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Archivo para lunes, 3 de octubre de 2011

La vivienda 300.000

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es la vivienda uno de los mayores problemas que afronta el hombre. El mundo moderno se caracteriza por la escasez de los elementos básicos para la subsistencia, ante el asedio de una población que crece des­mesura y torna in­suficientes tanto el espacio como los artículos de consumo. El hombre, enfrentado a la aguda competencia que sig­nifica abrirse campo entre el planeta cada vez más estrecho, sabe que la vivienda, y sobre todo la propia, representa una de sus más importantes con­quistas y que mayor seguridad le aporta.

El ciudadano medio de Co­lombia, acosado de necesidades como consecuencia del verti­ginoso costo de la vida, mira con incertidumbre el porvenir cuando sus ingresos, triturados por la inflación implacable, apenas alcanzan para medio vivir. Es privilegio el poseer techo propio, así sea de modestas condiciones.

Una residencia en cualquiera de las poblaciones del país es algo utópico para la mayoría de los colombianos, porque su precio no se halla al alcance de los presupuestos corrientes. Al volverse inac­cesible la vivienda y para muchos imposible, las entradas se desintegran con el solo pago del arrendamiento, que se con­vierte en uno de los renglones más especulativos y de mayor incidencia en el costo de la vida.

Es cierto que las firmas urbanizadoras vienen acometien­do ambiciosos planes para re­mediar esta necesidad, pero apenas dan abasto a un mínimo de solicitudes frente a la de­manda de grandes núcleos de población. Vale la pena men­cionar aquí el aporte que hace la empresa privada, y aun la oficial, en concesiones para sus empleados con créditos a largo plazo destinados a esta fina­lidad. Los sindicatos deberían dejar de lado tanta hojarasca con que exageran sus pliegos de peticiones, para defender pun­tos como este, de auténtico con­tenido social.

Debe celebrarse, por eso, la en­trega que acaba de hacer el Ins­tituto de Crédito Territorial de su casa número 300.000.

Es simbólica la ocasión para recordar que esta agencia del Estado, sin duda una de las más sólidas herramientas de redención social, cumple papel trascendental en la bús­queda de tranquilidad para los hogares pobres.

Para nadie es secreto que los planes multifamiliares que viene adelantando el Instituto de Crédito Territorial represen­tan, por su economía y también por su adecuación, la fórmula ideal para la mayoría de las familias. De no existir este medio, las clases populares no resistirían el impacto de tantos desequilibrios y se convertirían en factor de peores trastornos públicos. La seguridad de la familia debe ser el primer ob­jetivo de cualquier Gobierno, para que su gestión sea bené­fica y no se conforme con mirar de soslayo los problemas, sin curar de verdad las heridas.

No puede desconocerse la valiosa contribución que ha con­seguido el Gobierno  para disminuir la escasez de vivien­da. Es uno de sus mayores logros, y el que obtiene del pueblo unánime reconocimiento. Si en otros terrenos los resultados son controver­tidos, en este no existe duda. No puede haberla, si de las 300.000 casas construidas a lo largo de 38 años, 100.000 per­tenecen a la actual adminis­tración.

Se anota éxito indiscutible el doctor Pedro Javier Soto Sierra, gerente de la entidad, gracias a cuyo dinamismo y eficiencia se ha multiplicado la vivienda popular. Su ejemplo merece ser destacado como es­tímulo y reto para quienes dejan pasar la oportunidad de los cargos sin comprometerse en obras de utilidad. No nos desalentemos del todo ante los afanes del momento, cuando tantas energías se consumen en cosas inútiles, a la vez que exis­te tanta irresponsabilidad en el manejo de los asuntos públicos, si detrás de  bambalinas, en posiciones altas y pequeñas, quedan y quedarán gentes honestas y trabajadoras con verdadero sentido de servicio.

El Espectador, Bogotá, 7-IX-1977.

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El gigantismo

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El adelanto tecnológico es un mal que todo lo invade. Digo que se trata de un mal, aunque esta fiebre esté creando insospechados avances científicos, pues es tan atrevida su audacia que fue capaz de despersonalizar al hombre.

Suena a ironía que el hombre, poseedor de la ciencia que está transformando a la humanidad, deba someterse a ser dominado por ella. Grandes complejos industriales y empresas de toda índole surgen del vértigo que pretende desarmar al andamiaje anterior para entronizar el imperio de lo ostentoso, lo mágico y lo inve­rosímil.

Vivimos deslumbrados por la irrupción de la técnica capaz de trasladar edificios enteros y que pone en fun­cionamiento lo mismo increíbles naves aéreas que computadores y cerebros de desconcertante sabiduría.

Por primera vez la mente del hombre, que antes se creía única para manejar el laberinto de los números, se ve sustituida por aparatos que disparan soluciones con solo oprimir unas teclas. Hoy no se conciben herramientas menudas, ni caminos pausados, ni edificios moderados, porque la ciencia, que es vanidosa, pretende medirlo todo en términos descomunales que impresionen y aplasten la arrogancia del hombre, el más orgulloso de todos los animales, sobre todo cuando le da por ser irracional.

