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Archivo para domingo, 9 de octubre de 2011

El hombre y el fuego

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Concejo de Armenia acaba de aprobar el horno crematorio. De ahí a ponerlo en funcionamiento dista mucho tiempo. Antes habrá que vencer explicables temores religiosos y humanos. Pero el hecho es elocuente en cuanto rompe la tradi­ción y desafía a los usureros de la muerte.

El pueblo es el supremo legislador. Nunca será sabio ignorar la opinión popular. La idea, algo extravagante, encontró arraigo por el  rechazo que existe al abuso de las funerarias. La reacción salió a flote en todos los estamentos sociales y hasta los ricos se quejaron de las altas tarifas, en las que está comprendido el costo de la tierra. Si se hace bien la cuenta, el ataúd de $ 10.000 o $ 15.000 no consume arriba de $ 1.000 en madera. El so­breprecio es de la especulación. Y es que la vanidad cuesta.

Morirse, que es trance ma­cabro, se ha vuelto suplicio económico para los familiares. En la cascada de gastos que no es fácil discutir y menos rechazar, estará siempre presente el oportunismo que medra al amparo del dolor, la ofuscación, el prurito social. El or­gullo obtiene allí su peor derrota. En la experiencia de Armenia, la gente dejó de pensar en asuntos religiosos, o mejor, los resolvió, para dilucidar con mente fría la parte monetaria. La idea se abrió campo al tomarse conciencia de que lo mismo es la inhumación que la cremación, y presentir que esta última es más «humana».

Quizás estemos lejos aún en la prác­tica del acto de la cremación. El camino, con todo, está allanado. La gente no se ha preparado para quemar a sus seres queridos, como ocurre sin rechazo en otros sitios de la tierra. La gente de Armenia le dio aprobación, sin pensarlo mucho, al horno crematorio, porque piensa que así se venga de las funerarias y todas sus arandelas.

Esta figura del fuego no resulta tan inapropiada para el desenlace de la carne. Si somos polvo, con más facilidad nos hacemos ceniza al impulso de las llamas. Si el fuego purifica los meta­les, con mayor facilidad devora los cuerpos. Es, además, un proceso higiénico. La misma tierra rechaza la podredumbre y se fertiliza con la ceniza. El organismo inerte, después de separado el espíritu, es cosa vana. El hombre merece, más que el metal, ser redu­cido a su exacta dimensión: a un puñado de ceniza.

El hombre es llama. Su corazón es una tea encendida, capaz de alumbrar y también de encegue­cer. Lleva fuego en los ojos, con los que ama y odia. La mujer, sen­sual y volcánica, es brasa que arrebata, enciende las pasiones y engrandece el sentimiento; pero también quema y destruye. El fuego es purificador y vengador al mismo tiempo. El hombre lo lleva adentro y suele vomitarlo sobre sus semejantes cuando maldice. Cuando ama, acrisola el corazón. Encontrarse con el fuego es cumplirle la cita al destino.

El Espectador, Bogotá, 27-VIII-1980.

 

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Hagamos periodismo

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando Hugo Palacios Mejía me invitó a colaborar con esta separata de La Patria que él dirige para el Quindío, sabía yo de antemano que iba a hacerse periodismo serio. La trayectoria y formación del distinguido hombre público garantizan el cumplimiento de pautas precisas y de imposible abandono, cuando en realidad se desea conseguir un trato digno con la comunidad. Escribir por escribir no sería norma respetable para atender el generoso llamado y hubiera sido preferible no aceptar el compromiso.

Bajo tales premisas ha nacido un periódico diario para el Quindío, escrito con preocupación por los problemas generales e inspirado en el ánimo de acertar. El periodismo, antes que canal de comunicación, que no podría dejar de serlo, representa una conciencia vigilante sobre la moral pública. Por eso mismo, debe ser crítico, único camino para reprimir los abusos, proponer soluciones y buscar el mejoramiento de la sociedad.

Esta postura crítica supone enorme responsabilidad. El periodismo, cuando lo es de verdad, debe poseer condiciones caracterizadas de probidad, recto juicio, solvencia moral y dominio del arte de la comunicación humana.

Ninguna de tales virtudes es ajena al director de la página del Quindío. Sabe Hugo Palacios manejar sus inquietudes con elegancia y firmeza, y quienes lo acompañamos nos sentimos obligados a desplegar  afán permanente para que esa norma no decaiga y sea el derrotero de cada momento.

