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Archivo para viernes, 7 de octubre de 2011

Concurso de cuento

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La Gobernación del Quindío ha convocado a un concurso de cuento, el primero que se realiza en esta región del país. Promete ser importante suceso literario, tanto por la organización que se le está dando, como por la calidad de los jurados y la significación de los premios. El escritor necesi­ta en Colombia más estímulo y mayores oportunidades para que su producción no perma­nezca ignorada y, por el contra­río, cuando tiene mérito, para que sea reconocida y divulgada.

El escritor escondido, anóni­mo, no debería existir, porque su misión es llegar al público, crear inquietudes en la socie­dad y ser, en síntesis, mensajero eficaz de la palabra. El escritor es el memorialista por excelencia de la historia, y como tal debe ser un esteta del pensamiento y el buen decir.

Hay que realzar la importan­cia de los concursos literarios, muy escasos en nuestro medio, en cuanto ellos se encaminan a buscar nuevos talentos, estimular el arte y en algunos casos conseguir lectores me­diante la impresión de las obras. España, país amante de sus tradiciones y que no deja postrar su cultura, conserva un fervor inquebrantable por las expresiones del espíritu. Allí proliferan los concursos para todos los géneros de literatura, con premios  ha­lagadores y con el aliciente para el escritor, y desde luego para la cultura –un patrimonio de los pueblos– de no dejar extinguir la llama del pensamiento.

Es el Quindío tierra pródiga no sólo en cosechas cafeteras, sino en leyendas aborígenes, guaquerías, paisajes y escritores. En el pasado sobresalieron nombres de reconocido prestigio nacional, como Baudilio Montoya en la poesía –antioqueño de naci­miento y quindiano por desti­no–, Jaime Buitrago Cardona en la novela, Antonio Cardona Jaramillo y Eduardo Arias Suárez en el cuento.

En los tiempos actuales subsiste una generación inquie­ta y perseverante en las disci­plinas humanísticas, con nomb­res de avanzada y con otros que están  olvidados al no contar con facilidades para hacerse conocer. Baste señalar la fecunda existencia de Carmelina Soto, voz lírica de entrañables profundidades que escribe en silencio, lejos de afanes exhibi­cionistas y de los ditirambos de la publicidad, su obra gran­diosa, con calidad suficiente para conquistar la gloria.

La Gobernación del Quindío, al orga­nizar este concurso de cuento, cuyo plazo vence el 30 de octubre, entiende su comp­romiso con la tierra. Ha integrado un jurado excelente: Adel López Gómez, Fanny Bui­trago y Manuel Mejía Vallejo. Y  ofrece cuatro oportu­nidades, con premios de $ 40.000, 25.000, 10.000 y una mención honorífica, además de la publicación que hará Colcultura con los cuentos galardona­dos.

La Patria, Manizales, 23-VIII-1979.
El Espectador, Bogotá, 30-VIII-1979.

 

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viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off
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Defensa del libro

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Recuerdo alguna página de Azorín que habla de­leitosa, filosóficamente, de los libros que se buscan, se manosean, se conquistan y terminan confundidos con la propia personalidad del lector. En ese ir y ve­nir por los caminos librescos nos vemos contagiados de afán exploratorio, de ansia cultural, de inquisición sobre autores y títulos, para desembocar finalmente, cuando hay penetración, en la calle angosta del libro decantado, ese que se adquiere con celoso empeño y se lee silenciosamente con degustación y provechoso análisis.

El libro es el mayor medio de cultura que ha in­ventado la humanidad y resistirá los embates de todas las tecnologías, aun las más audaces, comprendi­da la sofisticada que pretende transmitirnos el saber por medios audiovisuales o mediante comprimidos televisados, como si fuera posible adquirir erudición de prisa o ingiriendo grageas instantáneas. La cultu­ra, veloces innovadores, es cosa seria. No viene en píldoras y no se vende, claro está, en las farmacias.

Los computadores pueden vomitar cifras increíble­mente precisas con sólo oprimir botones, y hacer planeaciones desconcertantes, y remplazar al hombre en múltiples actividades, y hasta hablar y de pronto mandar, pero no lograrán desplazarlo. Estos cere­bros mecanizados de la época, aptos para resumir un libro a su contenido elemental, con ahorro de pará­frasis y de inútiles divagaciones, según se piensa, es­tán en vía de permitir que el hombre adquiera una vi­sión del contexto con la rapidez de la luz.

¡Tranquilo, señor Cervantes!