Es la eterna lucha entre el ser humano, autor de todos los avances de la civilización, y la tecnología, que se vuelve asombrosa y hasta absurda y que en no pocas ocasiones se voltea contra su propio inspirador para fustigarlo y abatirlo.

Las obras se planean dentro de marcos descomunales y en su ejecu­ción se consumen dinerales que casi siempre se quedan cortos. El país, al igual que el mundo, sufre de una enfermedad de los tiempos modernos que se llama gigantismo. Nuestros vistosos y deformes institutos descentralizados son, en su mayoría, producto de ambi­ciones desbordadas que han querido abarcar tanto y tan de prisa, que terminaron engendrando monstruos sin pies ni cabeza.

Las grandes ciudades del país, donde el hombre es cada vez más insignificante, no se conforman con vivir dentro de límites ra­zonables. El campesino, apegado antes al rastrillo y productor de riqueza, se deja tentar por los halagos de la ciudad y cambia la placidez rural o aldeana por la mentira urbana. La vocación agrícola de Colombia desvía su destino, no con­tenta con la prosperidad de las tierras, y ocasiona inmensos traumas a una economía que es campesina por excelencia.

Los proyectos menores no se acometen porque nos acostumbramos a pensar en términos exagerados. Es el actual un mundo ampuloso que ignora la simplicidad y forja despropósitos. Las «sinfonías inconclusas», que significan un vergonzoso itinerario de derroche e irresponsabilidad, claman por una rectificación a la locura colectiva que se apoderó de la época. Es preciso que se frenen los intentos descabellados. El gigantismo le hace mal a Colombia. Solo así podrá edificarse un futuro más sensato.

El Espectador, Bogotá, 12-IX-1977.

*  *  *

Comentario:

El Espectador publica tu artículo El gigantismo que comparto íntegramente. Y evoco nuestra apacible aldea tunjana de los años cincuenta. Jaime Jaramillo Cogollos, Bogotá.

La ausencia de Bolívar

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lenta ha resultado la remodelación de la Plaza de Bolívar de Armenia. Desde hace varios años se trabaja sobre un programa más o menos definido sin que logre llegarse al final. Viejas casonas han ido desapareciendo como consecuencia de una nueva concepción urbanística, y han surgido, en su remplazo, modernas construcciones que hablan de un futuro diferente.

En una de las esquinas se levantó el edificio del Banco Central Hipotecario, concebido con líneas dinámicas y sobrias a la vez, que contribuyó al ornato de la plaza. En otro ángulo se reconstruyó el edificio que ocupa la oficina de Valorización Municipal, que fue y sigue siendo criticado por la forma como se gastaron los dineros oficiales. La torre del Palacio Departamental creció precipitadamente, acaso más de la cuenta, y se quedó de pronto detenida por falta de presupuesto. Es una obra más del vertiginoso empuje en su arranque inicial, como tanto proyecto del país, que ojalá logre coronar su meta.

La catedral es otra sinfonía inconclusa, si bien no se financia con dineros públicos. Desde hace varios años los trabajos permanecen suspendidos o no se aprecian por su excesiva lentitud. Una de las alas está sin concluir y el enlucimiento interno se encuentra estancado. La zona verde proyectada nunca ha aparecido, y el conjunto, entre tanto, se muestra borroso porque se quedó cojo. Algunas casas antiguas y un lote vacío y ocioso parecen resistirse a la transformación.

Un día le pusieron baldosas a la plaza y esta se ensanchó a simple vista. Le sembraron algunos árboles, le pusieron unas bancas y hasta le improvisaron extraños faroles en vísperas de la visita presidencial. Dentro de este afán también fue removida la estatua de Bolívar. Los armenios apenas se dieron cuenta de que había desaparecido cuando notaron el sitio vacío.

Bolívar, que durante largos años había presidido la quieta solemnidad de la plaza, quedó de repente desplazado de su lugar más auténtico, porque todo se estaba modernizando. Lo llevaron a lugar discreto, donde la gente ya no lo visita. Y allí, en pleno centro de la plaza remodelada a medias, se extraña la ausencia del genio que libertó a cinco naciones y que parece condenado al olvido.

Falta que Bolívar llegue de nuevo al corazón de la plaza. Que se note en la conciencia de la ciudad. Los gobernantes, políticos y ciudadanos necesitan acordarse de Bolívar. El ojo vigilante del héroe se echa de menos cuando navegamos en medio de corrupciones, impurezas y frivolidades. En estos tiempos agitados y livianos urge que Bolívar penetre al corazón de la ciudad.

Satanás, Armenia, 3-IX-1977.