Hacer periodismo no es labor fácil. Exige, fuera de razonable capacidad de discernimiento, mente independiente y serenidad en los juicios. No es lo mismo redactar la noticia que elaborar el editorial. Si se critica, el periodista debe primero preguntarse si tiene autoridad para hacerlo. Después  averiguará si sus puntos de vista son justos o solo obedecen a un afán personalista (algo detestable en el periodismo), y si posee la suficiente prudencia y el necesario respeto para debatir los asuntos públicos.

Es importante señalar que esta página del Quindío ha logrado despertar interés y en no pocos casos marcar guías de conveniencia general. No faltaba más que quien esto escribe, modesto garrapateador del periodismo, aunque tenaz y analítico, pretendiera arrogarse ninguna pretensión. Tiene, eso sí, el privilegio de poder estar en contacto con la región. Hablo por los demás para destacar que el Quindío ha encontrado su propio periódico, escrito por personas capaces.

La Patria estrecha así una unión más sólida con nuestro departamento. Quizás no todos han apreciado este hecho. El progresivo aumento en la circulación del diario demuestra que la ciudadanía está identificada con estas campañas que se adelantan con altura y ánimo constructivo por el progreso regional.

Hagamos, pues, periodismo. Hagámoslo con dignidad, con espíritu abierto, con intención noble y actitud respetuosa.

Demostremos garra para movernos en un campo intrincado. El egoísmo, la chabacanería, la pasión partidista, el ademán iracundo, la conducta ligera no podrán pertenecer a nuestros códigos.

La Patria, Manizales, 24-VIII-1980.

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La edad de las mujeres

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es fácil calcularle la edad a un hombre. Sólo basta contarle las arrugas. A los caballos se les miden los años en los dientes; a las mulas, en las magulladuras. También se puede calcular, sin mucho esfuerzo, la edad de un carro o de una casa. Pero en cuanto a las mujeres… ¡válgame Dios!

El lado más sensible de la mujer es su edad. Ella revelará más fácilmente el nombre de su amante que la fecha de su nacimiento. Es un secreto que guarda con celo y que se convierte en arma peligrosa cuando alguien lo vulnera. Cuídese, pues, el hombre de tocar los años femeninos, si no quiere exponerse a la guerra. Pero cuando lo haga, no se olvide de que uno de los mayores agasajos, acaso más que decirle que es bonita, es ponderar su juventud.

El marido nunca se aprenderá la edad de su mujer, por más grabada que la lleve en la memoria, ya que no hay fecha de nacimiento más variable. Por otra parte, no tiene sentido sa­bérsela, si el que envejece siempre es él. Es regla que nadie ha podido modificar.

Las mujeres nos llevan una ventaja indudable: mientras los años mascu­linos pregonan los desgastes de la vida, los femeninos se esconden, se remozan y retroceden, o por lo menos se detienen. Por eso alguien dijo que la mujer gasta cuarenta y cinco años en llegar a los treinta. Y es que ella, creada para ser un adorno de la naturaleza, no puede marchitarse.

Calcularle la edad a la mujer es una ciencia, fuera de un gran riesgo. Se necesitará una profunda sicología, pero no conducirá a nada, y es perju­dicial intentarlo. Debe llevarse muy bien sabido que la mujer es eterna­mente juvenil. ¿Para qué sacarle esa idea de la cabeza, si a nadie hace daño? Esas senectudes que vemos con el almanaque excedido, muy apuestas y hasta retadoras, nunca serán añosas, no se olvide: cuando más, las apariencias engañan, porque el alma se mantiene joven. ¡Y vaya alguien a decirlo contrario!

Si el caso es al revés, o sea, el del deplorable vejestorio que también siente el alma fresca, no sucederá lo mismo. El pobre ha sufrido mucho, se dirá con piedad. Para la dama, en cambio, aún cabe el piropo. ¡Tan bien conservada!,  es la frase precisa, y ahí queda todo resuelto. Ella sacará a relucir su garbo, y él, aporreado en la guerra, procurará no lastimarse más las heridas. ¿Ven una de las diferencias entre el hombre y la mu­jer, fuera de las descubiertas en el Paraíso Terrenal?

