a la edad de 22 años, al dar a luz a su hija Julia. El niño es enviado a Choachí, donde su padre tiene una propiedad en inmediaciones del páramo El Verjón.

1906   Queda al cuidado de una nodriza sicópata, llamada Lucía Acosta. Los ruidos nocturnos, la soledad y las nieblas del monte invaden la mente asustada del futuro poeta.

1910   Es llevado a Bogotá. Su padre se casa con Ester Piñeros Encinales y ella se convierte en madrastra rezandera y neurótica del pequeño. El niño aprende a leer y a escribir en una escuelita privada. Después ingresa al colegio de los Hermanos Maristas. En Bogotá vuelven a reunirse, en forma pasajera, los cuatro hermanos separados.

1912   Germán Pardo García vuelve otra vez a la casona del páramo, esta vez con su madrastra. Estudia en una escuelita rural. Se protege en una cueva contra la inclemencia de la madrastra. Su padre se separa de Ester Piñeros Encinales por conflictos insuperables. Germán viaja a Bogotá.

1914   Es matriculado en el Colegio de San Bartolomé, de jesuitas españoles.

1915   Se le pasa a interno en el mismo colegio. No soporta el rigor religioso ni el ambiente lúgubre que allí se viven. Sufre abatimiento y neurosis, y por recomendación médica abandona el internado y sigue en calidad de externo.

1916   Comienza a escribir poemillas infantiles.

1917 Un jesuita lo maltrata. El niño no acepta seguir en el plantel. Siente resentimiento contra la Iglesia Católica y sus ministros.

1918  Ingresa al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. El rector advierte sus inclinaciones literarias. Pardo García muestra afición por la retórica española y el latín. Conoce a algunos poetas de la época. Se sugestiona con la imagen del poeta suicida José Asunción Silva. Conoce al poeta mejicano Carlos Pellicer, que ejercerá gran influjo en su vida. Se apasiona por el idioma griego. Penetra en el ambiente de los bajos fondos.

1920   Carlos Pellicer es trasladado a la embajada mejicana en Venezuela. Pardo García intenta seguirlo, pero sus recursos económicos no se lo permiten. Toma clases de atletismo.

1921   El 14 de noviembre muere su padre. Por última vez se reúnen los cuatro hermanos. La familia se desintegra. El joven vuelve al destartalado caserón del páramo. Se hace agricultor. Un potro le da violenta coz en el oído izquierdo, a consecuencia de la cual sufrirá vértigos toda la vida.

1925   El párroco de Choachí le hace prender fuego a la casona y a los graneros por negarse a pagar diezmos y primicias a la Iglesia. Es Viernes Santo.

1927   Trata de recuperar los bienes perdidos. Se presenta su hermano Antonio y le quita la propiedad. Vencido y frustrado abandona el campo. Regresa a Bogotá en busca de trabajo. Ingresa al periódico El Gráfico.

1928   Visita a Ibagué, su ciudad natal, por primera y última vez. Recoge en los cuadernillos La tarde y El árbol del alba los versos escritos entre 1915 y 1927, que traslada más tarde, en su mayor parte, al libro Voluntad.

1930   Publica Voluntad, que él considera su primer libro.

1931   Viaja a Méjico el 2 de febrero, tras la huella de Pellicer, que lo alberga en su hogar. Allí funda revistas, elabora programas de cine, demuestra sus capacidades de publicista.

1933   Publica Los júbilos ilesos.

1935   Viaja a Colombia como promotor de un equipo de atletas, y fracasa. Publica Los cánticos y Los sonetos del convite, libros que, como los anteriores, contienen profundo espíritu místico.

1936   Se enamora de una hermosa joven que ha conocido en las calles de Méjico, la que más tarde se suicida luego de matar a su pequeña hija, y deja honda conmoción en el alma del poeta.

1940-1958   Se incrementa año por año su prolífica obra poética que lo lleva a las cumbres de la fama y eleva su nombre a los niveles de la inmortalidad. Conquista el título de poeta del cosmos. Recibe grandes homenajes en Méjico y en Colombia. Viaja por muchos países. En razón de su silencio de anacoreta son pocos los sucesos que trascienden de su vida al mundo exterior. Intensa época de entrega al arte, el recogimiento y el quehacer literario. Vida de permanente gloria literaria y agudos conflictos síquicos, que no cumple un itinerario determinado, sino una agobiante sucesión de soledades, angustia y hastío de vivir.

1959   En enero funda la revista Nivel.

1960   Comienza su firme producción como poeta del cosmos con sus divagaciones sobre los problemas eternos del hombre.

1963   Conoce en Nueva York al campeón Jack Dempsey, uno de sus ídolos.

1964   El presidente Guillermo León Valencia le ofrece grandioso homenaje en el Hotel Tequendama de Bogotá y lanza su candidatura al Premio Nóbel. En el mismo acto es designado embajador de Colombia en Méjico, cargo que declina. Su poesía se encamina ahora hacia la ciencia, de la mano de Einstein, su «primero y único maestro». Años después proclamará la teoría de que las ideas pesan al igual que la luz.

