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Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

Burbujas

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Tenía la garganta reseca. Los jugos que saltaban ante sus ojos le producían mayor tentación. Y no llevaba un céntimo en el bolsillo. Las frutas maduras se atropellaban entre espléndidos colores, estimulando todavía más la sed contenida. Varias empleadas, expertas en exprimir hasta la última gota el líquido de aquel mundo fascinador, convertían en tajadas el alma de los mangos, de las naranjas, de las guanábanas y de las curubas, y luego las ponían a girar a grandes velocidades en los recipientes donde entre trozos de hielo adquirían su deliciosa transformación.

Los aparatos eléctricos emulaban en rapidez para responder a la clientela creciente. Todos los ojos seguían con apetencia aquel proceso febril que permitía calmar la sed entre espumosas y seductoras sustancias.

Un menudo visitante, a quien en la calle se conocía como Chiqui, no podía darse el lujo de pedir un refresco. Su bolsillo estaba vacío. En cambio, otros niños de su misma edad, para quienes la vida era generosa, según su resignada deducción, circulaban a sus anchas por el negocio. Chiqui los envidiaba. El gamín permanecía en el rincón, ignorado por todos, y con la mirada pretendía indicar que también tenía sed.

Las máquinas giraban sin cesar y transmitían una sensación de vida. La mañana era sofocante, pero la brisa grata de los ventiladores prodigaba a Chiqui extraño privilegio.

–¡Muévase! –lo empujó el dueño del establecimiento y lo puso a caminar. Y agregó: –entre gamines y pordioseros se me daña el negocio.

El gamín, acostumbrado a las incomodidades y los atropellos, le había obedecido. Ahora se hallaba en la puerta, listo para la carrera si el poderoso señor volvía a intimidarlo. Desde su nueva posición miraba con recelo la figura solemne del dueño, quien manipulaba la caja de caudales y sonreía al público con afectación. Se notaba satisfecho de la concurrencia y calculaba que ya había dinero suficiente para el nuevo depósito en el banco.

Otra remesa de frutas llegó al negocio. El minúsculo holgazán se sintió más reducido en medio de aquella montaña de vitaminas. Era una policromía desconcertante para su paladar resentido. Una burbuja le rebotó en el estómago. Llevaba mucho tiempo sin comida, pero en ese momento no le interesaba comer. En cambio, lo apuraba la sed. Volvió a entristecerse con su miseria y se acordó de su madre inválida, que tal vez ya tenía reunidos unos pesos en la esquina donde imploraba la caridad pública, para comprarse él una bebida reconfortante.

Mientras el carro de las frutas avanzaba, le puso el dedo al mango. Era su comida favorita. Palpó su carne jugosa y tuvo intención de apoderarse de él. No lo hizo, sin embargo, porque los ojos del cargador se movieron como linces. El pequeño se conformó con saber que aún había frutas en el mundo. Miró al sol, que hacía insoportable la atmósfera de la calle, y no entendió tanto calor para tan poco refrigerio.

El niño burgués le sonrió. Era la primera persona que le sonreía en esa mañana de desamparo. A Chiqui le brillaron los ojos. No era tanto por el relumbrante taco de galletas, como por encontrarse con alguien que no lo despreciaba. El dueño no lo dejaba siquiera envidiar la suerte de los ricos. Para Chiqui todo el mundo era rico desde que tuviera un billete para comprarse el jugo de mango. La empleada batía una copa más, y lo hacía con deleite. La espuma se movía a borbotones en el recipiente de la provocación, y al gamín se le agitaban las emociones, los ojos y el corazón. El niño burgués le pasó una de sus galletas, y por compasión o por simpatía volvió a sonreírle.

–Tengo sed –exclamó el pequeño mientras devoraba la galleta.

–Yo también –repuso su ocasional compañero, y prosiguió la marcha.

De nuevo en la calle, esperó al primer transeúnte, en busca del objeto que pudiera remediarle su apuro. Allí venía la dama elegante. Y calculó: el reloj, o la pulsera, o los aretes… El collar de perlas se movía con brillos refulgentes mientras ella avanzaba exhibiendo sus aderezos y su belleza. Todo sería cuestión de un instante de habilidad. No era mucho lo que el gamín lograba en sus largos días de mariposeos callejeros. El público vivía más prevenido desde que en la ciudad aumentaban los pillos. La corta estatura de Chiqui y la inseguridad de sus movimientos no le permitían, por otra parte, mayores utilidades.

Cuando birlaba el reloj o la cadena, el reducidor le salía con cualquier cosa. Por pequeño, su mercancía se cotizaba menos que la de los grandulones que por ahí vagaban. Se había habituado a recorrer calles, porque ignoraba los oficios decentes. Una vez lo pusieron a limpiar baños en el cafetín y se le rebeló el estómago. Más tarde ascendió a cargador de mercados, y pronto, por enclenque, perdió el puesto.

Contra las prohibiciones y los cercos de las autoridades, había que subsistir. A su madre ya casi no le llegaba dinero para el diario. La competencia había crecido, y la generosidad era cada vez más escasa. Ante ella cruzaba de afán un mundo indiferente, engreído, metido en sus propios problemas y en sus insondables egoísmos.

