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Archivo para martes, 11 de octubre de 2011

El suplicio del ruido

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las características de la vida moderna está en la forma desajustada y estrepitosa con que se actúa. Caminamos de afán y haciendo alboroto. A nuestro lado la atmósfera repercute con pisadas grandes. El hombre perdió la moderación y prefiere el alarido. No habla con suave tono y expresión calmada, porque la impaciencia se le ha metido en el cuerpo como un diablo arrasador.

La ciudad es el mejor símbolo del desasosiego. Andamos como sobre un ruido intermitente. Las fábri­cas, los vehículos, los altoparlantes, los pregoneros de mercancías, la invasión de motos están acabando con el sistema nervioso. Al siquiatra no se va tanto por males de la conciencia como por desgastes de la sensibilidad. No quiere admitirse que el oído es una de las ventanas del alma, y por eso, cuando éste falla, las inti­midades del ser se conturban. Cuando el medio ambiente es desaforado, el alma se alborota y pierde su papel regulador de las emociones.

Vivimos en un mundo de sordos. Así parece. Todos hablan duro, a voz en cuello. El ruido está destruyen­do no sólo las concavidades del centro auditivo, sino la paz de las ciudades. Antes había poblaciones tranqui­las. Ahora la bulla es el signo común. Este monstruo de nuestros días todo lo desajusta y arruina. Al hombre se le olvidó que el mejor lenguaje se expresa a media voz. La tecnología va de prisa, con arrebato, sin tiempo para el reposo. Somos  víctimas de la velocidad. La ciencia nos desarticuló el alma.

Entramos a la época del frenesí, del grito, de la salsa. El planeta se reduce a contorsiones y estridencias. Es un mundo de locos. Nos amenaza la explo­sión absoluta, el caos. De todos los sitios sur­gen sonidos desapacibles, sofocos, angustias, bullicios.

Al mundo, antes que siquiatras, le faltan amortiguadores. El siquiatra es causa de la insensatez. El hombre no quiere recogerse en sí mismo, aislarse del mundanal ruido de que habla el poeta. La neurosis es uno de los productos más drásticos del ruido. Y pretendemos buscar otras expli­caciones.

Los desajustes matrimoniales nacen de la fal­ta de tranquilidad hogareña. Los matrimonios carecen de armonía en muchos aspectos, pero sobre todo en los sonidos. Marido y mujer se hablan a pleno pulmón. El pobre esposo, fatigado de la correría diaria entre sirenas y motocicletas, entre alharacas y chirimías, llega al hogar y no encuentra un sitio apropiado para sosegar la mente. Como está con el ánimo destemplado, las emprenderá a voces con su media naranja, que tam­bién vive sometida a las tensiones del teléfono, de la olla pitadora, de la puerta sin engrasar, del locutor rechi­nante o de la doméstica que cuenta sus secretos a gritos.

Si las ciudades combatieran el ruido callejero y los ho­gares cuidaran el reposo en sus cuatro paredes, habría menos conflictos y menos neuróticos. Ganarle la carrera al ruido debería ser el mayor afán del momento.

La Patria, Manizales, 16-XI-1980.

 

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Los sucesos del Concejo

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el Concejo de Armenia no sucedió nada diferente a ejercer las reglas de la democracia. No se ve, enton­ces, razón válida para que unos grupos políticos se enfurezcan por haber perdido el dominio de la corporación, y pidan la cabeza del Gobernador, atribuyéndole maniobras que él, como funcionario público, no podía practicar. Si el grupo a que pertenece hizo coali­ción con otras fuerzas también respetables, y entre ellas impusieron la mayoría, esto es ni más ni menos que adelantar estrategias que todos tienen libertad de bus­car.

Cabe decir que proponer no es obligar. En la misma forma que los llamados grupos tradicionales hicie­ron tolda aparte para apoderarse del Concejo, y no lo consiguieron, los restantes formaron una votación más amplia y son los que dirigen hoy la corporación. Pero no son los puestos lo importante. Lo que en realidad vale es lanzar ideas novedosas en beneficio de Armenia. Parece que a  muchos concejales les dolieran más las posiciones que el servicio a la ciudad.