1968   Con motivo de las Olimpíadas realizadas en Méjico compone y reparte entre el público del mundo su poema Akróteras.

1970  Regresa a Colombia por breve temporada. Desde entonces no vuelve a la patria.

1979   El 29 de septiembre, dominado por tremenda angustia, se abre las venas. Un vecino observa el hilo de sangre que sale del apartamento, derriba la puerta y conduce al agonizante hacia la Cruz Roja, donde lo salvan eminentes médicos puestos a su cabecera por el presidente de la República.

1980   El fallido suicidio da lugar al libro Tempestad, terrible testimonio sobre la muerte. «Este libro es el infierno bramando en mí».

1982   El doctor Belisario Belancur, presidente de Colombia, le entrega un auxilio importante para que no suspenda la revista Nivel.

1986   En el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de Méjico le ofrece el embajador colombiano, doctor Ignacio Umaña de Brigard, en colaboración con la Asociación de Escritores de Méjico, gran homenaje en reconocimiento a su larga y esclarecida trayectoria intelectual. Allí expresa Henry Kronfle que «el poeta honraría al Premio Nóbel y no el Premio Nóbel a él».

1987   En octubre sufre uno de los vértigos más graves de su vida. En diciembre es trasladado a un hospital.

1988   Pasa 20 días en una clínica como consecuencia de una de sus tantas crisis. Vuelve a acordarse de Dios, a quien ha olvidado. En septiembre se le tributa solemne homenaje con ocasión de su libro Últimas odas.

1989   Queda reducido a una silla, atacado por la parálisis de sus primeros años. Nivel llega a su final en el mes de agosto, con el número 308.

1990   Sortea problemas económicos. La Casa de Poesía Silva se hace presente con un apoyo significativo. En Colombia se hacen sentir voces de solidaridad. Su salud registra seria decadencia. Sin embargo, continúa escribiendo poesía. Pobre, enfermo y abatido espera la muerte, con el estoicismo de los griegos, en medio de sus dioses y fantasmas.

1991   Muere en Méjico, el 23 de agosto. El 25 de septiembre llegan sus cenizas a Colombia.

* * *

Obra total de Germán Pardo García

(Abarca las antologías, lo mismo que los dos primeros cuadernillos trasladados más tarde al libro Voluntad. También algunos poemas que han sido publicados fuera de libro en ocasiones especiales, como Akróteras, en los Juegos Olímpicos de Méjico).

1928   La tarde, Bogotá.

            El árbol del alba, Editorial Colombia, Bogotá.

1930   Voluntad, Editorial El Gráfico, Bogotá.

1933   Los júbilos ilesos, Méjico.

1935   Los cánticos, Méjico.

            Los sonetos del convite, Méjico.

1937   Poderíos, Méjico.

1938   Presencia, Méjico.

1939   Selección de sus poemas, Editorial Cultura, Méjico.

1940   Claro abismo, Méjico

1943   Sacrificio, Méjico.

            Poemas, Editorial Antena, Bogotá.

1944   Antología poética, Imprenta Veracruz, Méjico.

1945   Las voces naturales, Méjico.

1947   Los sueños corpóreos, Méjico.

1949   Poemas contemporáneos, Méjico.

1952   Lucero sin orillas, Méjico.

1953   Acto poético, Editorial Cuadernos Americanos, Méjico.

1954   U. Z. llama al espacio, Méjico.

1956   Eternidad del ruiseñor, Méjico

1957   Hay piedras como lágrimas, Méjico.

1958   Poemas, Editorial Guadarrama, Madrid, España.

1959   Centauro al sol, Méjico.

1960   La Cruz del Sur, Méjico.

            Osiris preludial, Méjico.

1961   30 años de labor del poeta colombiano Germán Pardo García (1930-1960), Editorial Cultura, Méjico.

1962   Los ángeles de vidrio, Méjico.

           El cosmonauta (poema), Méjico.

1964   El defensor, Méjico

1965   Los relámpagos, Méjico.

           Labios nocturnos, Méjico.

1966   Mural de España, Méjico.

           Elegía italiana (poema), Méjico.

1968   Akróteras: Adorno para los Juegos Olímpicos de Méjico (poema), Gráficas    Menhir, Méjico.

1969   Himnos del Hierofante, Méjico.

1971   Apolo Thermidor, Editorial Libros de Méjico.

1972   Escándalo, Editorial Libros de Méjico.

1973   Desnudez, Editorial Libros de Méjico.

           Iris pagano, Editorial Libros de Méjico.