¿Esto dará cultura y dejará conocimiento? ¿Es posible acaso inyectar cultura por soplos milagrosos? ¡Tonta ilusión! Si de un vistazo se llegara a «leer» el Quijote visualizándolo en una pantalla por donde desfilaran los pasajes que se desean, po­demos desde ahora compadecernos del pobre don Miguel que tanto magín consumió escribiendo su obra cumbre, sin calcular que sucesivas generacio­nes la abreviarían cada vez más hasta convertirla en una cinta milimétrica.

¡Pero tranquilo, señor Cer­vantes, que esto es más especulativo que eficaz! La máquina puede minimizarlo a usted, descuartizarlo y quizá ponerlo a andar a velocidades ignoradas por sus calmosas caballerías, pero no conseguirán extin­guirlo, porque en cualquier anaquel culto continuará su obra viva y gloriosamente desdeñosa del afán mutilador.

La máquina, sempiterno señor, trata de en­señarnos a leerlo de afán, con premuras de estudian­te desaprovechado en vísperas de exámenes, pero ni su Quijote, ni su Sancho, ni su Rocinante, ni su Galatea, ni su Sigismunda, seguidos de los numerosos personajes que usted creó para que lo protegieran, se dejarán disminuir por una humanidad precipitada, ávida de velocidades y falta de raciocinios, a la que usted, como buen caballero, no quiere indigestar con estas revolturas de los libros triturados y a medio en­gullir.

Siga, por tanto, durmiendo su justo sueño y olvídese de los cerebros electrónicos y de las mentes humanas deshumanizadas, que entre todos no serán capaces de rasgar la pluma y producir un pensamien­to profundo, porque sólo se mueven por impulsos y carecen de cerebro pensante.

El libro no morirá

Hay quienes suponen, y lo pregonan jubilosa­mente, que el libro desaparecerá. Juventudes albo­rozadas esperan cargar a los clásicos entre cartuchos de microfilm. ¡Al diablo con los volúmenes tedio­sos!, se dirán los estudiantes del mañana, y desde ahora los están acorralando en el último rincón de la casa y para qué decir que menospreciando. Los tiempos modernos son de brevedad, de ligereza, de liberación de lo antiguo y lo pesado, de rapidez y frenesí. La lectura de un libro famoso –un artículo cada vez más desconocido– no cabe en estas mentes voláti­les.

Pero aun así el libro no morirá. Si día a día las bibliotecas hogareñas son más decorativas que formadoras, los lectores verdaderos –una institución en decadencia, aunque no extinguible– caminan despa­cio, devoran páginas nutritivas y protegen al mundo contra el comején iconoclasta. La lectura rápida, otra invención de la época, caracteriza muy bien el afán, la angustia del hombre contemporáneo por ir de pri­sa, sin demasiadas reflexiones, en esta era de la pro­pulsión a chorro que invade espacios ultraterrestres y que irónicamente está desnaturalizando al propio hombre, al reducirle su capacidad de pensar.

El auge de la cibernética

Desistan, señores revolucionarios, tecnócratas insaciables, de intentar que el mundo se vuelva má­quina. El computador que ustedes perfeccionan con tantas minucias para meterlo en la cabeza del hom­bre no logrará «pensar» más allá de su programa­ción. Al acabársele la cuerda, enmudecerá como un ente caído, como un muñeco hueco.La tecnología, todos los días más asombrosa pero cada vez más des­humanizada, ha realzado la máquina.

Estamos en el auge de la cibernética, monstruo deformador de la humanidad que quiere manejarlo todo con palan­cas y soplos mecánicos, desalojando a su inventor; pero no conseguirá sustituirlo cabalmente, porque el hombre es único e irremplazable. El meollo consiste en que el cerebro de la máquina no será nunca el ce­rebro del hombre.

Suponer la muerte del libro es idea errónea. El mundo del futuro, se dice, será manejado electróni­camente y por tanto no se necesitarán mayores conocimientos. Todo llegará «enlatado», otro término de la traviesa tecnología actual. Ya la televisión, con sus incursiones seudoculturales, trata de impresionar y hasta de montar cátedras eruditas, que con todo y sus artificios, y por eso mismo, se desvanecen con la fragilidad de lo fugaz y lo inconsistente.