La esencia de la democracia consiste en que las decisiones obedezcan a la voluntad mayoritaria de la opinión pública. Mucho le temen los pueblos a las dictaduras y estas se imponen cuando se desconoce el libre acceso a estas reglas sanas que, en el caso del Concejo de Arme­nia, consisten en unirse para estructurar hechos positivos.

En Armenia se ha perdido mucho tiempo. El Concejo ha estado casi siempre en las mismas manos, con ligeros cambios. Entre tanto, viejos vicios agotan la paciencia de la ciudad frenada en su desarrollo. Se necesitan nue­vos enfoques. La opinión pública urge por que se trabaje con vigor a fin de lograr la evolución que se requiere.

Las principales urgencias del momen­to son agua, luz y alcantarillado. Este solo programa sería suficiente, pero además faltan vías, teléfo­nos, semáforos, aseo y, en una palabra, urbanismo progresista. No debe perderse el tiempo en cambiar empleados y remover la estructura que pasado mañana, por las mismas reglas de juego, volvería a desmontarse. ¿Con quitarles el pan a unas humildes familias se consegui­rán los remedios que pide la ciudad?

Cuando dejemos el sentido burocrático con que por desgracia se obra desde todos los frentes, se habrá dado el paso saludable de anteponer a la rebatiña de los puestos públicos el servicio a la comunidad.

Bienvenidos sean los nuevos dignatarios del Concejo si ellos presentan reales soluciones. Lo que importan no son las personas sino los resultados. De todas mane­ras, vemos importantes figuras de las que mucho espera la ciudadanía. Ojalá el Concejo dé en el clavo. An­tes que pedir la cabeza del Gobernador, se debería preparar la visita del señor Presi­dente de la República. De ese hecho han de derivarse auxilios y soluciones para el desarrollo regional.

La Patria, Manizales, 8-XI-1980.

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Un ciudadano honrado

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Carlos Alberto Manzur hizo de la hon­radez una norma de vida. La defendía a como diera lugar y nunca se doblegó ante los halagos corruptores. Lo mismo que la practicaba, la exigía. Trajinan­do por el mundo enmarañado de los negocios de banco, donde más se re­quiere consistencia moral, combatió con decisión la deshonestidad y frenó no pocas ambiciones.

Fue en Armenia gerente de la Caja Agraria, y en Pereira, de los Bancos Industrial Colombiano y Santander. En esta última ciudad lo sorprendió la muerte, a la temprana edad de 38 años. Fiel a sus principios, vigilaba la moral de sus empleados y de sus clien­tes, porque pretendía que el ambiente de los negocios se mantuviera in­contaminado. Dura labor esta que sue­le chocar contra hábitos de difícil erra­dicación y sobre todo con personas que trastocan, en no pocos casos, la serie­dad de las instituciones. Ser moralis­ta representa una de las empresas de mayores riesgos, a veces estéril y por lo general ingrata, pero dignifica la vi­da y trae satisfacciones para quien la practica con el entusiasmo con que Carlos Alberto lo hizo.

Por conocer tan a fondo sus convic­ciones éticas, no me queda difícil de­ducir que, por honrado, encontró la muerte. El mayordomo de su finca, de torvos y salvajes instintos, resolvió una diferencia de números eliminando a su patrono. Habría recibido el emplea­do alguna amonestación por no presen­tar correctas las cuentas, y como hoy se mata por cualquier cosa, sacrificó a sangre fría una vida inocente y valio­sa. Otra noticia dice que fue por apode­rarse de unos dineros destinados al pa­go de jornales.

Para el caso es lo mismo. Ni aun en el peor estado de insania es concebi­ble tanta ferocidad, que asimila al hom­bre con la bestia. Agrónomo de profe­sión, murió, irónicamente, entre sus cafetales.