Chiqui se imaginó con el collar de perlas en las manos y negociándolo con el reducidor por buen precio, superior al que acostumbraba reconocerle aquel miserable explotador que carecía de sensibilidad hacia los que en verdad trabajaban las mercancías callejeras. Después volaría el gamín a remojarse la garganta.

–¡Cuidado! –le advirtió el policía, levantándolo por el cuello–. ¡Te conozco, pillo!

Nuevo fracaso. Chiqui no lograba entender cómo los policías eran capaces de adivinarle el pensamiento: casi siempre se anticipaban a sus escaramuzas en los mercados de las calles. La enjoyada dama, que había penetrado en las intenciones del raterillo, lo miró con rabia y desprecio. Y éste, vencido sin haber siquiera actuado, se fue en busca de las monedas que otra vez le negaría su madre.

–Es para el jugo –explicó el muchacho.

Ella contó los ingresos que nunca alcanzaban. Entendiendo la frustración de su hijo, le levantó la moral con estas palabras de frágil consuelo:

–Ya pronto saldrán los empleados públicos.

Regresó a la frutería. Quizá ahora sí alguien lo interpretara y le calmara la sed. Iba dispuesto a hacer notar más su penuria. Allí estaba el mismo público entusiasmado de todos los días, inmerso en sus complacencias e indiferente a las angustias ajenas.

De nuevo brillaron ante los ojos del rapazuelo las guanábanas, las mandarinas, las peras, los melocotones. Y otra vez, tentándolo y torturándolo, el sonrosado mango. Eran colores y fragancias que se mezclaban para fascinar la vista y excitar el gusto. Todos los placeres cabían en esos manjares suculentos.

Alcanzó a sentir la lágrima que rodaba por su mejilla y luego comprendió que no era lícito llorar cuando había que vivir. «Hay que vivir», se dijo con desespero y con remota esperanza. El prepotente señor contaba en ese momento el dinero que se iba para el banco.

Chiqui tuvo al fin en sus manos la fruta de la tentación. Alguien había dejado el vaso a medio consumir. Ya esto no sería robar, porque se trataba de un desecho. Pensaba que el robo era para él un acto de defensa, y por lo tanto, su alma quedaba limpia de culpa al saber que no se apoderaría del bien ajeno sino de la sobra que se botaría a la basura.

Bebió, y bebió hasta la saciedad. La lágrima terminó evaporándola el viento de los ventiladores. Un susurro le acarició el alma. En ese momento tuvo intención de ser bueno. Creía, sin embargo, que no era malo del todo. Su madre no podía extinguírsele en medio de la crueldad de las calles. Tal vez ser bueno consistía en vencer la repugnancia por los cafetines y coger fuerzas de cargador.

De pronto, sintió el estrujón y la bofetada contundente. El dueño del negocio le cobraba la mercancía.

–¡Rata asquerosa! –no cesaba de gritarle, y repetía los golpes con mayor intensidad.

El público, en un segundo, se hizo solidario con el propietario. Era la fácil respuesta a la inseguridad que se vivía en calles y negocios. Alguien más ayudó a castigar la fechoría que el comerciante denunciaba. El niño burgués se arrepintió de la galleta regalada. En su interior, alguna persona se compadeció del gamín, pero guardó silencio.

–Bien merecido el castigo –dijo la dama acicalada, y se acarició su cadena de oro.

Chiqui, atontado, percibía en forma vaga las miradas escrutadoras y, esta vez sin entusiasmo, escuchaba el ruido sordo de las máquinas que fabricaban refrescos. Era un ambiente borroso, pero cierto. El nuevo golpe en el estómago le hizo devolver el jugo de mango.

–¡Hasta la última gota! –trinaba el dueño.

El estómago estaba otra vez vacío. Hasta la última gota… Ese era el estado normal del trotador de calles, y es posible que, hecho a los rigores de su suerte, se le hubiera endurecido la piel contra los maltratos y las vejaciones. Aunque no se sentía tan herido, si ya había saboreado la bebida de los dioses.

Por el piso rodaba el jugo de mango, y el gamín se preguntó si era justo aquel desperdicio.

Y el mundo siguió girando.

Aleph, Manizales, junio de 1985.

 

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La sombra de Dalí

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Salvador Dalí, que ha ido extin­guiéndose como una exhalación, es hoy apenas una sombra. Los profa­nadores de la fama, que no se resignan a la inmovilidad de las bestias sagra­das, lo persiguen por todas partes, lo manosean y hacen malabarismos con la marchitez de su ilustre esqueleto. Se empeñan en buscar la llama de un cerebro que aún quisieran encendido para la genialidad, como si la chispa de la vida fuera imperecedera, y apenas logran presentarnos el fantasma que impresiona de tanta sequedad.

Salvador Dalí ya no vive. Vegeta, y esto es grave en los genios. Parece querer complacer a sus áulicos de cabecera mostrándose todavía extra­vagante —su actitud sideral— y a duras penas logra llamar la atención por sus desquicios otoñales. Obvio que si no se tratara del divino Dalí los periódicos no recogerían sus tristes lamentos. El astro ya declinó y es inútil colocarlo de nuevo en órbita. Es preferible dejarlo quieto, clavado en su hoya de momia inmortal.