1974   Imagen poética, selección de sus obras, Biblioteca Banco Popular, Bogotá.

            Mi perro y las estrellas, Editorial Libros de Méjico.

           Génesis, Editorial Libros de Méjico.

1975   Himnos a la noche, Editorial Libros de Méjico.

           El héroe, Editorial Libros de Méjico.

1977   Apolo Pankrátor (1915-1975), Editorial Libros de Méjico.

1980   Tempestad, Editorial Libros de Méjico.

1986   Últimas odas (partes I y II), Editorial Libros de Méjico.

1988   Últimas odas (parte III), Editorial Libros de Méjico.

Revista Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 39, enero-marzo/1994

 

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El caballero de Tipacoque

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Eduardo Caballero Calderón sobresale en las letras por la profundidad de sus ideas. Pocos escritores como él han trabajado la literatura con tanto denuedo y convicción, con tanta entrega y pasión, con tanto arte y esplendor. Hay personas que nacen marcadas para un destino, y Caballero Calderón lo fue para las lides del pensamiento. Con la mente libró todas sus batallas.

Era un caballero de caminos, al estilo de los caballeros andantes de la España legendaria, y como tal se le veía recorrer lo mismo las sendas polvorientas que lo llevaban a su lejana provincia boyacense, que los amplios horizontes que le abrieron los mundos encantados de Francia y España. Más que turista de países, era viajero por el alma de los libros. Nunca dejó de leer y estudiar, porque no concebía al hombre como un ser intrascendente, sino dotado de inteligencia y apto para todos los retos del espíritu.

El universo de los libros

Pocos días antes de su muerte lo visité en su apartamento capitalino, en el cual vivía como un ermitaño en medio de libros, de recuerdos y nostalgias. No se veía que se hallara próximo su final, si bien se dolía de la soledad y de la postración física que desde dos años atrás lo tenían reducido a su tradicional silla de cuero, provista de la tablilla añeja donde apoyaba los libros que leía, frente a una ventana ancha y luminosa

Su obsesión por los libros era la medicina mágica contra el tedio, y su mejor consuelo en la vejez. Al cumplir los 80 años de vida así se expresaba en Lecturas Dominicales de El Tiempo: «La vejez es la soledad. Yo leo y releo. Releer es encontrarse con viejos amigos. Yo me pregunto cómo hacen las personas que no estuvieron acostumbradas a leer, cómo hacen para pasar la vejez».

La inmensa biblioteca se extendía por los pasillos del apartamento, por la sala, por las habitaciones y por el cuarto de estudio en el que transcurrían sus horas silenciosas. Eran miles de volúmenes —fuera de los otros miles que guardaba en Tipacoque— conservados con amoroso esmero; preciosas ediciones en español, francés y otras lenguas, que en orden admirable refulgían en los anaqueles a los que sus manos ya no lograban llegar. Para entender la armonía de ese universo de libros debe adivinarse la presencia invisible de sus hijas solícitas, que le disipaban la soledad con sus visitas frecuentes.

Pero su alma ya no era de este mundo desde la muerte de su esposa, Isabel Holguín, ocurrida en noviembre de 1980. El náufrago sobreviviría 12 años en tremendo desconsuelo. Este dolor se hizo más agudo por haber contado con la suerte de una compañera inmejorable. Desaparecida ella, quedó con las alas rotas. En 1983 escribió en El Espectador una hermosa página dolorida, que es viva demostración de su angustia de vivir, donde declara:

Duré un año entero, más de un año, sin atreverme a escribir cuando murió mi mujer. Mi soledad era espantosa y la necesidad de dialogar con ella, de preguntarle por qué me había dejado solo, por qué no me había dejado ir primero, puesto que yo, sin ella, soy un minusválido (…) Muerta ella, dentro de mí murió lo mejor de mí mismo. Mi soledad es su ausencia. Pero volví a escribir para escapar a la locura, a la melancolía, al terror.

El noble ancestro

Eduardo Caballero Calderón nació en Bogotá el 6 de marzo de 1910 en el hogar constituido por el general Lucas Caballero Barrera y doña Carmen Calderón Tejada. El padre de doña Carmen, Aristides Calderón Reyes, oriundo de Soatá, era eximio líder político que ocupó las posiciones de presidente del Estado Soberano de Boyacá y ministro de Gobierno del presidente Rafael Núñez. Su esposa, Ana Rosa Tejada Mariño, había recibido en herencia la hermosa y extensa hacienda Tipacoque, jurisdicción entonces de Soatá, mi pueblo natal.

