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Archivo para domingo, 16 de octubre de 2011

Armenia es un amor

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Jesús Antonio Niño Díaz, gobernador del Quindío y golfista de tiempo completo, lan­zó para su segunda gobernación una rápida cuña: “Armenia es un amor». Es al mismo tiempo una afirmación y un reto. La trajo de su consulado de Boston, donde había permanecido por algún tiempo con nostalgia de su tierra y de sus palos de golf. Había experimentado, sin duda, la tris­teza que da la patria lejana. Renunció y se vino presuroso a recordarnos que Armenia es la mejor tierra. «Es un amor». Con eso se expresa todo.

Ahora que se realiza un nuevo Abierto de Golf en el Club Campestre, tan  hospitalario y familiar para los jugadores de todo el país, y ahora que de nuevo se me pide que escriba unas palabras para su revista, nada tan oportuno como soltar el slogan de que «Armenia es un amor». Sale la frase, si se quiere, de los propios predios del golf, donde el doctor Niño Díaz es asiduo  practicante del refinado deporte que le ha hecho conquistar amigos y lo ha llevado, entre rondas y certeros golpes, a planear el progreso de su ciudad.

Varias generaciones han recorrido estos campos del regio deporte, entre atardeceres y efusivas muestras de amistad. El nacimiento del Club Campestre arranca el 22 de marzo de 1937, según nos lo contó hace poco el historiador de este centro social, don Óscar Jaramillo Jaramillo, otro golfista de tiempo completo, aunque flojo para un recorrido de cuatro horas. Se dice de él que es el único golfista del país que no juega completo un partido, pero nadie ignora que es de los más perseverantes en las canchas.

En estos 45 años mucha historia corre por los huecos del campo deportivo, y es obvio que las actas que protege Óscar con tanto celo digan también del desarrollo de una ciudad que a paso veloz se ha transformado en uno de los centros más pujantes del país. Baste recordar, como simple dato que atestigua el paso del tiempo, que el valor de la primera cuota fue de tres pesos. ¿Cuánto vale hoy, don Óscar? Es mejor no revelarlo, para que los golfistas continúen sintiéndose sanos y jóvenes.

Es el Club Campestre una de las referencias más propias de Armenia. Desde aquí, en los últimos tiempos, se ha forjado su desarrollo. Los gober­nantes se dan cita entre arreos golfísticos y aco­meten con brío entre hueco y hueco, mientras la ciudad no se detiene y se siente impulsada para continuar como capitana de las ciudades intermedias. Cada golpe de pelota en el Club es como un golpe de progreso en la ciudad.

Armenia, que se acostumbró a tener amigos en todos los confines del país, los recibe con albo­rozo, siempre cariñosa y siempre retadora. De aquí salen con celos de sana emulación muchos de los distinguidos visitantes que algo nuevo encuentran en esta urbe palpitante, y llegan a sus ciudades de origen deseosos de aplicar los mismos moldes de este urbanismo inalcanzable. Y cada vez se van más convencidos de que «Ar­menia es una amor».

Revista del VII Abierto Cafetero de Golf (editorial), Armenia, junio de 1982.

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El mal de los ejecutivos

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cualquiera que no lo sea, envidia la suerte del ejecu­tivo. Y éste lucha, a veces con desespero y por lo ge­neral con poco éxito, por liberarse de su esclavitud. Ser ejecutivo supone prestancia. Prestancia que va desde el puesto elevado que se ocupa en la empresa, con carro último modelo, confortable casa y sun­tuoso chalet, hasta el aroma de los clubes y los viajes por el mundo,  con tal cual escándalo social que afianza, en lugar de debilitarla, la imagen del hombre que es al mismo tiempo productor de negocios y perseguidor de velei­dades.

Lo que ignora el que persigue el puesto de ejecutivo es el precio de esta fama efímera. No sabe qué significa la pala­bra estrés: esfuerzo, violencia, tensión, compulsión. Palabra que no dice mucho y es, sin embargo, el mal de la época. El estrés supone angustia, desajuste anímico y orgánico, depresión. Es síntoma que muchas veces lleva a la propia muerte.

Recargado de responsabilidades y empujado a la gloria mercantilista –termómetro de la fama–, el ejecutivo difícilmente logra manejar sus emociones dentro del grado de serenidad que reclama el ejercicio de su medio ambiente. La empresa no sólo es fría y deshumanizada, sino que obliga a sus militantes a ser fríos y deshumanizados.