Ya ni siquiera el pobre Dalí engarza el cielo con sus mostachos desafiantes. Estos se ven mustios y él no es el mismo: está desfigurado. Una cosa era el pintor con su actitud aérea y su cresta olímpica, y otra muy distinta la figura lánguida y desgarbada que acaba de aparecer en un periódico español, con la mano derecha en alto como señal de que aún puede pintar. «Todavía pienso», es la traducción exacta.

El solitario viejo se había quemado la mano maestra en un incendio de su habitación en el castillo de Púbol. Su torpeza senil, algo tan inevitable como la gloria que conquistó —y que tontamente pretende agrandar—, le impidió sofocar las llamas que se apoderaron de su lecho.

Ahora proyecta pintar en la Torre Galatea un inmenso laberinto. Las paredes irán recubiertas de huevos gigantes y la fachada, de panes a porrillo, miles de panes, millones de panes… El mismo Dalí, el esclavo de Miguel Ángel, se trepará con los utensilios por andamios y poleas para plasmar la fórmula celestial.

Se aislará en la pieza simple y desde allí dirigirá su obra postrimera. Eso es lo que se propone. El maestro todavía piensa. Su imaginación sigue calenturienta desde la quemada. Que los dioses lo lleven de la mano para que no termine con el cráneo destrozado en este banquete de yemas y panes colosales…

Hoy es un hombre reducido a la impotencia, aunque con el cerebro vivo. Sin duda es ésta su mayor desgracia. Lucha con la saliva como si fuera una secreción maligna. Es en ocasiones una sustancia espesa como el barro, que amenaza ahogarlo, y en otras le falta saliva para lubricar la boca y conducir los alimentos a la garganta. La lengua le patina en el fango salivar.

Esta permanente crisis lo mantiene en pugna con los alimentos y el estómago, como un tormento estático. En sus momentos de mayor sequedad le gustaría que le rociasen la boca con un spray y ambiciona «algo fresco, algo como menta, bombones de menta para mantener algo de saliva…”

Robert Descharnes, estudioso de la obra del pintor y uno de sus confiden­tes, así lo puso a hablar, agotándole la saliva, para que el mundo quedara enterado de que el genio no ha muerto. Son estos secretos de dormitorio que el cercano biógrafo, sin empacho, difunde por el orbe comodocumento excepcional, con el comentario lógico de que el divo vive y «su inteligencia y su genial imaginación todavía están en perfecto estado».

Hay algo de humor cruel en este cuadro clínico, elaborado por la impertinencia del amigo íntimo que nunca falta, y el mismo Dalí, al confesar sus torturas, ignora que se hace amargo. Quizá piensa que es un nuevo destello de sus exageraciones increíbles. Para eso es maestro de la desmesura.

*

Salvador Dalí ha muerto. No vive desde que murió su mujer. Las puntas de su bigote, famoso signo sensual, que parecían disparar balas ultrate­rrestres, hoy se muestran mustias. Desapareció el hombre. El fantasma todavía traga saliva. Pero el genio nunca perecerá.

El Espectador, Bogotá, 3-XII-1984.

 

Síndrome de estatua

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fue hijo díscolo y estudiante indisciplinado. Tenía, además, alma soñadora y piquiña de escritor. De grande fue rebelde y pretendió ser revolucionario. Sin embargo, nunca llegó a ser revolucionario, y se quedó rebelde. Continuó, eso sí, siendo soñador, lo que no se sabe si es virtud o defecto.

Tener el alma romántica, como Críspulo Bedoya la tenía por temporadas, y mezclar en ella los ingredientes de una insatisfacción constate y corrosiva, parece que no es buena fórmula de vida. Él decía, para explicar su carácter, que el escritor debe ser un rebelde habitual, un insatisfecho permanente y un crítico endemoniado.

Ignoro si Críspulo Bedoya llegó a ser escritor de valía. Lograrlo no es asunto fácil ni de poco tiempo. Óscar Wilde dice que la obra del escritor sólo llega a apreciarse veinticinco años por lo menos después de muerto. Y el personaje de esta historia acaba de morir, o sea que me voy a quedar con la curiosidad de saber si las cosas que escribió, y sobre todo la forma como las escribió, valen la pena.

De todas maneras, fue escritor, y esto parece que es buena referencia. Otros solo consiguen ser zapateros, o políticos, o millonarios. Pero no escritores, que es lo que da distinción, según lo repetía Críspulo con vanidosa insistencia.

Bueno o malo, fue escritor. Unos lo consideran una pluma brillante, otros dicen que solo dejó mediocridades. Unos lo llaman hombre inspirado, cuentista genial, periodista demoledor, mientras otros comentan que no produjo nada sensacional. Apenas tonterías.

Se le califica también de resentido, pero no faltan quienes ven en él un espíritu independiente y un porte soberbio. Soberbio, en el sentido de admirable, como se comprenderá. El término, en poder de quienes miran las cosas desde otro ángulo, significaría que este hombre polémico solo sobresalió por su indolencia y su irritación social. La gente nunca se pone de acuerdo. Lo que para unos es virtud, para otros es defecto. Es la forma clásica de juzgar a los hombres.

Si Críspulo Bedoya no hubiera sido escritor, tal vez no estaría yo ocupándome de su vida. Me propuse dar estas puntadas a ver si logro algunos perfiles de su personalidad, no tanto para el público, que es difuso y contradictorio, como para mí mismo, que no he podido descifrar si el colega Bedoya fue un genio o una estafa.