Por haber sido mi colega y amigo, quedan motivos poderosos para deplorar su muerte. La razón, perpleja ante lo absurdo y lo incomprensible, se nie­ga a admitir el rumbo equivocado de las balas asesinas. Y menos comprendería la impunidad. La justicia tiene que ser severa cuando así se dispone de una vi­da útil.

Quiero recordarlo por su acendra­do sentido de la honestidad, uno de los valores que estamos dejando olvidados entre el arrebato de la vida moderna. Así se engrandece más su dimensión humana. Muchas ve­ces, en tertulias de colegas, nos sor­prendíamos de las inmoralidades y la falta de carácter tan comunes en nues­tros días. Repasábamos nombres y circunstancias en busca de gente hon­rada, en el amplio sentido de la expre­sión, y teníamos que rendirnos ante la certeza de que la decencia moral se está acabando.

La gente honrada, la que inculca principios y detiene malos manejos, no tiene por qué desaparecer. Su posi­ción no es cómoda, pero sí enaltecedo­ra. Si no hubiera quienes frenen los desvíos sociales, el mundo se disolve­ría.

Ante la tumba del amigo nada mejor que hacer memoria de su recio carác­ter. Quizá esto no sea muy estimado, pero de todas maneras, por ser ac­titud decorosa y constructiva, no pue­de ser un comportamiento perdido. La moral no se entrega. Así lo entendió Carlos Alberto Manzur.

La Patria, Manizales, 11-XI-1980.

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Verdades sobre el comunismo

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un amigo me trajo de España el recorte de un periódi­co donde se comentan intimidades del comunismo, rela­tadas por una pareja que vivió por algún tiempo en Ru­sia y pudo observar de cerca las costumbres allí reinan­tes.

Luego de haber estado en contacto con el pueblo ru­so y de buscar, inútilmente, la igualdad que preconiza el comunismo por todas las latitudes del planeta, la pa­reja regresó desencantada de los sistemas descubiertos. La esencia del partido comunista, extractada de los códi­gos de Marx, consiste en el reparto de los bienes mate­riales. De ahí la eterna lucha del trabajo y el capital. Se piensa, lo que es desde luego válido, que si existen para todos iguales oportunidades de subsistencia, ha­brá dignidad humana.

Pero la realidad en Rusia, la meca del comunismo, es bien diferente. El pueblo vive con estrecheces, mien­tras la burguesía disfruta de grandes comodidades. Lo primero es que no debería haber burguesía, si tanto se combate. Y allí hay lujos para los de arriba y penurias para los de abajo.

La clase privilegiada goza de mansiones suntuarias y no se ve el propósito de querer despojárselas, aplicando el principio de la equidad. Los asalariados tienen que hacinarse en humildes viviendas.

Ser miembro del partido comunista no es fácil. Y no lo es porque el partido es una élite. De 260 millones de ciudadanos rusos, sólo son miembros del partido 16 mi­llones, o sea, el 6%. Para la admisión se requiere pasar por muchas pruebas, pero sobre todo ganar­se ese privilegio, si es que en realidad puede considerarse como tal. Se busca gente con determinadas condiciones, con buen nivel educativo, con aptitudes de liderazgo y hasta con alto grado de aseo y urbanidad.

Esto último llama poderosamente la atención. No son los descamisados ni los descorbatados personas idó­neas para ingresar a los cuadros directivos. Nuestros «chiverudos» colombianos, que pretenden hacer proselitismo con exhibición de sus arrebatadas barbas, como si la filosofía de Marx estuviera en la pelambre, serían rechazados por antihigiénicos.

La falta de decoro personal, la dejadez del vestido, la suciedad corporal son motivos que en Rusia impiden la afiliación al partido comunista. Todo lo contrario de lo que acontece en Colombia. Aquí la melena, y por lo general una melena repugnante, ha querido convertirse en símbolo revolucionario. Será, cuando más, una de­mostración de desaseo. Las ideas se conciben y se expresan mejor cuando se posee buena higiene, en todo sentido, lo que supone también la higiene mental. No puede haber buena disposición anímica cuando el cuerpo está descuidado.

