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Encuentros de la palabra

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En agosto de 1988 se realizó en Riosucio el 6° en­cuentro de la palabra. Sale ahora, publicado por la Go­bernación de Caldas, con la asesoría editorial de Sonia Cárdenas Salazar, un hermoso libro de 578 páginas que recoge las conferencias y demás registros del suceso provincial. El editor es César Valencia Trejos y el au­tor de la carátula, Carlos A. Restrepo Calvo. Es Riosucio, hoy por hoy, el único sitio del país que sostiene con regularidad esta clase de torneos del arte donde se dan cita, sin importar esfuerzos ni distancias, escrito­res y poetas, lo mismo que periodistas, pintores, músicos y amigos en general de la cultura.

A todos los mueve un afán común: comunicarse. Tal vez los atrae la presencia del más locuaz de los riosuceños –el diablo– y los arrastra la ocasión de escapar por unos días, bajo el abrigo del pueblo acogedor, de las rutinas y sinsabores cotidianos. En la provincia reside el alma de la nación. Y a Riosucio se va en plan de identidad con los valores y los símbolos de la patria. «En defensa de la provincia debemos librar todos los combates», dice Otto Morales Benítez.

Hoy la provincia colombiana, en general, vive presa del miedo y la violencia. Las zonas cafeteras se sienten intranquilas. El sosiego comarcano está alterado por las hordas criminales. Riosucio era una excepción y ya no lo es. En los alrededores hay zozobra.

Estos encuentros de la inteligencia, que deben conti­nuarse con igual entusiasmo, se convierten en un conjuro diabólico (ya que el diablo de Riosucio es bueno) contra la maledicencia. La ciudad viene elaborando en silencio, casi sin darse cuenta, una magnífica antología del talento colombiano en los libros que edita después de cada encuentro. Allí las balas se combaten con palabras.

En el volumen que comento puede uno solazarse con el testimonio que dejan escritores como Germán Arciniegas, que destaca a Riosucio como imagen de la Repú­blica; o Hernando García Mejía, que presenta una sem­blanza de Adel López Gómez como maestro del cuento, la crónica y el humor; o José Chalarca, que analiza la novela Tomás, del escritor de la comarca Rómulo Cues­ta, como una de las mejores que se han publicado sobre las guerras civiles; o Álvaro Gartner Posada, que bus­ca la verdadera identidad del célebre Diablo del Carna­val; u Orozzia Rodríguez de Correa, que hace un inven­tario de la mujer dentro de la vida de Riosucio; en fin, hay otros interesantes enfoques sobre tomas locales y nacionales, lo mismo que capítulos dedicados a la poe­sía, la música, las artes plásticas y otros enfoques de la reunión.

Germán Arciniegas, el escritor más joven de Colom­bia, vive encantado con la figura histórica del padre José Bonifacio, «un cura de ojos tan azules y de tanto vigor en una edad que entonces era la de los viejos», e insta a los riosuceños a llevar al personaje a una novela «con el cuento del burro garañón que servía pa­ra alimentar el tesoro de la Iglesia». En estas rondas por la villa blasonada de Caldas no sólo se tropieza uno con el calor humano de Otto Morales Benítez, el riosuceño más auténtico, sino con personajes de leyenda como el padre José Bonifacio, a quien algún novelista debe resucitar.

La palabra es el mayor don que Dios le ha concedido al hombre. Riosucio sabe hablar. En los proverbios de Salomón se lee: «Manzana de oro en canastilla de plata: así es la palabra dicha a su tiempo».

El Espectador, Bogotá, 25-V-1990.

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Misivas:

Elogiosas palabras para con nuestro pueblo y el Encuentro de la Palabra sirven de alicientes para continuar estas citas culturales y contribuir con este granito de arena a la grandeza del alma del país. Juan Guillermo Trejos Zapata, vicepresidente de la Corporación Encuentro de la Palabra, Riosucio.

Reconocidos por elogio transparente de su pluma aparecido en El Espectador, decano de la independencia, guía espiritual de la dignidad del país. Su escrito llena a la comunidad riosuceña de alborozo y optimismo. César Valencia Trejos, Riosucio.

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La descultura ronda en Boyacá

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un fugaz secretario de Hacienda de Boyacá le propinó duro golpe a la cultura regional. Al recortar en forma drástica el presupuesto del Instituto de Cultura y Bellas Artes, puso a tambalear uno de los organismos más sustan­tivos no sólo del departamento sino también de Colombia, admirado incluso por fuera de nuestras fronteras.

Como la cultura no produce votos y en cambio sí repre­senta una carga para los funcionarios que sólo tienen miras monetaristas y afanes burocráticos, dicha medida, que recibió apoyo de la Asamblea Departamental, ha logrado efectos destructores. Es inexplicable que todo un pueblo –que es el que paga los impuestos para la eje­cución de las obras– permanezca silencioso e indiferente ante el atropello. Con tal pasividad es fácil para las autoridades incurrir en excesos administrativos.