Desde niño hacía cuentos. Una vez lo sorprendió la maestra de geografía sudando el final glorioso para la casada infiel que se había enredado en deslices con el párroco y pretendía al mismo tiempo que éste la absolviera cuando le prometió que no volvería a ser pecadora. La maestra alcanzó a disgustarse cuando Bedoya confundió el río Magdalena con la capital de Boyacá, y luego se solazó, en sus recónditos misterios de mujer casquivana, cuando encontró aquella trama deliciosa.

De ahí en adelante el discípulo desaplicado comenzó a ganar excelencias en geografía, aunque continuaba destrozando el mapa de la patria, y la maestra se convirtió en la oculta inspiradora de aquel genio precoz que ya era capaz de transmitir sensualidad con sus locas fantasías.

Parece que su tutora literaria lo estimuló más de la cuenta, pues Crispulito, como se le llamaba por su precoz chispa versificadora y cuentera, se enamoró de ella. Amor imposible para el párvulo con imaginación erótica, pero buen arranque para llegar a ser, como lo fue sin medida, esclavo de los sentidos y sobre todo de la mujer. Aquel enamoramiento de su maestra, entre fantástico y concupiscente, le produjo al mismo tiempo frustración y encanto, y no de otra manera se explica el idealismo impulsivo con que concebía a la mujer, fuera bonita o fea, joven o vieja, repulsiva o seductora.

Para entender hoy la personalidad de Críspulo Bedoya hay que regresar a su prematura pretensión amatoria de la escuela, que le dejó el alma herida y ansiosa. Cuando su maestra lo reprendió por alguna indelicadeza y luego lo desdeñó por su pequeñez atrevida, estaba contribuyendo a crear el espíritu rebelde que más tarde aparecería en la conducta del escritor. El hombre fogoso nació del amor no correspondido, y el escritor indócil fue producto de la niñez sin juguetes y la juventud sin pesos. A esa conclusión llegaron los siquiatras que Bedoya consultaba en sus crisis emocionales.

¡Pobre el Crispulito de la escuela que no soportó los desaires del amor utópico, ni se resignó a una niñez triste y a una juventud incierta! ¡Pobre el Bedoya de los años maduros que no aceptó la bolsa estrecha del escritor y se atormentó la vida con la hacienda excedida de los ricos! En su pueblo no lo querían, pero él suponía lo contrario: se sentía perseguido por las mujeres y envidiado por los hombres.

Fue siempre pobre, y le disgustó serlo. Por eso arremetía contra los poderosos y no les perdonaba sus arrogancias. «Sus canalladas», repetía. Si de Bedoya hubiera dependido, los habría fusilado a todos. Era en esos momentos cuando pretendía ser revolucionario, pero no pasaba de ser un simple cascarrabias.

No fue rico, pero fue escritor. La riqueza vive en pugna con los escritores. Las musas buscan un ambiente de quietud que no lo proporciona el oro, pero esto nunca lo aceptó Bedoya y por eso se pasó la vida rabiando contra su penuria. Estoy por creer que mi colega fue gran escritor por haber sido pobre de remate.

Habló bellezas de la mujer y horrores de sus enemigos. Les cantó a los ríos, a las aves, al viento. Todo este trajinar por entre libros y páginas de periódicos le permitía mantener su propia entonación en la comarca. De tanto escribir, fantasear y reñir con sus prójimos es posible que se le hubieran trabado los cables mentales.

Tal vez si hubiera escrito menos y seleccionado más, hoy sería un genio de la literatura. Si hubiera odiado menos, no estarían tan divididas las opiniones. De haber sido menos apasionado y más ecuánime, menos murmurador y más positivo, ya estaría fabricado el bronce a su memoria con que siempre soñó. No hay evidencias de que Bedoya hubiera sido feliz. Todo parece indicar que fue desdichado, y sin duda lo fue por culpa de la maestra de geografía que no quiso o no pudo corresponder sus requiebros amorosos.

Fue ya al final de su vida cuando se acentuó su obsesión por la estatua como necesario desfogue de su venganza reprimida. El siquiatra le descubrió alto grado de megalomanía crónica, y este exceso de desajuste síquico lo llevó a la tumba. A nuestro escritor lo enfermaban los bustos levantados en distintos sitios del pueblo, porque no podía tolerar que se hubieran olvidado de él.

El especialista luchó por salvarlo y no lo consiguió. Y nuestro personaje murió de mal de estatua. Síndrome de estatua, precisó. Tal vez el siquiatra alcanzó en los últimos días a borrarle o por lo menos disminuirle la insatisfacción habitual. Cuando le pintó un porvenir lisonjero para sus doradas ambiciones, en el que los tiempos futuros se encargarían de ensalzar su nombre, el escritor suspiró con infinita complacencia. Sin embargo, fue la cura fue tardía porque el paciente ya acumulaba muchas toxinas mortales.

Si se hubiera interpuesto esa terapia años atrás, Bedoya habría sido hombre feliz. Se afirma, con todo, que de la excentricidad y la rebeldía es de donde salen los genios. Nada extraño es, por consiguiente, que Bedoya sea un genio y no lo sepamos. De todas maneras, murió creyendo que lo era.