Pocos logran zafarse de esta regla apabullante. Cuando alguien civiliza el ámbito empresarial inyectándole humanismo, no siempre obtiene éxito. La vida  de los nego­cios exige producir, más que pensar. Estamos en la época plena de la cibernética, invención detestable que ha llevado al hombre a erigir la máquina como motor de progreso, y termina la máquina dominando a su propio fa­bricante. Curioso ensayo éste en que la criatura se rebela contra su creador.

Ese es el ámbito del ejecutivo. Se cae en las garras de un enemigo voraz, casi sin darnos cuenta, porque desde  afuera se apetece estar ahí. Se hue­le a negocios prósperos, a vida confortable, a nombradías seductoras, a perfumes embriagantes. Vendrá después el desajuste del hogar y de la personalidad. Comienza entonces a pagarse el real precio de ser ejecutivo.

La depresión, el mayor abismo en que se cae, tarde o tem­prano aparecerá empujando a la víctima buscar siquiatras y curas di­fíciles. La persona sufre  cada vez mayor infelicidad en la medida en que sea más ejecutiva. Aparecerán los vér­tigos, las palpitaciones, el insomnio, la falta de apetito, la decadencia sexual, la falta de seguridad… Habrá aban­dono de las ilusiones simples que se tenían cuando no se era tan prestante, y se querrá reconquistar ese estado. Muy pocos consiguen ser felices en medio de la calenturienta atmósfera de los negocios.

Hay un dato estremecedor: cada dos minutos alguien in­tenta suicidarse en los Estados Unidos, y diariamente lo consiguen setenta personas. En el mundo hay mil suicidas diarios. En Inglaterra cien mil personas trataron de eli­minarse el año pasado. ¿Por qué? La respuesta es inequívoca: por depresión, en alto por­centaje. La depresión es el mayor costo de la escala social que nos lleva a ser ejecutivos.

Mucho cuidado, señor ejecutivo, usted que se mueve entre las fluctuaciones de la bolsa, las zozobras de la aguja monetaria, los halagos de su sillón dorado,  la apetencia de los billetes, casaquintas y champañas (y acaso en persecución de bellas mujeres), mucho cuidado, que lo está persiguiendo la depresión. Sáquele el cuerpo al estrés, esa pala­breja que está de moda y es sinónimo de muerte. Y de infelicidad.

La Patria, Manizales, 8-IV-1982.

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La feria de la democracia

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

En Colombia manda la democracia. Y seguirá mandando por mucho tiempo, gracias a nuestro pueblo so­berano. Desde que yo estaba chiquito oía hablar de democracia. Me crié con democracia. Democracia al desayuno, almuerzo y comida. Al colombiano se le inculca esa noción desde los primeros años. En su casa todos son de­mócratas. También la «dentrodera».

Ella se estrena el traje día de elecciones, se saca de las uñas las impurezas de la semana, se cuelga la cintica en el pelo, se iguala con la señora en los zapatos elevados que la ponen a la moda, se aplica abundante pachulí, y a votar se dijo. Acompañémosla.

*

El señor de la casa le había dado clases de democracia durante dos meses seguidos, o sea, durante el tiempo en que los parlantes callejeros por poco nos llevan al manicomio. Su amo, tan atento él, tan querida persona, le había traído la papeleta precisa, la de ganar, y le había enci­mado un billete de $100 y una sonrisa.  En su gesto había además una tácita insinuación de aumento de sueldo si ella votaba por sus listas.

–Las del triunfo. Si ganamos, te compro otros zapatos –le había dicho a escondidas de su esposa.

Florinda salió de la casa, erguida, alegre, taconeando fuerte. Se sentía importante. En la esquina abrió la cartera y acarició la otra papeleta, la de su patrona. «La de ganar, Florin­da”. Ella también había sido genero­sa. Le había regalado el vestido de las rosas que ahora estrenaba y dos prendas íntimas, a escondidas del esposo, que le llevaba la contraria en política.

*

La señorita mayor, que no mane­jaba todavía suficiente dinero, tenía su manerita de halagarla. Le había deslizado el mejor sobre, el de la renovación política. Y el muchacho pechipeludo, tan provocativo él, tan buen mozo, que la perseguía en los descuidos del resto de demócratas de la familia, le había explicado las ventajas de su partido. Florinda palpó por la calle ese voto y se sintió emocionada. No supo si por el partido o por el muchacho, tan buen mozo él, tan excitante.

En la plaza se encontró con Ansel­mo, el novio. Venía como un dandy, estrenando pantalón y guayabera. También olía a bueno. Parecía un doctor. Así, repasándolo con una mi­rada rápida, tuvo cierta tristeza por haber cambiado besos con el buen mozo de la casa. «Te ves arrebatador». No se lo dijo, lo pensó.