La edad de las mujeres es un tesoro que todos debemos cuidar. Creyéndose ella joven, es posible que también nos retoñe el alma. Óscar Wilde, que definió con pinceladas geniales a la mujer, argumentó: «¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo».

No es, entonces, embeleco cual­quiera este de que las mujeres continúen jugando a la dulce mentira de esconder sus años. No recordárselos es un principio de sabiduría. Pero si desea deshacerse de ella, no lo dude: cántele lo que más la irrita, y de pronto encímele algunos años, como para que nunca vuelva a determinarlo en la vida. La mujer vive, definitiva­mente, peleando con el calendario.

La pelea la volverá contra usted si es exacto en las cuentas, o incluso muy aproximado. Lo ideal, para ser galan­tes, es restar sin regateos.

Ellas tienen sus razones, y muy poderosas, para que no se les irrespete la incógnita de su eterna primavera. Mejor para nosotros, cuando nos sin­tamos atrofiados, encontrar un elíxir de vida. Todo depende de la audacia mental para halagar la vanidad fe­menina. Una de las claves del matri­monio consiste en mantener siempre una esposa joven. Bien es sabido que la edad es mental y no cronológica. Con este argumento las mujeres ganan sus batallas, y nosotros perdemos nuestras insolencias.

Después de conocer todas estas co­sas no me explico por qué al Estado, al hacer ciudadana a la mujer, le dio por pregonar su edad. Los votos se pierden porque la edad femenina no es para mostrársela a nadie.

A la mujer hay que dejarla así: indefinible, juvenil, misteriosa y op­timista… Permitámosle sus mentiras piadosas y no nos metamos con pro­blemas del tiempo si deseamos la paz. Será la mejor manera de engañarnos a nosotros mismos, ¡pero qué grato vivir por fuera del almanaque! Esto no es de ahora sino de siempre: la mujer es tan astuta, que a los años los hace añicos. Y también a quien pretenda decirle vieja.

El Espectador, Bogotá, 30-VIII-1980 y 7 de julio de 1986.
Mirador del Suroeste, N° 54, Medellín, marzo de 2015.

* * *

Comentarios:

Con relación a tu simpático artículo, recuerdo la vieja historieta de Pancho y Ramona, cuando estaba haciendo preparativos para su cumpleaños y al preguntarle Pancho cuántos cumplía, le respondió: 54. Al recordarle  Pancho que hacía 10 años  le había dado esa edad, le respondió Ramona candorosamente: “es que yo no soy de esas mujeres que hoy dicen una cosa y mañana otra”. William Piedrahíta González, Miami.

He leído con mucho placer esta nota sobre «La edad de las mujeres». Me he reído a montones. Es muy cierto todo este análisis que haces. Ejemplos muy cercanos a nosotros: jamás sabremos la edad de las primas Páez-Torres: entre los veranos y los inviernos tan cercanos al Ártico se conservan con una fresca sonrisa y unos cuerpos menuditos que cualquier chica envidiaría. Son intemporales, siempre presentes, siempre llenas de fina cachaquería y lo que más impresiona: ¡una energía envidiable! Colombia Páez, Miami.

¡Genial tu página!  Totalmente cierto. El cierre es inmejorable. El riesgo es volver «añicos» a quien pregunte la edad.  Nos ayudan mucho Elizabeth Arden,  Elena Rubinstein, la pestañina, etc. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Tema bastante álgido, aunque llega un momento de la vida  en que eso cambia y ya se revela el secreto con absoluta tranquilidad, sin mayores prejuicios y hasta con cierto orgullo por las metas alcanzadas, tanto en lo personal, como en lo profesional. Sin embargo,… que a mí no me pregunten: ¿cuántos años tiene? Ja, ja, ja… «Caprichos de mujer», dice un poema de Silvia Lorenzo. Inés Blanco, Bogotá.

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Un esfuerzo llamado Armenia

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Descuajando montaña y en lucha implacable contra las fuerzas de la naturaleza, los bravos con­quistadores pusieron su pie en tierra fértil. Se ha­bían tropezado con terrenos inhóspitos, contagiados de cieno y enfermedades, pero presentían que su fe compensaría las fatigas. Allá, muy lejos, había que­dado su Antioquia maternal, y como andariegos que buscaban otros horizontes para agrandar territorios y afirmar la raza, no le tuvieron miedo a lo incógnito. Siempre avanzando, las leguas de sus duras trave­sías se iban rindiendo a golpes de esperanza.

