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viernes, 14 de mayo de 2010 Comments off
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La lectura como fuente del placer y del saber

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vengo con inmenso agrado al Gimnasio Palma Real a exponer algunas ideas sobre la lectura, con motivo de la inauguración de la biblioteca infantil que hace la Sección de Primaria, acto de gran significación dentro de los derroteros que debe abrigar todo plantel que en realidad aspire a formar juventudes. Ya tuve oportunidad en días pasados de conocer y admirar la excelente biblioteca central, que desde tiempo atrás viene creciendo gracias al empeño y el liderazgo ejercidos por mi entrañable amigo Bernardo Nieto Quijano, con cuyo nombre y en acto de  justo reconocimiento fue bautizada esta atractiva sala cultural, que envidiarían otros colegios.

Por estos logros evidentes merecen calurosas congratulaciones, en el plano escolar, la rectora del Gimnasio, Gloria Inés Giraldo de Gutiérrez; la directora de Primaria, Consuelo Arias Moncaleano, y la laboriosa nómina de directores, coordinadores y profesores; en el área administrativa, el dinámico gerente de la entidad, Bernardo Nieto Quijano, junto con sus eficientes colaboradores; y desde luego, los estudiantes todos, que son los mayores beneficiarios de estas progresistas realizaciones.

Para entrar en materia, voy a contar una historia edificante sobre el hábito de la lectura. Se trata del escritor ruso Máximo Gorki, nacido en 1868, cuya obra lo sitúa entre los grandes maestros de la literatura universal. Fue un penetrante testigo de su tiempo, y en sus novelas trató, con certeros enfoques, los dramas de miseria de las clases bajas de Rusia. Lo que pocos saben es que Gorki casi no tuvo estudios formales, y desarrolló en cambio su indeclinable vocación autodidacta, de la cual extrajo toda su sabiduría y todo su bagaje de escritor y crítico social.

A la edad de catorce años aprendió a leer, y con esa arma poderosa devoraba cuanto libro caía en sus manos, sobre todo del género novelístico. De este modo asimiló los agudos problemas sociales que giraban en torno suyo, y que luego expondría en sus propias narraciones, forjadas con crudo realismo y con altas dosis de sicología. Gorki ha sido uno de los mayores intérpretes de la condición humana, a pesar de no haber tenido la suerte de asistir a las clases elementales y menos a las superiores. Ya quisieran muchos doctores de la época actual contar con el nivel académico y humano de este inquieto estudiante de la universidad de la vida.

Un tejado discreto

A temprana edad, Máximo Gorki comenzó a trabajar como peón en una finca de burgueses, sometido a grandes privaciones y penalidades. Era aquél un ambiente de explotación y vileza, en el que los obreros eran tratados como verdaderos esclavos, y a nadie se le permitía protestar. En condiciones tan precarias, a Gorki se le despertó la pasión por los libros. Caso insólito, cuando el resto de trabajadores sólo se preocupaban, en los días de descanso, por el aguardiente y la parranda. Los domingos, cuando sus compañeros salían de la finca, él se trepaba a un tejado discreto donde podía leer con tranquilidad, corriendo el riesgo de ser descubierto y castigado por sus patronos, gente grotesca y brutal que no hubiera permitido semejante actitud, para ellos incomprensible e intolerable.

Mientras el resto de la peonada se dedicaba a divertirse, él leía. Así leyó libros y más libros, siempre a escondidas, que animaban su espíritu y le transmitían toda clase de conocimientos e inquietudes. Esta disciplina placentera se convirtió en su mejor  oportunidad de formación. El libro llegó a ser la escuela que no había podido tener. Conforme avanzaba en la lectura, su mente adquiría nuevas luces y mayor capacidad de análisis para comprender al hombre, derrotar la ignorancia y descubrir los caminos de la ciencia y el arte.

Su horizonte era mucho más extenso: con el tiempo llegaría a ser uno de los escritores más prestigiosos de Rusia y del mundo. Su único maestro, su maestro insuperable, había sido el libro. En el tejado o en cualquier sitio donde pudiera pasar inadvertido, Gorki abría el texto y con él penetraba en los universos de la fantasía y la cultura. Leía sin tregua y con avidez infinita.