–Mostráme tu voto. Florinda.

Ella le pasó la primera papeleta que encontró en el bolso. Cualquiera era lo mismo. Ni siquiera sabía leer, ni entendía de nombres raros. Al novio no le gustó el voto.

—Tenés mal gusto, Florinda.

*

Dieron unas vueltas por la plaza. En el recorrido, él le contó que aquellos pantalones y aquella guaya­bera eran consecuencia de un negocio electoral. Votaría por el cacique, el que más hablaba por los parlantes, el que más prometía, el que tomaba aguardiente en la fonda. Y sobre todo, el que le tenía prometido el billete de quinientos si votaba por él.

A Florinda le gustaba todo eso, pero se acordaba de sus amos. ¿Cómo iba a traicionarlos? Se animaba y se desanimaba. De pronto alguien les dijo que en otra parte daban billetes de mil. La tentación aumentó. El secretario de la alcaldía compraba la boleta por los mismos mil pesos, pero encimaba cinco kilos de carne.

Apenas estaba iniciándose el mer­cado de la democracia. Sus amigos seguían contándoles muchas cosas. Oían hablar de lotes, de drogas, de puestos, de colegios gratis… Todos estaban dichosos. Sólo bastaba de­jarse conducir hasta la urna. Se lle­gaba, se mostraba la cédula, se metía el dedo, se deslizaba un papelito, y ya, ¡el milagro! ¡Mil pesitos!

Florinda no lo pensó más. Votó en conciencia. Es decir, con la conciencia segura de ganarse un dinero extra, sin tener que fregarse tanto. «Negocio es negocio», les dijo con la mente a sus amos.

*

Hoy Florinda, antes tan ingenua, sabe lo que es la democracia. Colom­bia es un país libre, sin dictaduras, con derecho a elegir. ¡Hay que votar en conciencia! El párroco repitió esto muchas veces. Y Florinda votó a conciencia de lograr unas utilidades por tan poca cosa: apenas un papelito.

Ahora tiene más ropa y huele mejor. Todo el mundo sabe que en Colombia se realizan elecciones puras donde cada cual es libre de buscar la mejor opción. Como Florinda y Anselmo. Este último ganó menos por haber entregado la cédula antes de tiempo. No se hizo valorizar.

El elector —estamos cansados de oírlo— es la persona más importante para la suerte del país. La democra­cia —¡bendita democracia!— nos tiene reservados no se sabe cuántos años donde se puede votar libremente. Sólo hay que saber escoger el voto. Ahora se anuncian las elecciones pre­sidenciales. Los dos protagonistas de esta crónica no caben en sí de la dicha.

–Ahora sí te desquitás, Anselmo. Vendé mejor tu voto. O si querés, yo te ayudo

El Espectador, Bogotá, 31-III-1982.

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Si usted fuera Presidente…

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Ha pensado usted alguna vez que puede ser el Presidente de la Repú­blica? Como usted es un ciudadano del común, sin aptitudes presidenciales ni  ambiciones políticas, me contesta que no, que es utópico suponer seme­jante despropósito. Sin embargo, es posible. Le pongo varios ejemplos de otros que gobernaron a Colombia como si se tratara de una finca, y usted se consuela. Se imagina estre­nando banda presidencial y se echa para atrás creyéndose en el solio de Bolívar. Pero espere un momento, señor candidato, que primero debe explicar su programa de gobierno, sin el cual es imposible conseguir votos. Lo entrevistaré, por lo tanto. Yo soy el pueblo.

—¡Encantado! —susurra usted y se frota las manos con legítima emoción patriótica.

—Díganos, doctor Cucaita: ¿Cuál es su primer paso al llegar al Gobierno?

—Cambiar a todo el mundo. A mi­nistros, gobernadores, alcaldes, por­teros… Y nombrar a los míos, a los de mi absoluta confianza. Sin rosca es imposible gobernar.

—¡Magnífico! —respondo, y me siento encasillado en la nueva administración.

—Vendrá luego el desmonte pro­gresivo de todos los programas del anterior gobierno, muy malos, como usted lo sabe. Con mi formidable equipo de colaboradores rectificaré las tremendas equivocaciones de mi antecesor y poco a poco haré la transformación del país.

—Pero antes explíqueles a los co­lombianos cuáles son sus planes concretos, y no se olvide de que todavía no es Presidente.