Si bien el lugar de nacimiento de Caballero Calderón fue la ciudad de Bogotá, siempre se consideró boyacense tanto por la sangre como por el espíritu. A Tipacoque viajaba varias veces al año y allí forjó su mundo literario. Hacia el final de su vida adquirió en Tibasosa, otra bella y reposada población de Boyacá, la casa solariega que bautizó con el nombre de Santillana, la que le compró el municipio, poco tiempo antes de su muerte, para construir un centro de cultura como homenaje al escritor.

Con Tipacoque y Diario de Tipacoque conquistó la celebridad internacional que después la consolidarían sus otros libros. Adoraba el campo y detestaba la ciudad. Su creación terrígena la amasó con barro boyacense, y los personajes de sus novelas los tomó sin rebuscamientos —porque eran reales— del ambiente de la comarca donde conversaba a diario con los campesinos sobre la cosecha que se negaba a madurar, el ojo de agua que amenazaba morirse, o sus afectos por la comadre Santos. Con tal veracidad pintó este mundo cotidiano, que lo hizo de carne y hueso.

El escritor procedía de elevada casta de donde salían los hombres de Estado, los personajes de los clubes, los capitalistas, los políticos oligarcas. Su padre era  abogado y general de la República, que combatió en la Guerra de los Mil Días, y su nombre sonaba con muchas campanillas en las altas esferas nacionales. Fue representante del general Benjamín Herrera en el Tratado de Wisconsin, y al morir su esposa en 1924 se puso al frente de la hacienda de Tipacoque.

A lo largo de su obra, Caballero Calderón nombra con mucho afecto a sus abuelos Aristides y Ana Rosa, quienes ejercieron especial influencia en su vida. A Eduardo le correspondió romper la línea del privilegio en lo que se refiere a la tenencia de la tierra. Desde las aulas del Gimnasio Moderno —regentado por un pariente suyo, Agustín Nieto Caballero—, donde estudiaban los muchachos de la alta sociedad, y en el que realizó su bachillerato, comenzó a analizar la sociedad colombiana. Luego ingresó al Externado de Colombia y tres años después interrumpió la carrera de Derecho y Ciencias Sociales para dedicarse por completo a la exploración del hombre con la fiebre literaria que le vibraba en la sangre. Captó las desigualdades sociales entre oligarcas y plebeyos, entre terratenientes y proletarios, entre poderosos y explotados, y descubrió el engaño de nuestro mundo político y social.

“La política en Colombia —manifestó— parece un sida intelectual. A mí siempre me interesó el pueblo, la gente humilde, y eso se ve en mis personajes. Me duele el olvido en que se tiene al pueblo en este país. Los políticos nombran al pueblo pero siempre lo desconocen. Le prometen esta y la otra vida, pero lo único que les interesa son sus votos. Yo soy liberal, pero apolítico, porque la política no me gusta: sobre todo como la han vuelto».

Cuando le llegó el momento de ejercer el feudalismo que había heredado, donde él era el amo y sus trabajadores los esclavos sin esperanza, se posesionó de su papel justiciero. Fue parcelando y vendiendo la tierra entre los obreros hasta reducirla a mínima parte. Y a la postre, la inmensa hacienda quedó convertida en la casona, la capilla y un terreno simbólico. El resto pasó a manos de quienes trabajaban la tierra. La hacienda es hoy un retazo de historia. Un emblema espiritual. La casona, donde rumbo a Cúcuta pernoctó Bolívar el 5 de diciembre de 1826, fue declarada monumento nacional por el presidente Carlos Lleras Restrepo.

Borrada en Tipacoque la institución de los encomenderos, la atmósfera comarcana se volvió de libertad. Con razón comentaba algún campesino, a la muerte de su amo, que todos los tipacoques habían recibido algo de él. Y que por eso el pueblo había quedado huérfano de padre.

Siervos sin tierra

Este redentor de los humildes plasmó en Siervo sin tierra, con brochazos geniales (y recordemos de paso que fue maestro de la brevedad elocuente), el drama del campesino pisoteado por la miseria, la crueldad, la ignorancia y la injusticia. Compenetrado con las adversidades del trabajador rural y la idiosincrasia de patronos y gamonales, el novelista desentraña la angustia del hombre que entre inclemencias suda el pan de cada día y con frágil esperanza anhela un pedazo de tierra para menguar su penuria.

Al campesino colombiano, y en realidad a los campesinos de todo el mundo, suele ocurrirles lo mismo que le pasó a Siervo Joya: que mueren a la orilla de la carretera por no tener otro sitio donde caer muertos. Con este símbolo, el novelista trasplanta a nuestro suelo la desgracia universal de los desheredados de la vida. En la mayoría de sus novelas se repite, bajo diferentes marcos, la figura de los labriegos humillados por patronos y políticos, víctimas del analfabetismo y la pobreza. Son seres abandonados por la sociedad y carentes de defensas propias, que para salvar su alma —ya que el cuerpo languidece todos los días sin remedio— caen con facilidad en los fanatismos religiosos que los sacerdotes les predican inculcándoles miedos terribles, lo cual constituye otra clase de tortura.