El mismo día de su muerte se fue con sigilo hasta la plaza principal y se midió la estatua allí erigida, que él debía sustituir. Ya dentro de su desbordada ilusión esquizofrénica no cabían en su mente seres superiores a él. Se situó de cuerpo entero ante su rival –el poeta ya nimbado por la gloria– y comprobó los varios centímetros que nuestro hombre le llevaba de ventaja. Eran, por supuesto, centímetros de inmortalidad. Las manos de la pobre estatua eran ásperas y deformes. Las suyas, en cambio, estaban perfiladas por el noble ejercicio de su pluma maestra y en ellas se inspiraría el escultor para plasmar su obra de arte.

Le encontró hueco el cerebro, mientras el suyo estaba henchido de ideas y protegido contra la ingratitud de los hombres y el comején del tiempo. Ante las narices del mamarracho allí expuesto, héroe de barro que pronto se desmoronaría, exhaló denso tufo de indiferencia. Asociando ideas se acordó de su maestra, y en loca confusión de imágenes e impulsos se encontró con su lejana incitadora emocional. Sacarle la lengua en ese momento, como lo hizo con arrogante placer, era como derrotar una frustración tenaz. Y con gesto elocuente, que el siquiatra le hubiera aplaudido porque así se superan los desprecios y se botan al diablo los traumas, Críspulo Bedoya castigó con severidad el trasero de la estatua.

Sí: en la estatua veía representada a su maestra remota, por más que ella no guardaba la menor similitud con el poeta representado en el bronce. Pero nuestro hombre ya tenía trabados los cables. En su postrer arrebato, pensaría que así se vengaba de los desplantes recibidos en la niñez, y nada tan apropiado como vapulear el trasero de la inquietante maestra de la escuela.

Luego, mascullando palabras que por lo vehementes y aceleradas fue imposible recoger para la historia, se alejó tirando bastonazos y taconeando duro. Nuestro hombre estaba curado. Dos horas después murió. Y murió sonriendo.

Revista Pluma, octubre de 1985.
Revista Manizales, No. 706, mayo-junio de 2000.

 

 

 

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Enjalmas y magulladuras

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

1

La ilusión de Demetrio Grisales, a lo largo de una vida de sudores y angustias, fue tener casa propia. No importaría que se tratara de una vivienda humilde y hasta descompuesta, con tal de ser propia. Con su nume­rosa descendencia ya no cabía en ninguna parte. Rosalba, su mujer, lo ayudaba en la dura lucha de buscar un futuro más digno para los siete hijos que agobiaban la existencia de estrecheces y pesadumbres.

Ya por lo menos, aunque muy tarde, se habían propuesto no tener más hijos. A esa decisión llegaron al verse viejos y ago­tados, caminando de alquiler en alquiler y con pocas fuerzas para defenderse del destino cada vez más rudo. Sentían una quemadura en la conciencia cuando pensa­ban que la culpa de esa prole tan excedida era exclusiva­mente suya por no haber seguido los consejos de matro­nas y amigos.

—Hacéte ligar las trompas, Rosalba, y así terminare­mos la producción…

—¿Y vos por qué más bien no te sometés a la interven­ción esa que recomiendan para hombres? —respondió Rosalba.

—¡Ay, mujer! Yo mejor sigo así. Dicen que es ci­rugía para pensarla muy bien, porque cierra todas las posibilidades. Y vos sabés que a uno pueden darle más tarde sus ganitas.

—¿Ganitas de qué, viejo ganoso? —se le enroscaba la mujer, y Demetrio sucumbía otra vez entre arrumacos que ninguno, por buenos esposos, se esforzaba por re­primir.

Y así, de arrumaco en arrumaco y de proyecto en pro­yecto, habían llegado a los siete vástagos que hoy les pesaban tremendamente. Pero todos se conservaban sa­nos. ¡Mas qué duras las hambres que los esposos pasaban para que la prole creciera con calorías!

Para eso, entre otras cosas, Demetrio debía madrugar todos los días a las cuatro de la mañana con su zorra deteriorada por un sinfín de viajes, penosos e irrenunciables, a ganarse los pesos siempre escasos en el acarreo de vituallas y mercaderías. Rosalba salía más tarde con su depósito de confites, de cigarrillos y de me­nudos artículos callejeros que los parroquianos le demandaban en la esquina que tenía conquistada desde hacía muchos años.

—Apuráte, mijo —lo empujaba Rosalba casi a diario—, para que no llegues tarde a la competidera…

La «competidera» consistía en ofrecer los servicios de su zorra en lucha con otros competidores que también tenían mujer e hijos para mantener. Y había que llegar bien de mañana en persecución de los productos que sa­lían, apenas clareando el día, de los campos vecinos.

—Apuráte, mijo —volvía a rebullirlo Rosalba, más fá­cil que él para tirar las cobijas.

Demetrio, medio dormido, se lanzaba a tientas en busca del retrete. El acto de aligerar la vejiga era casi incons­ciente, una especie de rito matinal que le imprimía impul­sos para la nueva jornada. Luego avanzaba frotándose las manos y ahuyentando a cabezazos la densa niebla de la hora. En el estrecho patio mantenía amarrado a Tizón, el viejo caballo forrado en carnes macilentas, su compañero de tantos años que, a pesar del abuso, todavía resistía mu­chas travesías.