La administración que originó aquella iniciativa ya no está al frente del gobierno departamental. Pero la actual administración la compar­te. Más aún, parece que ha ampliado sus propios puntos de vista al manifestar que la cultura debe autofinanciarse. Según ese criterio, no se concibe que la entidad le cueste al erario $ 240 millones al año, sin la correspondiente producción económica, y como la cultura –se dice por enésima vez– no fabrica pesos, el Instituto va camino de la disolución.

Hoy el presupuesto se ha disminuido en el 50%. No fluye el dinero para el pago de sueldos ni para el desarrollo de las actividades culturales. El polvo se está apoderando de la vieja casona colonial. Más tarde, si las cosas siguen como van, habrá que ponerle candado al recinto.

La opinión pública, entre tanto, se muestra ajena al suceso. Los más pensantes, que sin embargo no ejercen el debido liderazgo, comentan en los corrillos que el problema es político. Pero nadie se atreve a acaudi­llar un movimiento de protesta. Nos está matando la in­capacidad para hacernos sentir. Para volver por lo nues­tro. La cultura en Boyacá es el bien más valioso que ha producido la tierra. La cultura, en términos universa­les, es el mayor patrimonio de la humanidad. El pueblo culto está salvado. El pueblo inculto camina hacia la barbarie.

De la reciente declaración hecha por el gobernador del departamento vale la pena resaltar, para buscar otros rumbos –pero no para atrofiar la vida del Instituto–, la crítica sobre la centralización cultural que existe en Tunja y que deja de llegar a la mayoría de los municipios.

Hay que salvar la cultura boyacense. Si por algo sobre­sale Boyacá es por su ancestro intelectual y artístico. La Escuela Superior de Música es la mejor de Latinoamérica. Las otras entidades del Instituto cumplen nobles fines de culturización y preservación del arte y los bienes coloniales. Son ellas la Escuela Superior de Artes Plásticas, la Escuela de Música y Dan­zas Populares, el Centro de Investigación de Cultura Po­pular, el Centro de Restauración de la Casa-museo Don Juan de Vargas, la Orquesta Sinfónica de Vientos, el Tea­tro de Títeres, la Biblioteca Departamental Eduardo Torres Quintero (cuyo patrimonio pasa de 15.000 volúmenes), Archivo Regional de Boyacá, Dirección de Artes

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Eduardo Torres Quintero, el caballero andante de la cultura boyacense, arremetió contra quienes inten­taban derribar unos conventos coloniales para construir hoteles de turismo. Los llamó comejenes de la cultura. Como su voz y autoridad eran poderosas, el ímpetu des­tructor se detuvo. Por lo menos de momento. A Boyacá le falta un Torres Quintero. Fue el gran abanderado del acervo culto de su tierra, a la que enalteció con sobra­das calidades. ¿Qué no diría hoy, si viviera, ante la arre­metida de la hora contra la cultura que tanto defendió?

El Espectador, Bogotá, 30-V-1989.

 

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Nuevos rumbos en Colcultura

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La directora de Colcultura, Liliana Bonilla, expone a las periodistas Marisol Cano Busquets y Poly Martínez (Magazín Dominical, 13-XI-88) nuevas políticas para el manejo de la cultura nacional. Hasta hace poco, en la du­ra administración de Carlos Valencia Goelkel, existía el criterio de que la cultura debían hacerla los particula­res, y el Estado encargarse de encauzar las iniciativas privadas. Era un concepto aislante, y así los escritores y artistas se vieron marginados de los programas oficia­les. Aunque siempre han vivido en precarias condiciones, el rigor se acentuó bajo esa regla.

Ahora, en la nueva etapa, Liliana Bonilla define una presencia más dinámica de la entidad en la orientación y estímulo que necesitan los creadores del arte. Estas  declaraciones hacen recuperar el liderazgo que le corres­ponde asumir a Colcultura. Lo cual no excluye el concep­to de la iniciativa privada (que se ha hecho evidente en importantes realizaciones), unido al de la descentraliza­ción regional, para que la cultura consiga mayor impulso e independencia, pero siempre bajo la protección económi­ca del Estado.

Se ha advertido en los últimos tiempos un notorio debi­litamiento de las partidas oficiales para atender las necesidades de la cultura. Con un presupuesto de 500 mi­llones, el actual, apenas se pueden sufragar gastos ele­mentales. Se salta a 1.300 millones en el presupuesto del año entrante, lo que significa un avance significativo, aunque de todas maneras la contribución es anémica. No lle­ga al uno por ciento del presupuesto total de la nación.

