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Un ciudadano honrado

martes, 11 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Carlos Alberto Manzur hizo de la hon­radez una norma de vida. La defendía a como diera lugar y nunca se doblegó ante los halagos corruptores. Lo mismo que la practicaba, la exigía. Trajinan­do por el mundo enmarañado de los negocios de banco, donde más se re­quiere consistencia moral, combatió con decisión la deshonestidad y frenó no pocas ambiciones.

Fue en Armenia gerente de la Caja Agraria, y en Pereira, de los Bancos Industrial Colombiano y Santander. En esta última ciudad lo sorprendió la muerte, a la temprana edad de 38 años. Fiel a sus principios, vigilaba la moral de sus empleados y de sus clien­tes, porque pretendía que el ambiente de los negocios se mantuviera in­contaminado. Dura labor esta que sue­le chocar contra hábitos de difícil erra­dicación y sobre todo con personas que trastocan, en no pocos casos, la serie­dad de las instituciones. Ser moralis­ta representa una de las empresas de mayores riesgos, a veces estéril y por lo general ingrata, pero dignifica la vi­da y trae satisfacciones para quien la practica con el entusiasmo con que Carlos Alberto lo hizo.

Por conocer tan a fondo sus convic­ciones éticas, no me queda difícil de­ducir que, por honrado, encontró la muerte. El mayordomo de su finca, de torvos y salvajes instintos, resolvió una diferencia de números eliminando a su patrono. Habría recibido el emplea­do alguna amonestación por no presen­tar correctas las cuentas, y como hoy se mata por cualquier cosa, sacrificó a sangre fría una vida inocente y valio­sa. Otra noticia dice que fue por apode­rarse de unos dineros destinados al pa­go de jornales.

Para el caso es lo mismo. Ni aun en el peor estado de insania es concebi­ble tanta ferocidad, que asimila al hom­bre con la bestia. Agrónomo de profe­sión, murió, irónicamente, entre sus cafetales.

Por haber sido mi colega y amigo, quedan motivos poderosos para deplorar su muerte. La razón, perpleja ante lo absurdo y lo incomprensible, se nie­ga a admitir el rumbo equivocado de las balas asesinas. Y menos comprendería la impunidad. La justicia tiene que ser severa cuando así se dispone de una vi­da útil.

Quiero recordarlo por su acendra­do sentido de la honestidad, uno de los valores que estamos dejando olvidados entre el arrebato de la vida moderna. Así se engrandece más su dimensión humana. Muchas ve­ces, en tertulias de colegas, nos sor­prendíamos de las inmoralidades y la falta de carácter tan comunes en nues­tros días. Repasábamos nombres y circunstancias en busca de gente hon­rada, en el amplio sentido de la expre­sión, y teníamos que rendirnos ante la certeza de que la decencia moral se está acabando.

La gente honrada, la que inculca principios y detiene malos manejos, no tiene por qué desaparecer. Su posi­ción no es cómoda, pero sí enaltecedo­ra. Si no hubiera quienes frenen los desvíos sociales, el mundo se disolve­ría.

Ante la tumba del amigo nada mejor que hacer memoria de su recio carác­ter. Quizá esto no sea muy estimado, pero de todas maneras, por ser ac­titud decorosa y constructiva, no pue­de ser un comportamiento perdido. La moral no se entrega. Así lo entendió Carlos Alberto Manzur.

La Patria, Manizales, 11-XI-1980.

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