El animal pateaba contra el suelo al escuchar la venida del amo y luego se agitaba con estremecimientos jubi­losos por saber que, aunque esclavo, iba a ser liberado de la quietud agarrotante de una noche de intemperie y soledad. Cuando sentía sobre sus ancas la palmada cari­ñosa con que el patrono le expresaba los buenos días, se escuchaba el relincho entusiasta.

Demetrio lo ataba a la zorra, le frotaba las magulladu­ras y solía hablarle cosas de este jaez:

—La vida nos trata a golpes, pobre Tizón mío. Lo poco que gano cargando bultos ya no alcanza ni para tu co­mida. Pero tené coraje, valiente animal, que un día lan­zamos al diablo estas miserias. Ya tengo rejuntados unos centavos para comprarte enjalma nueva. Conformáte por ahora con lo que tenés y no se te vaya a ocurrir estirar la pata porque ahí sí nos reventamos todos. Y te voy a decir un secreto al oído…

Demetrio se quejaba de la suerte de perro que le tocaba soportar. A medida que se desahogaba de sus pesares en el oído del sufrido compañero de infortunios, sentía una grata sensación por tener con quién plati­car. Lo que a otras personas ocultaba, a Tizón se lo exponía sin tapujos, convencido de la inteligencia del animal para entenderlo. Maldecía en secreto la insensibilidad de los ricos y juraba vengarse de las injusticias de su destino amargo.

—Nos desquitaremos de lo bueno cuanto tengamos casa propia —seguía conversándole al animal, camino del trabajo—. Para vos, mi buen compañero, tengo separada una enjalma de lujo. Ya el muchacho mayor aprendió a jornaliar y la Merceditas, que tanto te quiere, no le huye al trabajo honrado y nos ayuda a aumentar los ahorros para la compra de la casa. Vos también tendrás tu rincón cubierto para que dejés de tiritar por las noches.

El animal daba un nuevo relincho y parecía quedar enterado de la buena estrella que estaba por llegar. Y así, entre confidencias y buenos propósitos, despertaban a la realidad del mercado bullicioso que de­bía trabajarse con ojos despiertos y músculos fornidos. Eran jornadas intensas que no permitían el descanso. Por las tardes, ya de regreso, el hombre contaba los bi­lletes bravamente sudados y compartía con su socio el balance del día generoso, o la protesta si la suerte les había sido esquiva.

2

Cuando aquella tarde el doctor embriagado se les vino encima con el lujoso coche, embistió al humilde carromato y de paso produjo heridas al animal, sin dársele nada, Demetrio sintió hervirle la sangre. El doctor le gritó unas cuantas sandeces y se escapó velozmente, co­mo un diablo, antes de que el hombre pudiera reclamarle los daños. Esto de que alguien de la burguesía le ofendiera el amor propio comparándolo con el estiércol, no era nuevo en su oficio. Pero el doctorcito tan soberbio y tan humi­llante que le destrozaba la herramienta de trabajo y de­jaba rengo y malherido a su Rocinante protector, a su Tizón solidario y buen amigo, era una bofetada que le insubordinaba los sentimientos.

Ni siquiera el doctor le dio la oportunidad de medírsele hombre a hombre. En los ojos le quedó a Demetrio una estela de polvo y al alma le llegó un nubarrón, mientras se perdía de vista aquel fantasma que no había tenido impedimento para pisotearlo y luego desaparecer impu­nemente.

Regresó, sin embargo, silbando a su casa. Así se ma­taban las penas. Su Rosalba, ocupada en otros quehace­res, ni reparó en la cojera del caballo y sólo a la mañana siguiente, al verlo derrengado, supo del accidente y las ofensas.

—Calmáte, mujer, y aplicále mejor tus conocimientos para que la bestia camine y no nos deje sin comida…

Si Tizón hubiera hablado, habría dicho: “Por animal y plebeyo me tratan mal. Ese es el destino del pobre, ¿para qué quejarse? Pero yo soy un caballo fuerte, nacido para las duras faenas. La renguera será compensada con más fuerza. En mi oficio estoy acostumbrado a poca comida y malos tratos, sin que los señoritos de la ciudad, con toda su arrogancia y su po­derío, puedan evitar que el animal de carga sea el mejor amigo de los pobres. ¡Ánimo, Tizón, que pronto tendre­mos casa propia para desquitarnos de las trastadas de la suerte!”.

Y dale que dale, no sólo terminó el caballo acostum­brado a la cojera, y Demetrio también, sino que al fin se anunció un día, con bombos y platillos, la compra del solar para construir la casa.

Hasta habían sobrado unos pesos para los primeros materiales. No importaba que el terreno fuera quebrado y maloliente, con tal de ser pro­pio. Al fondo pasaban las aguas borrascosas con las que era mejor no meterse. Poco a poco irían deste­rrando los gallinazos que por allí se hospedaban, así fue­ra a escopetazo limpio (porque también Demetrio había adquirido su propia arma para defenderse de intrusos y asaltantes).

3

Ya las tres muchachas despuntaban como hembras atractivas, y había que cuidarlas de los peligros y las brutales embestidas. Para eso estaban los músculos de acero con que Demetrio sabía defenderse de la vida. Y los cuatro mozalbetes, que poco a poco se formaban co­mo peones de lucha, cuidarían la heredad y protegerían a sus hermanas de emboscadas y deshonras.