La cultura no puede continuar siendo la gran deshere­dada de los gobiernos. No puede funcionar como entidad de beneficencia. Pueblos avanzados son aquellos que estimulan la creación, buscan y defienden las raíces espirituales del pueblo, preservan el patrimonio común de la nación. Al Estado le corresponde no sólo promover las actividades culturales sino convertirse en patrocinador de quienes con­sagran su vida al cultivo del arte.

No se concibe un pueblo grande sin escritores y poetas. Ellos, los supremos memorialistas del tiempo, son quienes rescatan para la posteridad las lecciones de la historia; quienes se meten en el alma de la gente para traducir sus angustias y esperanzas; quienes se vuelven brújulas de la humanidad y le proponen las metas del progreso. Sin artistas no habrá nación culta. Los pueblos incultos están condenados al fracaso. Pensemos por un momento en Grecia, la nación más desarrollada de la antigüedad, gra­cias a sus escritores y poetas, que dejó para el mundo pirámides de civilización.

Colcultura, que nació en el gobierno del doctor Car­los Lleras Restrepo (como tantas obras suyas de verdade­ra proyección), ha cumplido una vasta labor. Siempre es­casa de recursos –más cuando algunos gobernantes no saben entender la trascendencia de la cultura–, ha salido ade­lante en su papel de orientadora de las inquietudes cul­turales de la patria.

Bajo su auspicio se han fundado numerosas casas de cultura en la provincia; se ha prote­gido el patrimonio aborigen; se ha impulsado el arte dra­mático; se ha estimulado la pintura; se ha creado mayor vocación musical; se han rescatado valiosos libros de la literatura nacional y se ha favorecido (en otros tiempos más que en los actuales) el nacimiento de nuevos escritores.

Todo eso ha sido importante, pero no suficiente. Falta mayor participación de la provincia. Es necesario que el país se descentralice culturalmente. Que los recursos pre­supuestales lleguen más a las masas. Que se regrese al libro popular, aquel de los tres pesos en su época, ideado por Jorge Rojas y que ha hecho más lectores en Colombia. El reparto cultural debe ser más pródigo. La cultura debe ser universal, jamás estrecha ni excluyente. Liliana Bonilla sabe interpretar tales urgencias en el  reportaje a que alu­de esta nota, en el que señala pautas claras y vigorosas para buscar mejores derroteros.

El Espectador, Bogotá, 28-XI-1988.

 

 

 

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Un motor de la cultura boyacense

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos saben que Javier Ocampo López, profesor uni­versitario, historiador y folclorista, es también músico. Es una faceta interesante que él divulga apenas entre amigos. Cualquiera diría que una perso­nalidad de tan rigurosas disci­plinas —presidente de la Aca­demia Boyacense de Historia, investigador profundo del género histórico en Colombia y prolífico escritor— no tiene tiempo para la música. En privado y en grupo de amigos Javier cultiva el arte musical como una terapia para su intensa actividad intelectual y es entonces cuando aparece un personaje ignorado para la ma­yoría: el músico de Aguadas.

Hace 30 años, antes de ingresar a la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, per­tenecía a la banda de Aguadas (Caldas), su tierra natal. Todas las semanas había retreta en la plaza del pueblo, romántico suceso que poco a poco ha venido extinguiéndose y que sólo se conserva en algunos sitios que no se resignan a dejar eva­porar tan bella tradición.

Aquella semilla musical que le quedó viva en el alma a Javier Ocampo López, y que él se ha encargado de acrecentar en alegres veladas caseras, explica su temperamento jovial y gene­roso. Tiene el músico, en efecto, un sentido amplio de la vida y así se dispensa con alegría a sus semejantes. Quien practica la música tiene corazón grande.

Así se explica la vocación de servicio que hay en Ocampo Ló­pez. Así se comprende el liderazgo que fue adquiriendo hasta convertirse en lo que es hoy: un motor de la cultura boyacense. Si he de emplear un símil, diría que él cayó parado en el departa­mento de Boyacá. No es fácil que un caldense, y sobre todo un músico resonante, se adapte a la vida tranquila de Tunja, ciudad de fríos y silencios, de rezos y monasterios.

Pero este paisa trotamundos, nacido para ser culto y ejercer liderazgo, entendió que Tunja era el lugar preciso para cumplir el llamado de su corazón. Se encontró con gente sencilla y bondadosa y poco a poco penetró en la simplicidad del boyacense. Compenetrado con el medio y con el hombre, ahí se quedó. Se hizo querer de la gente y terminó siendo un boyacense más.

Hoy Javier es el máximo con­ductor de la cultura regional. Le duele la tierra que le dio albergue y cariño. Por ella lucha, por ella trabaja todos los días, hacia ella están dirigidos casi todos sus li­bros. En las calles de Tunja se mueve como una abejita en constante producción. Allí ha realizado una obra extensa, que ya pasa de los treinta libros.