Nervio palpitante de su obra lo constituyen los conflictos político-religiosos que durante largos años sembraron en Colombia una pavorosa época de violencia partidista, estimulada desde los púlpitos por curas torpes y sectarios. Contra dicho medio de injusticia social clama en sus obras este caballero andante que creó el ancho mundo de Tipacoque como símbolo al mismo tiempo de la esclavitud y la liberación. Un mundo que abarca al hombre total, el de todas las razas y todas las latitudes, con sus odios y amores, sus purezas y lujurias, sus miserias y grandezas.

Estos hombres despojados de toda esperanza son los que recorren las páginas de las novelas de Eduardo Caballero Calderón, en las cuales resuenan los mismos conflictos sicológicos denunciados por Dostoiewski en sus obras.

El escritor de Tipacoque no hizo otra cosa que insistir sobre las diferencias sociales. Esta tesis la ventiló con gran patetismo en Siervo sin tierra, y la repitió en El Cristo de espaldas, Manuel Pacho, El buen salvaje, Historia de dos hermanos. Con esto se comprueba lo dicho por Schopenhauer: que el novelista, por más libros que produzca, en realidad sólo escribe una novela. En las demás no hace sino ahondar en el planteamiento principal.

Obsérvese bien el caso de Caballero Calderón y se notará que el tema de la violencia y la injusticia es reiterativo a lo largo de sus libros. El campesino es la espina dorsal de toda su creación. La atmósfera y las costumbres de las breñas bravías y taciturnas del Chicamocha —donde, según palabras suyas, «los hombres son buenos, transparentes y silenciosos como el agua»— son las mismas que se hallan en la mayoría de pueblos de Colombia. Los dramas humanos que allí se viven son los mismos que existen en cualquier lugar del planeta. Pero se necesitaba la lente del artista para inhalar un mundo. Sus descripciones están henchidas de calor y vivacidad, y en sus personajes se plasman las honduras y reconditeces de la naturaleza humana.

El castellano de Tipacoque

En prosa castiza y esplendente, llena de vigor, claridad y sencillez, redactó su obra. Era un genio solitario que no se sentía satisfecho con lo que a borbotones le surgía de la imaginación y luego trasladaba al papel, sino que modelaba sus creaciones con el rigor del artesano. Esto le permitió lograr escritos de tal perfección, que la crítica, desde hace mucho tiempo, lo tiene catalogado como uno de los clásicos del idioma.

Fue un intelectual puro que se dio el lujo de no pronunciar discursos en su vida: ni cuando concurrió como representante a la Cámara, donde nunca habló nada; ni cuando los tipacoques lo aclamaron en la plaza principal como el primer alcalde del pueblo, ocasión en la que se limitó a levantar con humildad los brazos al cielo… Siendo académico nato, era antiacadémico en su manera de interpretar esos recintos: le chocaban los cuerpos colegiados. Al Congreso lo consideraba un club de turistas. Actuó en política, pero contra su voluntad.

Su fuerza residía en la palabra escrita, y su ámbito era la soledad. Amó a España como su segunda patria y sobre ella escribió uno de los libros más bellos que se hayan elaborado en las letras castellanas: Ancha es Castilla, Obra clásica por excelencia, y la que más méritos le señala como artista del idioma. Su adoración por don Quijote y lo que él representa como maestro de la vida la demostró de múltiples maneras, tanto en su permanente aventura intelectual a lomo de los libros, como en su peculiar forma de vivir, amar y soñar.

En el Breviario del Quijote queda constancia de su pericia como intérprete del genio inmortal. En España, donde residió por espacio de cinco años y estuvo encargado de los negocios de Colombia, fundó la Editorial Guadarrama, que  desempeñó notable papel en el mundo intelectual madrileño. Allí fue amigo de Ortega y Gasset y de otros egregios escritores.

Muchos de los rasgos físicos de Eduardo Caballero Calderón lo asemejan al «caballero de la triste figura». Con su pierna coja recorría los caminos pedregosos que lo llevaban a Tipacoque, y hasta tal punto hizo célebres sus cojeras, que éstas se hallan ligadas a su personalidad como la lanza a la figura de don Quijote. Su barba enmarañada le creaba aspecto singular y le imprimía visos de misterio y dignidad.

Con fino humor recuerda sus andanzas como diputado a la Asamblea de Boyacá:

Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico.

Era hombre silencioso, pulcro, cordial, gran observador, parco en palabras y elocuente en gestos. Prefería escuchar a hablar, y cuando expresaba algo, todos guardaban silencio. Le gustaba ser opaco, pero su presencia irradiaba fulgor. Con una sola palabra lograba pintar toda una situación. En privado era ingenioso y humorístico.