A poco caminar, ya la casita se veía crecer. Demetrio se multiplicaba para hacer de todo: desde cargador de ladrillos y maderas, hasta improvisado albañil. El dinero alcanzaba para todo porque lo hacía rendir la «niña Mariela», como cariñosamente la llamaban, la generosa protectora que velaba por ellos con solícita consideración.

—¡Ah la niña Mariela, tan bonita y tan compadecida! —no se cansaban de repetir Demetrio y su mujer.

Un día colocaron la última teja. No importaba que las paredes estuvieran a medio revocar, ni que el baño hu­biera quedado imperfecto, si ya disponían de tres piezas ventiladas, con aire propio y horizonte para descansar los ojos. Las aguas turbias estaban allá abajo, en la hondo­nada, y las dejarían correr sin que interceptaran la tran­quilidad del hogar venturoso.

¡Casa propia! Trasladaron sus corotos con incesante actividad. Aunque humildes, no carecían de los elemen­tos indispensables para la subsistencia elemental. Las mismas cosas deslucidas comenzaron a brillar a sus ojos en cada sitio que se les asignaba en la sencilla y al fin definitiva residencia.

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Sólo lamentaban que la niña Mariela, dispensadora en buena parte de aquel bienestar luchado con ahínco, no estuviera presente en la inauguración del nuevo estilo de vida. Ella andaba recorriendo mundos, en correrías de placer que bien se merecía por buena y dadivosa. Cuando meses más tarde regresó de la gira, fue invitada de honor al hogar así renovado.

El flamante vehículo se deslizó por entre malezas y barrizales, detrás de la zorra que conducía, eufórico, con su abanico de princesas, como veía a sus hijas, el impermutable jefe de casa que iba a poner a los pies de su soberana bienhechora aquel terri­torio conquistado con sudores.

—Siga por aquí, mi adorada niña, y conozca el paraíso. Abríle campo, Tizón, que la reina va a bendecir la pro­piedad.

La elegante dama se detuvo al pie de la cañada. Al fon­do se divisaba la casa vestida de fiesta, con sus tejas relucientes y su chimenea laboriosa. Las gradas en ca­racol, cortadas al borde del abismo, bajaban con difi­cultad hasta el patio, y de allí arrancaba la parte plana que daba albergue a la morada.

—El terreno es pendiente, pero costó barato, casi re­galado —explicó el anfitrión mientras sostenía a su dis­tinguida visitante para evitarle una caída que hubiera sido imperdonable.

—Te entiendo, Demetrio —aprobó ella con benevolente expresión, ya en el comedor donde estaba engalanada la mesa con mantel limpio y frutero plástico.

Por buena y sentimental, la dama aristocrática se sintió conmovida. En el fondo del monte no corrían sim­ples aguas revueltas sino las nauseabundas aguas negras que con asco expulsaba la ciudad y que eran inhaladas, alrededor de aquella extraña felicidad, por seres agarrados a cualquier esperanza de vida. En el aire se respiraba olor a cloaca, pero por fortuna Demetrio y su familia habían logrado volverse insensibles a la fetidez de la vi­da, una manera de ser felices entre la miseria.

Todos se veían rozagantes, hasta el par de valientes progenitores que al fin fueron capaces de coronar su sueño, así fuera en el filo del precipicio. La dama benefactora, que había contribuido a una felicidad que no comprendía del todo, tocó levemen­te su nariz con un fino pañuelo antes de ascender la cuesta, mientras Demetrio, que no cabía en sí de conten­to, le decía al caballo:

—¿Te fijás, hermano, que tuvimos casa propia?

Al animal también le cumplió, porque Demetrio era hombre de palabra. Con algarabía digna de la ocasión reunió a la familia para la entrega de la enjalma. Tam­bién le reemplazaría la anteojera y el cabestro. Desde luego, el noble compañero de fatigas merecía muchos arreos más. Con el presente en vilo corrió hasta donde el caballo permanecía en expectativa de homenajes presentidos, y allí sucedió lo imprevisto.

El animal, dando un paso en falso, rodó por el monte y cayó en el hoyo profundo. Demetrio y la familia, des­concertados, le gritaban su angustia, que el pobre bruto no alcanzaba a apreciar. Tizón, lesionado y detenido en la profundidad, los miraba con ojeras dilatadas. Imposible descender a auxiliarlo por el des­peñadero rebanado como una cuchilla.

—Moríte en paz —le dijo, más que con palabras, con el corazón, y se echó Demetrio a llorar. No volvás a salir de tu encierro a toparte con los hombres que tan mal nos tratan. Moríte en paz, hermano, y descansá de tus sufrimientos…

Más tarde se presentó con un volquete cargado de tie­rra. Había resuelto sepultar al caballo para que dejara de sufrir. Los esfuerzos habían resultado infructuosos para sacarlo a la superficie. Y aquella sería su sepultura. La tierra lo cubrió, y Demetrio, valiente en la adversidad, prefirió no articular palabra alguna y se alejó camino arriba. Era humano sacrificar al pobre bruto de una vez, en lugar de tenerlo sometido a una muerte lenta.