El caucho que pensaban descubrir se trocó por el hallazgo de tierras ubérrimas bañadas por riachue­los abundantes y mecidas por vientos frescos. Iban además en busca de los entierros indígenas, no­ción de riqueza que los empujaba a ser valientes para poseer los tesoros escondidos.

A su paso fueron fundando poblaciones como Aguadas, Pácora, Neira y Manizales. Eran volunta­des templadas en el rigor de los montes, que a nada le temían. Acaso se desgarraban sus carnes al ga­narle nuevos tramos a la naturaleza, pero bien sabían que era preciso seguir devorando distancias. La fe del montañero, de este arriero antioqueño que no na­ció para detenerse, no sabe de indecisiones. La cara­vana descubrió luego a Pereira y finalmente fundó a Armenia.

El Quindío, con sus encantos y sus secretos, se había abierto como una promesa. Terreno quebradi­zo, con hondonadas que cortan la monotonía e impri­men rasgos de naturaleza agresiva, sobre él se levan­tó la aldea. Era la aldea antigua, recortada y sin mayores pretensiones, que más tarde encontraría el milagro del café, grano mitad leyenda y mitad verdad que viajaría por mares y continentes prego­nando la prosperidad de la tierra y el temple de la raza. Y así fue creciendo el rústico poblado, silencio­samente, como una oración.

Más tarde, pero mucho tiempo después, los pa­cíficos moradores despertaron un día con la violencia a la espalda. Armenia, la niña bonita que habían consentido sus fundadores, se horrorizó al sentir que los campos, antes fértiles e inofensivos, ardían al conjuro de los odios. Era como si les ardieran las entrañas. Los plantíos gemían despavoridos y nadie lo­graba consolarlos. De la noche a la mañana el cielo había dejado de ser generoso. Los ríos se tiñeron de sangre, y ésta corría por las calles y los campos des­bordada como una vena rota. Las cruces que iba po­niendo la insania arrancaban la mata de café y borra­ban la lección de trabajo y hermandad que habían sembrado los valientes colonizadores.

Cuando cesó la horrible noche, ya estaba mutila­da una generación. El alma había quedado mustia. Yermos los campos y atrofiado el paisaje, to­do era desolación y espanto. En el silencio de las du­ras noches todavía resonaban los tiros asesinos, los últimos rescoldos del embrutecimiento. Huían las hordas siniestras, y los sorprendidos habitantes, que no conocían sino el trabajo honrado y la importancia de ser buenos, parecían despertar de una pesadilla.

Sobre esas cenizas fue imponiéndose la ciudad de hoy, esta Armenia recia y cabecidura que se pro­puso levantar sus fuerzas morales para derrotar el infortunio. El alma le dolía, pero había que engrande­cer el destino.  Una fisonomía diferente comenzó a erguirse en el paisaje. Llegaron otras concepciones y renacieron nuevos bríos. La quemada aldea dejaba poco a poco de ser la huérfana de la violencia y pasa­ba a ser la mimada del progreso.

Se había salvado, por fortuna, la raza batalla­dora y optimista que no iba a cesar en el empeño de reconstruir los escombros hasta borrar aquellas cicatrices de la insensatez. Gentes venidas de todas par­tes encontraron el sitio amable y hospitalario. La ca­lle soñolienta fue sustituida por la ágil avenida, y las viejas moradas comenzaron a ceder paso a modernas mansiones y airosos edificios.

Cuando el país se dio cuenta, ya estaba modelada la ciudad moderna. Era la ciudad del futuro, que había desafiado el pesi­mismo para ser modelo de superación. El poeta Va­lencia la había bautizado como la Ciudad Milagro. Y es que los poetas saben encontrar las palabras exactas.

Hoy se le mira con sorpresa y admiración. Es el centro pujante que avanza todos los días, como los tumbadores de montañas, y se encara a las dificultades propias de las fuerzas vigorosas. Armenia, con su crecimiento audaz y su urbanismo precoz, es un reto nacional Conforme la ciudad crece, hay nuevos problemas para resolver, pero una generación dis­puesta a todo no permite detenerse, si el futuro se muestra promisorio.