A veces su humor se tornaba sarcástico, y con él enjuiciaba los desvíos públicos y el derrumbe moral de la nación. Todas las semanas se reunía con sus amigos íntimos. A partir de las cuatro de la tarde de los jueves se daba comienzo al diálogo vitalizante y en él se hablaba de lo divino y lo humano. Con sus pequeños ojos inquisidores, que mostraban los destellos de la bondad y escondían la mordacidad del felino, y con su leve sonrisa burlona que en lugar de chocar atraía, este quijote moderno era la atracción de grandes figuras del mundo intelectual que lo visitaban semana tras semana para curarle el hastío y ensanchar la amistad al calor de un buen vaso de vino o de whisky.

Le quedaron debiendo el Premio Nóbel. Como era hombre humilde y discreto, que siempre se apartó del mundanal ruido para vivir su mundo interior, se mantenía alejado de ambiciones y no se prestaba para los artificios de la fama. Su literatura, que no fue de concurso, vale por sí sola. Hoy se halla traducida a la mayoría de lenguas universales y ha llegado a pueblos tan lejanos como el chino, el japonés y el ruso. Fue criticado, controvertido, ensalzado. Nunca respondía ni al ataque ni a la alabanza y nadie lograba sacarlo de su postura de escritor inalterable.

Noble, generoso y desprendido de los bienes materiales, se dispensaba a los demás con elegancia caballeresca y de sus labios no salía nunca un agravio. Conforme era impecable su idioma, lo eran también su porte y su vida. Por la literatura vivía y moría: era su pasión vital. Y como tenía a Proust como su maestro de cabecera —de cuya obra tomó el seudónimo de Swan—, su mayor afán era la búsqueda del tiempo perdido, en el mundo de la evocación y la batalla del espíritu, de la ilusión y el desengaño, que nace y desaparece todos los días.

Periodista de combate

En forma magistral combinó la literatura con el periodismo. Sostenía que el periodismo restringe la calidad del escritor ya que los temas deben tratarse sin mayor profundidad y al vuelo, y aconsejaba escribir la nota periodística de prisa y con emoción, para luego corregir despacio. El periodista —no cesaba de repetirlo— debe ser un eterno insatisfecho, que nunca se deje halagar por los poderosos y que mantenga su independencia con dignidad y altivez, y con la suficiente superioridad moral e intelectual para convertirse en pregonero de las angustias populares.

Si el periodista se entrega o se vende, o carece de capacidad para la guerra, debe cambiar de oficio. Fue el vigía y el crítico implacable de la moral pública. Se mantuvo a prudente distancia de los gobiernos porque consideraba que para señalar sus errores era necesaria una autonomía insobornable. De esa línea de combate nadie lo desvió.

Con su pluma acerada reprimía los abusos del poder y denunciaba, cual otro catón, a los eternos explotadores del pueblo, a los saboteadores del tesoro público, a los corruptos de las administraciones. Como no tenía compromisos con nadie —y sólo con su conciencia de bien—, sus dardos eran demoledores. Siempre estuvo con los justos y los humildes. Y fustigó a los depravados, sobre todo cuando más alto se hallaban en la sociedad o en el gobierno. Con su verbo encendido conseguía, como don Quijote, enderezar entuertos al paso de sus caballerías.

En sus tiempos de estudiante del Gimnasio Moderno fundó el periódico El Aguilucho, que todavía se conserva, a pesar de los años transcurridos, como el órgano oficial de la institución. También se desempeñó como director-fundador del radioperiódico Contrapunto, en el que adelantó recias campañas por la depuración de las costumbres. Como periodista de combate era temible. Su voz resonaba en el país con ecos moralistas.

Siempre mantuvo una tribuna abierta a todas las inquietudes nacionales y allí recreaba —entreverando la crítica pública con la vena del diletante— sus eruditos y amenos ensayos literarios, cargados de gracia, sobriedad y profundidad. Como había llegado al pleno dominio de la palabra, lograba transmitir en breves líneas torrentes de ideas. E insistía ante los columnistas de prensa en la necesidad de pulir el lenguaje y escribir con donaire y concisión, con fuerza conceptual y, sobre todo, con elevados principios.

La agilidad, claridad y brevedad, unidas al bien decir, que reclamaba de los periodistas como normas indispensables del oficio, son virtudes brillantes en las miles de cuartillas que redactó para la prensa. Fue colaborador de El Tiempo, El Espectador, La Razón, Revista de las Indias, entre otros órganos en que escribió con mayor asiduidad.