Pero el animal no quería morir. Al poco tiempo fue emergiendo de la tierra hasta conseguir quedar libre. Hacía esfuerzos desesperados para no consumirse de nue­vo, y, viendo que un medio de defensa era pisotear la tierra, así lo hizo. Y de tanto repetirlo, al cabo de los días el suelo se había vuelto firme.

—Allá te lanzo tu comida —le gritaba Demetrio, casi incrédulo, tirándole el canasto que accionaba desde el barranco con un cordel.

Fue lenta la operación de rescate. El hueco, conforme se iba tapando, pedía más tierra. El animal, consciente de la estrategia para salvarse, pisaba cada vez con más fuerza. Cuando coronó la altura, habían transcurrido varios meses. Estaba envejecido, lleno de contusiones y, más que animal, eran huesos. Escasamente podía caminar. Los miró a todos, uno por uno, y pareció darles las gracias por permitirle el regreso a casa. Se detuvo en Demetrio con mirada fija, acaso filosofando, y esta vez no relinchó.

Demetrio le colocó la enjalma, que ya le quedaba gran­de, y muy en sus intimidades pensó si realmente valía la pena haberlo salvado.

Vanguardia Dominical, Bucaramanga, 10-II-1985.

 

 

 

 

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Germán Pardo García

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En inmediaciones de los páramos orientales de Colombia inició Germán Pardo García su labor poética hace 72 años, en junio de 1913, cuando apenas tenía 11 años de edad. Ya desde en­tonces conocía a los poetas griegos en libros que tomaba de la biblioteca de su padre, por aquella época presidente de la Corte Suprema de Justicia. En Méjico reside desde 1931 y desde allí ha realizado una de las carreras inte­lectuales más brillantes del continente.

Su obra, considerada como verdadera joya de la literatura americana, queda recogida en más de cuarenta libros, que representan unas mil ochocientas páginas. Ha sido una producción en permanente ascenso. Luis D. Salem, de Méjico, así se expresa sobre ella:

«La obra literaria de Pardo García se supera cada día. Grande es su Apolo Pankrátor, pero lo supera Tempestad; sobre Tempestad, sin duda alguna, está Ul­timas odas, de reciente aparición. Y sobre todos ellos, El potro de la muerte, donde el poeta describe la presencia de la Parca y su lucha con ella hasta vencerla.»

Pardo García fue sometido hace un año a una operación de alta cirugía. «¿Por qué están mis arterias conde­nadas?», grita el poeta al contemplar El potro de la muerte. Y el monstruo, ausentándose, le contesta: «Todavía no puedes montar sobre mis lomos carboníferos. No estás purificado aún para morir. Ocultas el excremento del odio celular en los cartílagos. Aún no puedes cabalgar en mí…»

Sobrevivió a la operación, aunque desde entonces viene resentida su sa­lud. En la edición del pasado 30 de noviembre de su revista Nivel da por concluido su trabajo poético de 72 años y se despide con el poema Un sueño me aguarda, una emocionada incursión en el más allá: Yo sé que un sueño me aguarda. / ¡Ven, oh sueño, y que te sueñe / aunque seas mi último sueño, / y que al fin pueda tenerte / sujeto como un relámpago / en mis neuronas ardientes!

*

Pardo García, cuya vida ha sido un canto a la soledad, el amor, la paz y las angustias humanas, se enfrenta ahora a la muerte. Dialoga con ella. La mira de frente, como a dama conocida, y la paladea con su garbo de poeta. Pre­tende que la Parca lo tiene ya entre sus redes, pero quizás es apenas un sopor de su quebrantado organismo. Sufre, sin duda. El mayor dolor es el de los poetas.

Miembros de instituciones culturales de todo el mundo lo postularon para el pasado Premio Nóbel, con pondera­ciones como «el mejor poeta’, «supe­rior a Pablo Neruda» y «tal vez el mayor poeta vivo del mundo». Mas él, que toda la vida ha sido modesto, res­ponde en reportaje que le hace el pe­riódico Excelsior (noviembre 29/85): No soy hombre nacido para el triunfo, sino para el dolor y la lucha, en la cual me conservo hasta el momento.

Esta no es una despedida a Pardo García. El día esté lejano. Sabemos que su espíritu abatido re­surgirá de entre las nieblas de su en­fermedad. No puede ser ésta una nota fúnebre; es, por el contrario, un deseo de vida. Y será el de 1986 un año de paz y esperanza, como él mismo me lo desea en amable nota.

Colombia, insigne poeta, está con usted. Esta patria grande que lo vio un día escribir sus primeros poemas en las estribaciones del páramo del Verjón, y que luego lo siguió en su ascenso por los cielos de América y del mundo, todavía espera mucho de su genio.

*

Lamentamos, sí, su ausencia de nuestro suelo. Lo mismo hay que decir de Laura Victoria, también residente en Méjico desde hace 45 años. Los dos completan cien años de ausencia, que en el sentir de los poetas significan una eternidad. Dos vidas paralelas. Dos maestros de la lírica.

Glorias ambos para Colombia, cuyo nombre pusieron a tremolar por los aires del mundo.

El potro de la muerte volverá a exclamar: Todavía no puedes montar sobre mis lomos carboníferos…

El Espectador, Bogotá, 8-I-1986.

 

 

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