—¡Pero lo seré! —afirma usted con entusiasmo—. Y ya me imagino via­jando a inaugurar la carretera a la selva del Caquetá, la que le prometo al pueblo como una fórmula ideal para acabar con los insubordinados…

*

El candidato toma en serio su papel. Al día siguiente inicia por pueblos, por veredas, por ríos, su cruzada nacional. Monta en bus, en helicóptero, en avión —en burro, si es necesario—, y logra llegar a todos los sitios. Muestra una resistencia a toda prueba. Abandona el cigarrillo y el licor para rendir más.

En Valledupar preside la más grande manifestación que haya conocido la ciudad. Allí lo aplaude la Cacica y ésta apuesta otra vez su máquina de es­cribir a que el doctor Cucaita será el segundo Bolívar. En una mañana vi­sitará seis municipios del Quindío y por la tarde estará en Tunja, para pernoctar en Cali, donde ofrecerá bajar los intereses, acabar con la usura y aumentar la producción agrícola.

*

Su opositor ha dicho: «Los mejores bachilleres tendrán universidad gra­tuita. Habrá educación para todos, y no como ahora, cuando se quedan cien mil bachilleres sin poder ingresar a la universidad…”

El doctor Cucaita, que se entera de todo y se deja asesorar sobre las estrategias para llegar al pueblo, perora más tarde en la plaza de Pereira: «El empuje de la provincia será una realidad, no un simple enunciado politiquero. Bogotá no puede pensar para todo el país. Por lo tanto, a esta hermosa ciudad le trasladaré un instituto descentrali­zado, otro a Palmira, otro a Neiva… Será un traslado efectivo, y no como el que ocurrió en otro gobierno, sin la necesaria planeación…»

Ese mismo día comienzan los for­cejeos entre Armenia, Pereira y Manizales para conquistar la oficina principal del Banco Cafetero. Ninguna de ellas tiene la suficiente capacidad de vivienda, pero todas inician la construcción de nuevos barrios.

*

—¿Qué más, señor candidato?

—Las clases pobres tendrán vivienda sin cuota inicial…

—Eso ya lo dijo el otro candidato.

—Entonces, presentaré un plan realmente revolucionario: carros po­pulares a $150 mil. En mi gobierno habrá empleo, educación, vivienda, salud… Bajaré los impuestos a los pobres y los subiré a los ricos…Terminaré con las mafias, con los monopolios, con los acaparadores…

—¿No peligraría su gobierno con esta clase de medidas, doctor Cucai­ta?

—Por ahora consigo votos. Después veremos qué se hace. Com­batiré la corrupción, la piratería de los bienes del Estado… Acabaré con el M-19… Levantaré el estado de sitio…El Procurador y el Contralor serán del partido contrario… Habrá pena de muerte para los crímenes execrables… Legalizaré la marihuana… Implantaré el divorcio… Antes de concluir mi mandato recorreré en carro la carretera asfaltada de Tunja a Cúcuta…

*

—¡Despierte, despierte, doctor Cucaita! —tuve que frenarlo.

–¿En qué punto íbamos? —preguntó emocionado el candidato.

Candidato imaginario, natural­mente. Cualquier parecido con la rea­lidad es simple coincidencia. Usted y yo podríamos también ser por unos instantes presidentes de la República. Es posible que entonces todo lo transformáramos y que no fueran suficientes los cuatro años de gobierno para hacer caber tantas ideas lumi­nosas.

De todas partes han surgido en estos días doctores Cucaitas. Sólo uno de los entrevistados, al que la emisora repitió la pregunta de qué haría si fuera elegido Presidente, repuso sin titubeos: «Renunciar de inmediato».

El Espectador, Bogotá, 24-III-1982.

 

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Entre coqueros y caletos

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos saben lo que es un coquero. Es la persona aficio­nada a la coca. ¿Saben ustedes lo que es un caleto? El término es menos claro, por pertenecer a la jerga de la marihuana, pero como Colombia es país de marihuaneros y coqueros, la palabra adquiere cada vez más categoría social. Los «caletos» o «faros» son los que transportan la yerbita por cafetines, extramuros, calles sórdidas, mercados abiertos. Pues bien. Hace varios días tuve una sesión con representantes de estas agencias de drogas. Uno quería que probara la «chicharra” (y para qué explicar de qué se trata, si nadie lo ignora), mientras  el otro me pasaba la jeringa. Trataré aquí de reproducir el diálogo de dicha entrevista.

*

–Necesito la coca para trabajar. Ella me anima. Con un poco todos los días, basta. Usted debe usarla para llenar con lucidez sus cuartillas. ¿Cómo diablos puede sacar ideas brillantes en una noche de fatiga si no es ayudándose con una dosis adecuada?