De todas partes buscaban sus colaboraciones. En 1977, cuando dejó su espacio en El Tiempo en asocio de su hermano Lucas –el famoso Klim–  y de su primo Enrique Caballero Escovar, y los tres se trasladaron a El Espectador ante la censura que se aplicó a un artículo de Lucas sobre el gobierno del entonces presidente López Michelsen, así habló en el homenaje nacional que se les tributó en el Hotel Tequendama para enaltecer sus altas dotes intelectuales y críticas:

¿Podríamos esperar de un Estado pragmático y mercantilista algo distinto de una justicia tuerta, una Universidad descuartizada, una inseguridad creciente y una moral en quiebra?, ¿de un Estado que no representa a la Nación y es sólo el cáncer administrativo que la está devorando?

La historia en cuentos

A los niños de todas las edades —hasta los noventa años— les deja preciosas joyas literarias para asimilar la historia y refrescar el alma juvenil que todos deberíamos cultivar, y que por desgracia dejamos languidecer en el curso de la vida. En las series Memorias infantiles y La historia en cuentos aprende el pequeño lector —al igual que el lector adulto— que la patria vive en todas partes, lo mismo en la montaña hirsuta que en el valle florido, y lo mismo en la gesta que ya pasó y dejó lecciones de grandeza, que en el menudo acaecer cotidiano que nosotros mismos, con nuestra acción o nuestra indiferencia, hacemos grande o sombrío. Y el lector aprende, sobre todo, que la patria vive ––debe vivir– en el alma de cada cual.

Caballero Calderón fue gran patriota, y lo demostró de muchas maneras. Su obra de escritor es un canto perseverante a la patria. La narración de las costumbres y los conflictos rurales, presentada con la simplicidad del maestro que sabe interpretar la entraña campesina con descripciones al alcance de todas las mentes, es el resultado de hondos escrutinios sociológicos sobre la idiosincrasia colombiana. Era él, ante todo, profundo analista de la vida nacional. Y lo mismo que Gaitán se enfurecía ante la pobreza del pueblo y decía que el hambre no es liberal ni conservadora, Caballero Calderón sostenía que la costumbre de la violencia nace de la miseria.

En sus cuentos crece el amor a la patria con una leve poesía a la infancia, y el autor aprovecha el enternecimiento del alma para despertar interés por los héroes y respeto por los símbolos nacionales. Cuando pinta paisajes y hace brotar las emociones épicas, estimula la fibra del patriotismo. Para qué abundar en más argumentos sobre las calidades de maestro –maestro de las letras, de academias, de escritores, de la vida– que no tuvo necesidad de pronunciar discursos grandilocuentes –y vanos– para hacer trascender su palabra. Mientras la palabra de los políticos se la lleva el viento, la suya permanecerá como un faro inextinguible.

En relatos tan fascinantes como El caballito de Bolívar, El zapatero soldado,  Todo por un florero o El corneta llanero, cualquiera aprende a leer en el alma de la historia. En El arte de vivir sin soñar nos hace transportar a una de esas fantasías orientales de Las mil y una noches. A sus amigos del campo les inculcó la visión del mundo a través de la dimensión de su propia aldea. Y los convenció de que el paisaje no es mejor en Europa que en Tipacoque. Así los hizo pegar más al terruño, o sea, a la patria. Su obsesión por el agua, que se manifestaba en sus reprimendas a los labriegos por la tala de los árboles y la consiguiente sequía de los campos, es otra refrendación de su espíritu nacionalista.

Bolívar era el símbolo supremo en quien conjugaba el sentido de la libertad. Y para que los tipacoques no lo olvidaran, les descubrió, con estas palabras, la piedra que recuerda el paso del héroe por la hacienda:

Cuando alguien trate de engañarlos a ustedes, piensen en el Libertador. Cuando alguien que los gobierne falle en el camino, piensen en él. Bolívar es el ejemplo y el padre. Nadie puede ser bueno ni grande en Colombia si no lleva al Libertador en el pecho. El Libertador no está ausente, tipacoques, pues no morirá en esta tierra mientras vivan quienes lo recuerden. Su memoria es como esta piedra, que durará más que nosotros. El Libertador es la patria, tipacoques. ¡Viva el Libertador!

Pintor de paisajes

Era un alma enamorada de la naturaleza. Los paisajes embrujados que recorría varias veces al año entre Bogotá y Tipacoque, y que sólo dejaron de aparecer en su retina cuando ya sus piernas no le obedecieron, se habían quedado en su espíritu como un soplo de vida, como un aire de inspiración. Luchó como un león por la pavimentación de la carretera Central del Norte, cuyo punto final es la ciudad de Cúcuta, y no consiguió verla llegar a sus predios a pesar de que los trabajos arrancaron hace un siglo.

Al eterno defensor de esta carretera interminable lo dejaron morir sin que se cumpliera su sueño de verla pasar por su aldea. En la parsimonia desesperante de esta vía se sintetiza la mansedumbre del pueblo boyacense —tan bien analizada por Armando Solano— que entre soledades y resignaciones ha levantado en Colombia el mayor monumento al venerable Job.