Poderes mágicos

Años después, cuando ya era famoso, escribió estas palabras sabias, que son las que deseo trasladar a este entusiasta grupo de estudiantes de La Dorada, en quienes pretendo sembrar una semilla de inquietud por la lectura, y que cuentan, sin duda, con mayores medios de superación que los que tuvo Gorki como peón raso de una finca de tiranos: “Amad los libros, que son una fuente de conocimiento; sólo el conocimiento es sano y el conocimiento sólo puede haceros espiritualmente fuertes, honestos e inteligentes (…) Le debo a los libros todo lo que es bueno en mí. Soy un amante de los libros: cada uno de ellos me parece un milagro y el autor un mago”.

Como Gorki, todos los lectores silenciosos del planeta han sabido que el libro habla, sugiere, aconseja, corrige, enseña, deleita. Es el mayor interlocutor con que cuenta el hombre. El libro nos hace vivir y nos acompaña en todo momento, sobre todo en los de la soledad y el infortunio, como el más fiel de los amigos. Tiene poderes mágicos, como el de traernos alegría cuando estamos tristes, o el de ayudarnos a salir adelante cuando tropezamos, o el de hacernos levantar la mirada al cielo cuando las pasiones rastreras nos hacen pisar el fango de la vida.

El libro enriquece nuestro mundo interior y nos permite acumular la erudición que ningún otro sistema puede ofrecer. El profesor nos despierta y moldea la mente para asimilar las fórmulas del aprendizaje, pero es el libro el que en realidad irriga la ciencia en el cerebro. Una obra de arte (llámese novela, cuento o pieza de teatro) es, para el buen lector, como un soplo misterioso que penetra en las intimidades del alma y a veces transforma la existencia. Alguien dijo que la lectura perseverante hace al hombre completo.

De ahí que una buena colección de libros, pero no de libros para exhibirlos como simples elementos decorativos, se considere una verdadera universidad. Cuando digo esto, pienso en los más de cuatro mil volúmenes que posee la biblioteca central de este colegio, ricos en múltiples materias. Todo un tesoro de sabiduría que ojalá el estudiantado sepa apreciar en lo que vale.

No hay que dudarlo: el libro es el mayor medio de cultura que existe. Desterrarlo del hogar o del colegio, y sobre todo del alma, significa vacío espiritual, falta de visión frente a los retos cotidianos, desperdicio de uno de los recursos más eficaces para fortalecer el carácter y adquirir talento intelectual.

El abandono de la lectura es una derrota de la propia voluntad, que en el común de los casos se atribuye a pereza o indiferencia, o a falta de una sólida disciplina para desarrollar esa costumbre al alcance de todos, la que nos permitirá, tramo a tramo, descubrir los infinitos tesoros que se esconden en las letras de imprenta. Por desgracia, la frivolidad y el ocio, unidos a tantos vicios y evasiones de la época, pueden más que las normas rectoras del espíritu.

Una de las mayores propiedades del libro es que enseña divirtiendo. Una página amena derrota el tedio, aleja la tristeza, llena el alma de alegría y optimismo. Es el mejor tónico contra el pesar, el fracaso y la frustración. La lectura hace sabios, y la incultura produce necios. Es el mejor medio para educarnos a nosotros mismos, para hacernos distinguir el bien del mal, para abrirnos la curiosidad y con ella los horizontes de la belleza y el arte.

Si se desea aprender sintaxis y ortografía, nada mejor que leer un texto esmerado, que no sólo se consigue en los libros, sino también en la prensa y en las revistas de categoría. Para avanzar en las reglas de la redacción, tan misteriosas para muchos, lo mejor es observar cómo escriben los maestros. Observando el buen estilo de otros, se mejorará el estilo propio y de paso se enriquecerá el lenguaje. Pongámoslo por obra y veremos cuánto progresamos al cabo de los días y los meses.

La mejor pauta de superación personal está en leer todos los días, así sean trozos ligeros. Si uno se habitúa a hacerlo como norma severa, podrá apreciar cómo mejora la capacidad para escribir y cómo poco a poco se van coronando nuevas alturas. Cuando este ejercicio se hace con reflexión y con cerebro abierto, y jamás entre las telarañas del desgano o del ánimo ausente, se convierte en una ley de la vida.

Una regla segura para aprender a escribir, ya lo dije, es leer mucho y de todos los temas. Y no abandonar el libro al menor desaliento. Esa norma significa una manera de vivir. “Un mundo sin libros -dice la novelista española Rosa Montero- es un mundo sin atmósfera, como Marte”.