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Catorce mil vehículos

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los registros municipales indican que Armenia tiene 5.000 vehículos. La verdad, con todo, es bien diferente. La ciudad que crece a uno de los ritmos más acelerados del país, sin la necesaria planeación. Cuando no se calcula bien el porvenir, los problemas se desbordan y frenan el ritmo que, de otra manera, sería manejable.

La ciudad tiene alrededor de 14.000 vehículos en circulación, o sea que la mayoría no paga aquí sus impuestos. Respetable planta automotora que se desplaza atropelladamente por nuestras calles, creando grandes nudos y deteriorando las vías.

Cuando todo el sistema de transporte debe movilizarse por las calles céntricas a falta de variantes que permitan agilizar la circulación, las dificultades aumentan en forma desproporcionada. Bien se nota que por más empeños que se han desplegado para corregir el caos del transporte las soluciones son inadecuadas.

La reparación de vías no se acomete con la efectividad necesaria para mantener la ciudad en buena presentación. A más de que el municipio registra un déficit crecido a raíz del crónico desequilibrio entre los ingresos y los egresos, acusa descuido en analizar ciertas tendencias, como las del transporte.

Hace mucho tiempo que Armenia dejó de ser la ciudad de 5.000 vehículos. Buena parte del equipo rodante está matriculado en otras poblaciones, con sacrificio de nuestras rentas municipales. Existe, por lo tanto, evasión de impuestos.

A esto hay que buscarle explicación. Parece que muchos propietarios matriculan sus vehículos en lugares próximos ante las dificultades que se encuentran aquí en las dependencias de Circulación y Tránsito.

El exceso de requisitos, la lentitud en los trámites, la poca amabilidad del personal son circunstancias que vale la pena revisar para saber si el público prefiere otros sitios donde se le atiende mejor.

Los 14.000 vehículos que ruedan por nuestras calles son demostración inequívoca de una ciudad en pleno crecimiento. El problema sería menor si la ciudad contara con periferias sufi­cientes. La preferencia que los ciudadanos tienen hacia otros sitios donde ponen menos trabas y ganan más señala que aquí sucede algo anormal.

Satanás, Armenia, 27-VIII-1977.

 

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Otro caballero a bordo

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Swann en El Espectador

 Por: Gustavo Páez Escobar

El regreso del escritor Eduardo Caballero Calderón a las páginas de El Espectador es un hecho que los lectores reciben con gran complacencia.  Significa un acontecimiento para la casa periodística el volver a contar con la colaboración do uno de los talentos más destacados del país, conocido no solo dentro de nuestras fronteras como escritor prolífico, sino además admirado por fuera de ellas.

La vida del insigne colombiano es motivo de orgullo para un país que parece en ocasiones perder el sentido de sus actos cuando se olvida de la tradición culta y moral que ha sido, y que ojalá continúe siéndolo, el alma de nuestro pueblo. Hay que rendir honor a las personas que a pesar de la descomposición de los tiempos se mantienen íntegras en su dignidad y no permiten que la conciencia se desintegre en medio del vendaval de nuestros días.

Novelista de aquilatado prestigio que ha llevado a otros confines el nombre de Colombia como tierra culta, a la par que ensayista y crítico de las desviaciones que ocurren en los manejos públicos, su nombre es garantía para la inteligencia y el honor del país.

Más que el profundo pensador que se ha detenido a escrutar el alma del campesino y que en sus obras, numerosas y penetrantes, lo rescata del olvido y le restaña las heridas, quiero ver ahora en Eduardo Caballero Calderón al luchador vigilante que no se conforma con la mediocridad y mantiene el alma y la pluma rebeldes contra la descomposición social.

Ayer, nada más, lo veíamos empuñar sus armaduras para defender sus principios y reafirmar su categoría moral en momentos que consideró impropios para su trayectoria de escritor independiente. Ojalá no suene a ditirambo –que no se busca ni se necesita– el afirmar que la vida ética de Eduardo Caballero Calderón no ha conocido eclipses y aun en circunstancias precarias ha sabido resguardar su decoro a toda prueba.

Dueño de prosa vigorosa y diáfana, la ha utilizado no solo para crear personajes y paisajes que se incrustaron en nuestra historia literaria, sino para censurar las equivocaciones oficiales. Su pluma, que en el pasado se deslizó por las tierras anchas de Castilla y descubrió en ellas un venero de inspiración, creó a Tipacoque, pueblo que se levanta maltrecho y adolorido en medio de desesperanzas y frustraciones. Caballero Calderón ha paseado su imaginación por las laderas de ese pueblo literario y real y ha hecho brotar allí al hombre, el sempiterno personaje agobiado por olvidos y privaciones que necesita quien lo redima.

Reconforta el retorno de este caballero victorioso a la casa de los Cano, que dignifica la soberanía del espíritu. Habrá que insistir, una y otra vez y hasta el cansancio, que no es posible preservar la libertad de los pueblos y las virtudes ciudadanas si desaparecen los valores morales que los tiempos tratan de ignorar.

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1977.

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