Esta misma vía, polvorienta y traicionera, la transitó el cronista infinidad de veces entre roquedales y precipicios de pavor, y siempre con el alma henchida de poesía. Su contacto con la naturaleza le incitó el nervio del artista. Sin pinceles ni paletas, dibujó con la pluma y su prodigiosa imaginación los cuadros de las tierras indómitas que surgían a su paso como una provocación para el poeta.

La paz y el embrujo de las tierras ariscas y silenciosas, de los desfiladeros soberbios y agresivos, movieron su sensibilidad y le permitieron estructurar una de las obras de mayor belleza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

Su prosa lleva el polvo de los caminos y huele a montaña, a trapiche, a perfume de azahar. El país, rico en regiones agrestes y huérfano hoy de pastores y labradores, ha quedado pintado con virtuosismo mágico en las páginas del escritor andante que hizo brotar de la naturaleza una sinfonía de paisajes y de ensueños.

En las laderas taciturnas de Tipacoque aprendió a pensar. Allí desentrañó los misterios de la tierra y del hombre y puso a sus criaturas a representar la comedia humana que se vive en todas las atmósferas del planeta. Descubrió las costumbres y los mitos del campo, las creencias de la gente, sus pecados y candores, las trampas electorales, los abusos de patronos y gamonales. En tal forma se compenetró con la malicia indígena del campesino, con su sencillez y su filosofía, que terminó siendo un campesino más. El colorido de su obra, aun tratándose de los conflictos más serios, nace de la belleza del paisaje. Bien sabía él que los cuentos de aparecidos y almas en pena se desdibujan si no llevan un tinte de belleza; y si lo llevan, el mismo diablo se viste de fiesta.

Adiós al maestro

La muerte súbita lo sorprendió el 3 de abril de 1993. Dos meses atrás, cuando aún no había coronado los 83 años de vida (cumplidos en marzo), me confesó que el almanaque le pesaba. Y más que el almanaque —pensé yo, viéndolo tan lúcido en medio de su postración física— era el cansancio de vivir el que empujaba la hora final que con su proverbial malicia boyacense veía cercana. No sólo presentía la hora de la partida sino que añoraba el diálogo sin fin que había quedado trunco con su compañera eterna.

Al reclamarle su silencio de periodista en los últimos años, me repuso con una expresión tajante: «me jarté». ¡Se había cansado de escribir! Abandonó la pluma el día que asesinaron a Guillermo Cano, el 17 de diciembre de 1986. De esta manera demostraba su protesta contra el país violento que él creía superado, y que ahora veía desangrar como una vena rota en medio de la perplejidad pública y la impotencia oficial. Desde su apartamento de la capital, convertido en inmensa biblioteca como un oasis para sobrevivir, trataba de sosegar su frustración con la lectura permanente. Desde allí miraba con estupor a la Colombia actual dominada por la narcoguerrilla y destrozada por los malos gobiernos y los políticos inútiles.

Al acordarse de sus incursiones por otra Colombia, la de los conflictos político-religiosos plasmada en sus libros, pensaría que esta tierra está condenada a vivir eternamente con el Cristo de espaldas. Tipacoque, convertido en leyenda literaria al igual que Macondo o Comala, es símbolo del hombre. Del sencillo hombre de campo que sufre y sueña. La literatura de Caballero Calderón encarna el país pastoril —hoy arrasado por la barbarie—que trabaja el pan de cada día entre sudores y esperanzas.

Ensañada hoy la violencia en campos y ciudades, el personaje de Tipacoque, preocupado como siempre por los problemas sociales y políticos de la nación, sufría en silencio dolor de patria. Sentía que su lucha había sido estéril. ¿Por qué extrañar que una carretera fundamental dure 100 años en construcción, y falten otros 100 para concluirla? Cosa grave le sucede al pueblo cuando a los escritores públicos, dueños de la altura intelectual y moral de un Caballero Calderón, les da por callar.

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tantas veces transitó. Pidió que lo enterraran en la capilla de la hacienda. Deseaba volver a la tierra que inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de 30 libros (el mismo número de kilómetros que le faltaron a la carretera) entran a fecundar el mito que de ahora en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, también convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental.

A Tipacoque lo rodea por todas partes la grandeza del paisaje. Hasta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impenitentes que custodian el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo esperaban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, pero al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Sus cenizas, entre cánticos religiosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfilaron conmovidos ante la urna y allí depositaron los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaban desde la entrada del pueblo.

Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campesina cantada en sus libros, el maestro –humorístico y cariñoso como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 41, marzo de 1995.
(Una versión abreviada de este texto se publicó, en página de  El Espectador, el 3-IV-1994).