De la vieja aldea quedan pocos vestigios. Fue necesario remodelarla para cambiarle el alma. Los odios fueron vencidos y nació otra generación que mira de frente, con visión hacia el porvenir. Aquí está la raza fuerte que no se dejó derrotar porque tuvo alientos para vencer los obstáculos y encontrar el progreso. Pocos esfuerzos tan edificantes como el de esta ciudad que no deja en paz a los urbanizadores y que tiene sorprendido al país. Ya nada, ade­más, le impide ser esplendorosa y acogedora.

Caminos, Editorial Quingráficas, Armenia, 1982.

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El enredo de las vías

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Armenia se mueve prácticamente por dos carreras, la 18 y la 19. La una de ida, la otra de venida. Ambas desembocan en la 14, llamada Avenida Bolívar, en la parte alta de la ciudad. En algunos tramos echan mano de vías auxiliares para impulsarse o salir del atolladero. Como hay insuficiencia de ramales, los funcionarios de turno viven devanándose los sesos para tratar de hacer más veloz el tránsito.

Unas veces desplazan los vehículos por calles o carreras menores y los ponen a dar vueltas en busca de salidas más rápidas; otras, invierten el sentido de la 18 y la 19 (las mayores víctimas de la imprevisión municipal) y prueban lo mismo con la 13 y la 14, las que un día miran de una manera y al poco tiempo al revés.

Parece que manejar nuestras calles se ha convertido en verdadero acto de gobierno. Parece que siempre que se posesiona el alcalde o el director de tránsito, lo que primero piensa es en las calles, antes incluso de remover toda la nómina, y no simplemente en la calle, dentro del argot de la burocracia, a donde también llegarán en corto tiempo.

Aquí, donde el alcalde debería tener el mismo período que el presidente de la República para que lograra hacer algo, es donde me­nos tiempo tiene. El actual, muy bien intencionado y con de­seos de hacer obra, como todos, aca­ba de llegar y ya está preparando las maletas, porque dicen que en enero se acabará la paloma.

Hoy hubo de nuevo cambio de vías, precedido de la persistente advertencia para que el desprevenido transeúnte no quede de pron­to incrustado contra el vehículo que camina en contravía. Esto de cambiar los hábitos es desastroso, y más cuan­do el mal se vuelve recurrente. El funcionario que ordena, llámese alcalde o director de tránsito, aplica su sabiduría para corregir lo que supone defectuoso v termina enredando más el ovillo El que lo sucede rectificará la medida, con peores resulta­dos.

Consecuencia: la ciudad infartada. Lo cierto es que Armenia no tiene vías, y punto. Es ciudad embotellada. Nos estamos ahogando entre este montón de vehículos que complicaron, sin ser responsables, la vida del lugar antes apa­cible.

Los planeadores se dejaron ganar de las calles. Acaso lo primero que deben calcular las autoridades es el problema de la circulación. Alguien di­jo que después del lenguaje el mejor  invento del hombre es la ciudad. Este concepto de ciudad supo­ne la adecuación de servicios para que el hombre respire, deambule y se sienta cómodo.

Es todo lo contrario de lo que hoy ocurre. El habitante urbano no respira, porque las impurezas del ambiente lo man­tienen medio ahogado; no camina, porque el enjambre de peatones y vehículos lo intercepta a cada instan­te y amenaza desintegrarlo; y menos va a sentirse cómodo, rodeado de ruidos, motos, locos, marihuaneros y atracadores. La vida urbana, cada vez más sofocante, es uno de los mayores verdugos del hombre. Per­dónenme los políticos si les digo que su mayor compromiso es el de hacer vivible la ciudad. ¿Por qué han falla­do?

Digamos, en síntesis, que las ca­lles de Armenia se volvieron un rom­pecabezas que nadie consigue armar. Los alcaldes y los directores de trán­sito continuarán reacomodando las flechas en las esquinas y lanzando pe­lotones de muchachos para que ad­ministren el infarto del tránsito, pero el problema seguirá vivo. Hay que encontrar la ciudad racional, la que se nos fue de las manos, y no sólo a los políticos, sino a todos. Esto no es fácil de lograr cuando las cosas han cogido ventaja.

La Patria, Manizales, 26-VIII-1980.

 

 

 

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