 “Dime lo que lees y te diré quién eres”

Una vez le preguntaron a un visitador médico que poseía mucha cultura, y cuyo oficio rutinario consistía en ir de consultorio en consultorio con un maletín en la mano, que de dónde había obtenido tantos conocimientos. Respondió que la suya era una cultura de “antesala”, y explicó que mientras lograba hablar con los médicos leía cuanta revista encontraba en las salas de espera, fuera del infaltable  bolsilibro que lo acompañaba en todos sus itinerarios. Así, a lo largo del tiempo, su mente se había estructurado hasta convertirlo en hombre de vasta formación.

En las estaciones del metro de Madrid o de París es frecuente ver a numerosas personas que se desplazan a los quehaceres cotidianos con un libro como compañero de viaje. Un proverbio árabe viene muy al caso: “Un libro es como llevar un jardín en el bolsillo”. Pensemos en cuánto material formativo o de simple diversión ha llegado a la mente de estos viajeros. Calculemos también cuántas horas de hastío han sufrido los pasajeros ociosos.

En Colombia, triste es admitirlo, el promedio de lectura de los habitantes no llega a medio libro por año. Esto es vergonzoso en un país que se dice culto. Y más triste es saber que hay infinidad de colombianos, incluso de las altas esferas, que no leen ningún libro, mientras en naciones más avanzadas el promedio anual de lectura es de ocho o diez volúmenes.

Ser un buen libro es como entablar un diálogo activo con el autor y su tiempo, lo que permite conocer sus ideas, sus planteamientos y hasta su vida íntima y su manera de ser y de conversar. La lectura nos familiariza con todos los hombres y nos vuelve ciudadanos del universo. Fuera de enseñarnos a pensar, nos pone a discutir sobre temas complejos, a desentrañar verdades y buscarle el sentido a la existencia. “Dime lo que lees y te diré quién eres”.

Se trata, sin duda, de uno de los sistemas más idóneos de comunicación humana. Ese desfile permanente de palabras cumple el trabajo de la fotografía, al dejar ver el alma o las almas que palpitan en las páginas inexploradas. En ellas suele agazaparse alguna voz viviente y algún espíritu que espera comunicarse con nosotros. No se trata de abarcarlo o de entenderlo todo, sino de sacar algún dato interesante o alguna lección provechosa. El sólo hecho de cambiar el hastío por el momento grato, que posibilita el libro, es buen negocio. Inténtelo usted y lo comprobará. Y no olvide que todo libro, por malo que sea, tiene alguna sorpresa y alguna utilidad.

Y si de literatura infantil se trata, volver a los grandes escritores de este género en la literatura universal es una manera de encontrarnos con nosotros mismos. En el alma de todo hombre debe existir siempre un niño dormido. Cuando desterramos o matamos a ese niño, dejamos de ser hombres porque perdemos la sensibilidad infantil. En la literatura nacional, donde existe tanto maestro de la fábula, sobresalen nombres como los de Rafael Pombo, Ricardo Carrasquilla, José Manuel Marroquín, Eduardo Caballero Calderón, y en los tiempos contemporáneos, Hernando García Mejía, de quien hablaré más adelante.

Sin embargo, es preciso hacer una pregunta intranquila, tanto para jóvenes como para adultos: ¿por qué los cuentos infantiles no se leen hoy como antaño? Porque los niños han perdido el gusto por su propio universo fantástico; los adolescentes cambiaron el libro para navegar en los computadores y buscar adicciones peligrosas, y los adultos se desentendieron de sus hijos y de sí mismos. Si los padres y los maestros tomaran real conciencia sobre lo que esto significa, corregirían el rumbo de su conducta equivocada.

Detrás de estas omisiones y de estas permisiones marchan las juventudes de hoy, embrutecidas a veces por la droga y el licor, y manejadas en otras ocasiones por la ociosidad, la actitud ligera o la falta de cultivo de la propia personalidad. La era moderna está desnaturalizando al hombre. La televisión es buena cuando aporta algo positivo, y mala cuando ofrece frivolidad, sexo y violencia. Uno de los grandes enemigos de la formación es el televisor, ante el cual el hombre moderno renuncia a ser culto y aprende a ser superficial.

Ejemplo para imitar

Me complace saber que este colegio acaba de adquirir de Hernando García Mejía varios libros suyos de literatura infantil, con destino a la biblioteca que hoy inauguramos. Se trata de un distinguido poeta, narrador y ensayista caldense, residenciado hace largos años en Medellín, quien en los últimos tiempos se ha dedicado a la literatura para jóvenes, y de cuya imaginación prolífica y agradable han salido títulos como los siguientes:

Cuento para soñar, La estrella deseada, Tomasín Bigotes, Cuando despierta el corazón, El país de la infancia feliz, El Diablo que ríe, El muchacho que derrotó a las brujas, El duende del computador y otras historias divertidas… En este género ha escrito alrededor de veinte libros, hecho que le ha permitido ganar un puesto destacado en la literatura colombiana.