Obra valiosa, nacida de sus des­velos como sociólogo, historiador y folclorista de la raza boyacense. Es de los escritores que más han penetrado en la esencia de la región. Sus libros, acogidos por colegios y universidades, son textos necesarios para entender la evolución y la importancia de esta comarca rica en hechos his­tóricos y en valores intrínsecos.

Su tesonera labor como di­vulgador de las calidades boyacenses lo señala como el más di­námico dirigente de Boyacá. Si la cultura es lo que queda, Javier Ocampo López ha sembrado la semilla de eternas cosechas. La cultura siempre estará por encima de la política mal ejercida. Cuando el pueblo se desculturiza, va camino del abismo y la disolución.

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El departamento reconoció, en buena hora, la vasta labor ade­lantada por este caldense em­prendedor que le puso música y nervio a Boyacá. Y lo proclamó como hijo adoptivo de la tierra. Título de honor que, por lo bien ganado, estimula el esfuerzo y el mérito de larga y fecunda travesía.

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1987.

 

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El último Torres Quintero

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la muerte de Rafael Torres Quintero se extingue una raza de esclarecidos hijos de Boyacá que le dio a la República destacados inte­lectuales, políticos y militares. Al­guna composición extraña tenía esta familia para haber formado dentro de los mejores preceptos ciudadanos y morales, a la par que dentro de exi­gentes disciplinas humanísticas, la que en Boyacá se conoce como la dinastía de los Torres Quintero.

Hombres rectos, batalladores y dueños de especiales atributos hu­manos, los unos encauzados en su vocación militar o política y los otros entregados al noble postulado de las letras, ocuparon todos notables figuraciones en los escenarios del de­partamento y del país. Tenían un común denominador: su don de gentes. Les gustaba la vida pulcra y refinada, y lo mismo que huían de la ostentación y la vanidad, rechazaban los modales prosaicos y las conductas envilecedoras. Esto marcó en ellos una personalidad superior y por eso descollaron en la sociedad y además supieron inyectar en sus descen­dientes los mismos principios de bien.

Todos, sin excepción, cultivaron la mente. Tengo a la vista una magnífica página del jesuita Manuel Briceño Jáuregui que habla de Ro­berto como «el general humanista». Fue él, en efecto, un general de vasta cultura. Y ocupó cargos tan impor­tantes como director de la Escuela de Policía General Santander, gober­nador del Tolima y secretario privado del Ministerio de Guerra.

Luis, el político, gobernador de Boyacá y senador de la República, fue en su época el líder público más aventajado de su departamento. Nacido para caudillo, había apren­dido el arte de conquistar adhesiones con el empleo de la simpatía y la in­teligencia.

Guillermo, el poeta lírico de la angustia, el amor y la melancolía (autor del célebre poema Señora, la muerte), murió cuando sólo contaba 28 años. De sus horas bohemias, cuando la bohemia era en realidad un ejercicio intelectual, salieron ar­dientes estrofas transidas de dolor y romanticismo, como ésta: “La luna entre mi vaso se ha caído, / y en mi dolor, que a tu dolor se aúna, / como una amarga pócima de olvido / de un solo sorbo me bebí la luna”.

Eduardo, muerto en 1973, fue el caballero andante de la cultura de Boyacá. Hombre polifacético y de matices desconcertantes, alternaba como crítico literario, académico, poeta, prosista u orador, y era al mismo tiempo censor implacable de los vicios públicos y defensor ve­hemente del patrimonio histórico de su Tunja colonial. Sus escritos eran impecables a la luz de la gramática y de la estética. Se quedó como leyenda en la historia de un pueblo.

Muere ahora Rafael. El último de­ los Torres Quintero. Nacido en Santa Rosa de Viterbo en 1909. Codirector del Instituto Caro y Cuervo y vicepresidente de la Aca­demia Colombiana de la Lengua. Toda una autoridad como gramático y lingüista. Practicó siempre la modestia. Virtud preponderante de su raza. Era hombre silencioso, al igual que su hermano Eduardo, tal vez por tener muy bien sabido que el alboroto nunca ha sido fecundo.

Su discreción personal y la auste­ridad de su vida, que caminaban parejas con la dignidad y el sentido de la amistad, le imprimieron gran categoría humana. Alejado de va­naglorias, no parecía a simple vista el prohombre del talento y la ciencia que hoy reconoce España, la madre de nuestro idioma. Deja obra perdurable, plasmada en numerosos libros, investigaciones, artículos y ensayos.

La trascendencia de los Torres Quintero queda sembrada en lo más profundo del alma boyacense. Ellos han vuelto a la tierra, y la tierra conservará sus nombres. Su tránsito humano no fue estéril, como el de tanto ser opaco y fugaz, sino creativo y luminoso, como es la causa de los hombres grandes.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1987.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, abril de 1987.

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