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El último Torres Quintero

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la muerte de Rafael Torres Quintero se extingue una raza de esclarecidos hijos de Boyacá que le dio a la República destacados inte­lectuales, políticos y militares. Al­guna composición extraña tenía esta familia para haber formado dentro de los mejores preceptos ciudadanos y morales, a la par que dentro de exi­gentes disciplinas humanísticas, la que en Boyacá se conoce como la dinastía de los Torres Quintero.

Hombres rectos, batalladores y dueños de especiales atributos hu­manos, los unos encauzados en su vocación militar o política y los otros entregados al noble postulado de las letras, ocuparon todos notables figuraciones en los escenarios del de­partamento y del país. Tenían un común denominador: su don de gentes. Les gustaba la vida pulcra y refinada, y lo mismo que huían de la ostentación y la vanidad, rechazaban los modales prosaicos y las conductas envilecedoras. Esto marcó en ellos una personalidad superior y por eso descollaron en la sociedad y además supieron inyectar en sus descen­dientes los mismos principios de bien.

Todos, sin excepción, cultivaron la mente. Tengo a la vista una magnífica página del jesuita Manuel Briceño Jáuregui que habla de Ro­berto como «el general humanista». Fue él, en efecto, un general de vasta cultura. Y ocupó cargos tan impor­tantes como director de la Escuela de Policía General Santander, gober­nador del Tolima y secretario privado del Ministerio de Guerra.

Luis, el político, gobernador de Boyacá y senador de la República, fue en su época el líder público más aventajado de su departamento. Nacido para caudillo, había apren­dido el arte de conquistar adhesiones con el empleo de la simpatía y la in­teligencia.

Guillermo, el poeta lírico de la angustia, el amor y la melancolía (autor del célebre poema Señora, la muerte), murió cuando sólo contaba 28 años. De sus horas bohemias, cuando la bohemia era en realidad un ejercicio intelectual, salieron ar­dientes estrofas transidas de dolor y romanticismo, como ésta: “La luna entre mi vaso se ha caído, / y en mi dolor, que a tu dolor se aúna, / como una amarga pócima de olvido / de un solo sorbo me bebí la luna”.

Eduardo, muerto en 1973, fue el caballero andante de la cultura de Boyacá. Hombre polifacético y de matices desconcertantes, alternaba como crítico literario, académico, poeta, prosista u orador, y era al mismo tiempo censor implacable de los vicios públicos y defensor ve­hemente del patrimonio histórico de su Tunja colonial. Sus escritos eran impecables a la luz de la gramática y de la estética. Se quedó como leyenda en la historia de un pueblo.

Muere ahora Rafael. El último de­ los Torres Quintero. Nacido en Santa Rosa de Viterbo en 1909. Codirector del Instituto Caro y Cuervo y vicepresidente de la Aca­demia Colombiana de la Lengua. Toda una autoridad como gramático y lingüista. Practicó siempre la modestia. Virtud preponderante de su raza. Era hombre silencioso, al igual que su hermano Eduardo, tal vez por tener muy bien sabido que el alboroto nunca ha sido fecundo.

Su discreción personal y la auste­ridad de su vida, que caminaban parejas con la dignidad y el sentido de la amistad, le imprimieron gran categoría humana. Alejado de va­naglorias, no parecía a simple vista el prohombre del talento y la ciencia que hoy reconoce España, la madre de nuestro idioma. Deja obra perdurable, plasmada en numerosos libros, investigaciones, artículos y ensayos.

La trascendencia de los Torres Quintero queda sembrada en lo más profundo del alma boyacense. Ellos han vuelto a la tierra, y la tierra conservará sus nombres. Su tránsito humano no fue estéril, como el de tanto ser opaco y fugaz, sino creativo y luminoso, como es la causa de los hombres grandes.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1987.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, abril de 1987.

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