Es pertinente -y muy grato para mí, que soy su amigo desde hace largos años- asociar su nombre al suceso cultural que hoy nos congrega, y por eso voy a contar algunos detalles interesantes sobre su formación de escritor y sobre su éxito como cuentista para muchachos. Él dice, a propósito, que escribe para jóvenes entre ocho y ochenta años, o sea que en ese ciclo estamos comprendidos todos los aquí presentes.

Lo primero que tengo que decir es que Hernando García Mejía, al igual que Máximo Gorki, aprendió en la universidad de la vida la sapiencia que posee. Su escuela indiscutible fue la lectura desde muy joven, y con esa herramienta conquistó todos los puestos y todos los honores que le ha deparado su sólida carrera de escritor.

García Mejía nació en Arma, que él denomina “un polvoriento y casi olvidado puebluco del norte del departamento de Caldas”. Sus padres, gente sencilla y luchadora, como lo es el pueblo paisa, sabían leer pero no leían. En el pueblo no se conocían las librerías y menos las bibliotecas. A los siete años ingresó a la escuela pública, y el maestro, don Emilio, un anciano respetable, se ganó su cariño y comenzó a narrarle cuentos maravillosos. No chistes, sino bellas historias salidas de los cuentistas inmortales: Andersen, Perrault, los hermanos Grimm, Alejandro Dumas, Emilio Salgari. Carroll, Óscar Wilde, Kipling…

La magia de los cuentos fue penetrando en su mente y en su alma hasta herirle su emotividad de adolescente y descubrirle universos insospechados, de ficción y encanto. Un día, don Emilio fue trasladado a otra escuela y ahí se oscureció el atractivo escolar para el fascinado hijo de provincia que, a falta de bibliotecas y librerías, habia tenido la suerte de un buen contador de fantasías.

Pero como la estrella que alumbra a los escritores fulgura en cualquier parte, el destino permitió que, al trasladarse la familia de Hernando al campo, quedara al cuidado de un tío materno, cuya esposa, Leticia, era lectora apasionada. Ella se convirtió en el reemplazo del maestro Emilio. Y comenzó a leerle cuentos y más cuentos. Cuando escuchó Los cisnes salvajes, de Andersen, García Mejía supo que había vuelto a brillar una nueva luz.

Terminados los estudios primarios, se fue a trabajar al campo para ayudar a los gastos de la numerosa familia. “Y empecé -cuenta en un esbozo autobiográfico- a leer vorazmente por las noches, a luz de vela, los domingos y días festivos, en todo rato libre”.Recorrió el mismo camino de Máximo Gorki.

Así, Hernando García Mejía se volvió lector de literatura universal. A medida que progresaba en esta disciplina permanente, aprendía la ortografía y la gramática, y enriquecía su vocabulario, y nutría el espíritu, y se llenaba de  erudición.

A los veinte años se marchó para Medellín. Ya había ensayado la escritura de sus propios cuentos y de sus alborozadas poesías, y pensaba, con absoluta firmeza, que un día sería escritor de verdad. Tocó a las puertas de la Editorial Bedout y logró que lo nombraran corrector de pruebas. Pasado el tiempo, llegaría a ser director de la revista de la compañía, coordinador editorial, asesor literario y creador de varias colecciones.

Además, tendría una columna en El Colombiano, escribiría numerosos ensayos en periódicos y revistas y cumpliría brillante carrera como poeta lírico y narrador vigoroso y ameno. ¿Cómo había logrado llegar tan lejos? No es necesario que yo lo diga, pues la respuesta es obvia y ella constituye el nervio y la tesis de esta charla.

De nuevo agradezco a los directivos del Gimnasio Palma Real la amable  invitación que me hicieron para venir a hablar sobre la utilidad de la lectura, con motivo de la inauguración de la biblioteca infantil. Aquí tenemos una obra que habrá de perdurar en el tiempo, y en la que reposa un símbolo de la inquietud cultural que se respira en estas aulas.

Y como soy tan amigo de los proverbios, que son otros maestros de la vida, finalizo mis palabras con esta sentencia hindú: “Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”.

Gimnasio Palma Real, La Dorada, 28 de octubre de 2003.
Revista Mefisto, No. 57, Pereira, 2005.

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