Se cree que Rusia es país de igualdades. Nada tan falso. El turista sólo ve lo que le muestran. A su llegada a Rusia le presentan una falsa imagen, con la que pretenden impresionarlo. Hay gran­des tiendas destinadas a diplomáticos, viajeros y jerar­cas del partido. La miseria permanece oculta. No se ven las colas que se forman en los almacenes lu­chando por la vida. Allí están los proletarios, peleando su sustento. La libertad está coartada. No se puede protestar públicamente. El pueblo vive oprimido. Cuando un intelectual se libera de este ambiente es porque está ya por fuera del país.

Esta pareja que no encontró las maravillas que se predican, dice que halló en cambio «una dictadura férrea en la que el hombre es explotado por el Estado». ¿No se­rá mejor la democracia, a pesar de sus cojeras?

La Patria, Manizales, 11-XI-1980.

 

Las cosas que nos sobran

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La ciudad se está llenando de mafias. Para ser más exactos, ya está llena de mafias. Esta institución fantasma no se ve pero existe, y se está apoderan­do de Armenia. Bajo su imperio se transan negocios oscuros y se pervierten las sanas costumbres. Cuando el propósito es hacer dinero a como dé lugar, es porque no hay escrúpulos para atropellar la dig­nidad humana.

Las organizaciones ocultas avanzan con sigilo y ya tienen aceptación en los clubes, los bancos, la vida de los negocios. Están hacien­do una ciudad nueva. Lo importante no es la transformación material: hay que cuidar la decencia. Ahora se habla de urbanizaciones, de si­tios turísticos, de aviones misteriosos. Muchachos de ambos sexos se dejan deslumbrar por el boato, lo lisonjero, lo fácil. Destruyen su futuro para irse detrás de los halagos del dinero, ese dinero corruptor que cambia las costumbres tradicionales.

Alguien importante, residente en la capital del país, me averiguaba con interés por la existencia de aeropuer­tos privados, de flotillas de lujosos aviones,  de corruptelas refinadas. ¿Hacemos algo por evitar este falso prestigio?

Nos sobra la marihuana. Bien conocido es su con­sumo en sitios públicos. Con la marihuana llegan infinidad de barbitúricos. La juventud de hoy prefiere el escapismo a la realidad. Por ahí vemos a muchachos de hogares distinguidos dominados por la yerba maldita, mientras sus pa­dres ni se inmutan.

Nos sobran mendigos, locos y bobos. Dejamos cambiar al pintoresco bobo del pueblo por las remesas de idiotas que nos endosan los pueblos vecinos. Qué difícil es tomarse en paz el tinto o el refresco en la cafetería: estare­mos interceptados por los vendedores de loterías, de chance e infinidad de rifas y engaños.

Sobran cafetines y lugares de la sórdida vida. A pleno sol encontramos las cantinas olorosas a aguardiente y movidas por el traganíquel de­saforado y las mujerzuelas repugnantes. Por allí pasan los estudiantes y de pronto aceptan la insi­nuación de la copera.

Los muchachos volantones, mujeres y hombres, buscan un sitio de la época moderna que llaman discoteca. Quizás en algún descuido se tropiezan, en la penumbra, el estudiante calavera y el padre aventurero. Así se encuentran las generaciones, así se evitan y se esconden.

El ruido es uno de los peores verdugos de nues­tros días. Las autoridades no hacen nada, ni en Armenia ni en ciudad alguna, por controlar esta perturbación pública. Los buses, las motos, los automóviles, los taxis nos ensordecen a toda hora. Y hasta se permiten parlantes y sirenas desesperantes. ¿Será esto la ciudad moderna?

La Patria, Manizales, 9-XI-1980.

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