Me hizo una demostración y luego sonrió. Me pidió permiso para hacer lo mismo conmigo, pero no me dejé. Tampoco él insistió.

–…con la coca las ideas se vuelven más definidas, más luminosas, más rentables. En el periódico lo cotizarán mejor y los lectores devorarán sus libros.

–¿De veras? –pregunté con avidez.

–Además, los negocios le funcionarán. La llaman “la cham­paña de las drogas”,  porque hace ver la vida con burbujas.

*

Aquí saltó el caleto:

–La cocaína estimula, pero no da más inteligencia. Enva­lentona a los tontos. La «mota», en cambio, levanta la moral. Se piensa mejor, señor periodista. Cuando usted tiene pro­blemas, no es sino aspirarla. El mundo se transforma y las dificultades desaparecen.

Me pasó eufórico el cigarrillo. Noté su mano temblorosa, y pensé que era por la emoción de conquistar un nuevo cliente. En el salón había un denso ambiente de humo. Los «jíbaros» re­corrían las mesas, listos a cualquier necesidad. ¿Verdad que desean ustedes verme fumando…? Pues los dejo con la intriga.

–…cuando sienta temor, o inseguridad, o encuentre borro­so el pensamiento, el remedio está a la mano. La «mota» es la compañera del pueblo.

Volvió a lanzar una bocanada y esta vez le vi raros los ojos. Había en ellos un tinte sanguinolento, y él me expli­có que era el de la inspiración.

*

–La marihuana produce efectos desastrosos en la salud y en la mente –refutó el coquero–. El pueblo se degenera. En cambio, mi producto lo usan los ejecutivos, los políticos, los escritores, los artistas… Todos se inspiran, todos renuevan sus energías. Con la marihuana se pierde la voluntad, desaparece el discernimiento.

–¡Miente! –se alteró el otro.

–¡Serénese, amigo! Inhale mejor mi producto. Además, la coca es­timula las relaciones amorosas. Contiene poderes afrodisíacos. Destierra el hastío sexual. Es la «droga del placer».

–Repito que nada de esto es cierto –intervino nuevamen­te el caleto–. Es un  producto que hace envejecer prematura­mente. Por lo tanto, atrofia los órganos a que usted se re­fiere.

–¿Y la marihuana…? ¡Ja…ja… ja…!

–De la «cannabis sativa» se extrae perfume para las da­mas, si no lo sabía. Es  una delicada esencia que despierta entusiasmos eróticos. Le pondré una gota, señor escritor, para que pase una noche fantástica.

*

Me la dejé aplicar. Y comencé a sentir un ardor extraño, no sé dónde. Acaso en la conciencia, por estar dando aquellos pasos tan arriesgados. Toda la noche estuve nave­gando por espacios vaporosos. Soñé que era el octavo marido de Liz Taylor. Me sentí cohibido ante la diva, pero me acordé del perfume afrodisíaco de la marihuana y del efecto desinhibidor de la coca. Con ambas pócimas subiría al tejado. La gata caliente sería al fin mía gracias al poder de las drogas prohibidas. Me impulsé y…

Por recato me callo. Aquello fue desastroso. Nunca me había visto tan frustrado, ni siquiera la noche anterior, en la vida real. Desperté atontado, con la cabeza bailándome y el ánimo postrado. ¿Y los ardores amorosos, y los ascensos en mi carrera, y los negocios prósperos? –me preguntaba más tarde.

–¡Persevere, hombre! –me aconsejaba el coquero–. Con un empujoncito más entrará usted a nuestra cofradía. Será un respetable mafioso. ¿Sabe lo que es la mafia?

–¡Claro que si! La que se está apoderando de Colombia, la que consigue curules y poder, la de los negocios oscuros, la…

–¡Chist! –me cortó el señor coquero–. No exagere. Esas son especulaciones. Si viera lo bien que se pasa en nuestra organización. En la vida hay que ayudarse. Para eso le ofrezco estimulantes…

*

Continúo pensando qué ha fallado en mi caso. Algo no cuadró. No aprendí a fumar el cigarrillo ni aplicarme la inyección. En la cabeza me ha quedado cierto humo que no sé si es el de la inspiración o el de la frustración. Lo cierto y lamentable es que no he encontrado la dosis precisa para volverme inteligente.

Mis contertulios, que terminaron abandonándome, dicen que no me presté. Que para que el ensayo funcione hay que relajar la voluntad, estimular el apetito, entonar la imaginación. Parece que no todos tenemos esas ventajas. ¡Y cuánto diera uno por volverse inteligente!

El Espectador, Bogotá, 18-III-1982.

 

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