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El mal de los ejecutivos

domingo, 16 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cualquiera que no lo sea, envidia la suerte del ejecu­tivo. Y éste lucha, a veces con desespero y por lo ge­neral con poco éxito, por liberarse de su esclavitud. Ser ejecutivo supone prestancia. Prestancia que va desde el puesto elevado que se ocupa en la empresa, con carro último modelo, confortable casa y sun­tuoso chalet, hasta el aroma de los clubes y los viajes por el mundo,  con tal cual escándalo social que afianza, en lugar de debilitarla, la imagen del hombre que es al mismo tiempo productor de negocios y perseguidor de velei­dades.

Lo que ignora el que persigue el puesto de ejecutivo es el precio de esta fama efímera. No sabe qué significa la pala­bra estrés: esfuerzo, violencia, tensión, compulsión. Palabra que no dice mucho y es, sin embargo, el mal de la época. El estrés supone angustia, desajuste anímico y orgánico, depresión. Es síntoma que muchas veces lleva a la propia muerte.

Recargado de responsabilidades y empujado a la gloria mercantilista –termómetro de la fama–, el ejecutivo difícilmente logra manejar sus emociones dentro del grado de serenidad que reclama el ejercicio de su medio ambiente. La empresa no sólo es fría y deshumanizada, sino que obliga a sus militantes a ser fríos y deshumanizados.

Pocos logran zafarse de esta regla apabullante. Cuando alguien civiliza el ámbito empresarial inyectándole humanismo, no siempre obtiene éxito. La vida  de los nego­cios exige producir, más que pensar. Estamos en la época plena de la cibernética, invención detestable que ha llevado al hombre a erigir la máquina como motor de progreso, y termina la máquina dominando a su propio fa­bricante. Curioso ensayo éste en que la criatura se rebela contra su creador.

Ese es el ámbito del ejecutivo. Se cae en las garras de un enemigo voraz, casi sin darnos cuenta, porque desde  afuera se apetece estar ahí. Se hue­le a negocios prósperos, a vida confortable, a nombradías seductoras, a perfumes embriagantes. Vendrá después el desajuste del hogar y de la personalidad. Comienza entonces a pagarse el real precio de ser ejecutivo.

La depresión, el mayor abismo en que se cae, tarde o tem­prano aparecerá empujando a la víctima buscar siquiatras y curas di­fíciles. La persona sufre  cada vez mayor infelicidad en la medida en que sea más ejecutiva. Aparecerán los vér­tigos, las palpitaciones, el insomnio, la falta de apetito, la decadencia sexual, la falta de seguridad… Habrá aban­dono de las ilusiones simples que se tenían cuando no se era tan prestante, y se querrá reconquistar ese estado. Muy pocos consiguen ser felices en medio de la calenturienta atmósfera de los negocios.

Hay un dato estremecedor: cada dos minutos alguien in­tenta suicidarse en los Estados Unidos, y diariamente lo consiguen setenta personas. En el mundo hay mil suicidas diarios. En Inglaterra cien mil personas trataron de eli­minarse el año pasado. ¿Por qué? La respuesta es inequívoca: por depresión, en alto por­centaje. La depresión es el mayor costo de la escala social que nos lleva a ser ejecutivos.

Mucho cuidado, señor ejecutivo, usted que se mueve entre las fluctuaciones de la bolsa, las zozobras de la aguja monetaria, los halagos de su sillón dorado,  la apetencia de los billetes, casaquintas y champañas (y acaso en persecución de bellas mujeres), mucho cuidado, que lo está persiguiendo la depresión. Sáquele el cuerpo al estrés, esa pala­breja que está de moda y es sinónimo de muerte. Y de infelicidad.

La Patria, Manizales, 8-IV-1982.

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