La te­levisión, hoy por hoy y sobre todo en el futuro, tiene más de diversión momentánea que de sistema educa­dor, contagiada como se encuentra de frivolidades, sutilezas y violencia. Pero siendo un imán poderoso para la molicie, y lamentablemente para la pereza de masas, está atrapando el interés colectivo y cada vez penetra con mayor dominio el ámbito del hogar y desde luego la atención del estudiante, que tira el aburrido texto de enseñanza ante el magnetismo de una pantalla divertida. Uno de los mayores enemi­gos de la formación es el televisor, ante el cual el hombre moderno renuncia a ser culto, y además aprende a ser superficial, con tal de estar cómodo.

El gran maestro de la vida

Hay que repetir hasta la saciedad que el des­tierro del libro significa vacío espiritual. Siendo el gran maestro de la vida –y que alguien desmienta con fundamento esta tesis–, no puede aspirarse a adqui­rir conocimientos, a dominar un oficio o una especialización, y sencillamente a ser cultos, sin la lectura. Por ahí en alguna parte se dice que si una persona dedicara dos horas diarias a la lectura, llegaría a ser sabia.

Puede que esto no resulte tan fácil en un mun­do como el actual movido por densos fenómenos cul­turales, por nuevos conflictos y dispersas doctrinas, pero habrá que admitir que la disciplina de lecturas perseverantes y bien orientadas proporcionará, cuando menos, sólida estructura intelectual. La definición de sabio, en esta época de tan enredados caminos, puede ser debatible y no viene al caso; lo cierto es que el sabio lleva no pocos volúmenes im­presos en el cerebro.

La inteligencia, un don natural, se cultiva y se endereza para fines útiles educándola. Los líderes del pueblo, los conductores de un país o de una empresa cualquiera, fracasarán si no son cultos. Y la cultura, hay que insistir, no se vende en las farma­cias ni se conquista en poco tiempo; es consecuencia de arduas disciplinas y de profundos ejercicios men­tales.

Los más preparados son los que gobernarán, los que siempre han gobernado al mundo. Los incapaces caen tarde o temprano por su propio peso. No puede aspirarse a ser alguien en la sociedad, ni por mucho dinero que se posea, que también se derrum­ba, si no existen ideas. La personalidad se robustece y adquiere bagaje no ante un televisor ligero ni apretando botones y misteriosos engrana­jes, sino formándola.

El libro es insustituible. No existe mejor canal de cultura. Tiene la propiedad de enseñar divirtiendo y de despertar la mente hasta ajustarla e impri­mirle consistencia. Aun en estos tiempos de frivoli­dad y disolución en que el estudiante y el profesional se desentienden de pulir la inteligencia, el libro si­gue haciendo sabios; y la ignorancia produciendo ne­cios.

El libro será siempre el mejor maestro, el mejor consejero, el mejor amigo. Si el humanismo tiende a agotarse, el libro, y no la máquina, ni el televisor, ni el transistor, ni los «enlatados», nos salvará del de­sastre. Un planeta sin humanismo no vale la pena y destruiría al propio hombre.

Revista El Impresor, Editorial Bedout, Medellín, agosto/1980.
Revista Nivel,
Ciudad de Méjico, julio/1987, noviembre/1988.

 

 

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Café El Humilladero

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Horacio Gómez Aristizábal pronunció en la Uni­versidad La Gran Colombia de Armenia, invitado por el Centro de Estudios Colombianos, una interesante conferencia sobre la reforma judicial, y tocó temas de controvertida actualidad, como el de la justicia castrense. Como autoridad que es el doc­tor Gómez Aristizábal en las disciplinas del Derecho, y sobre todo en la rama penal, sus pala­bras fueron escuchadas con gran interés por un público principalmente formado por abogados y estudiantes uni­versitarios deseosos de conocer el pensamiento de quien desde la capital de la República ha venido llamando la atención sobre diversos vicios de la orga­nización judicial.

El descubrimiento que hizo del «Café El Humilladero», uno de los tantos vericuetos de nuestra coja justicia colombiana, puso al auditorio a meditar en la im­portancia de lograr una verda­dera reforma que elimine el ascenso o la permanencia de los empleados judiciales en sus cargos por caminos que no sean los de la probidad y la aptitud.

A este café acuden, presuro­sos de reelección o en busca de nombramientos o de mejores puestos, jueces, magistrados y simples aspirantes que en cual­quier lugar de Colombia consi­deran que llegan mejor al corazón de los electores por medio del halago personal y sobre to­do del agasajo estratégico, ma­tizados de francachelas y de excesos alcohólicos. Como to­dos aspiran a algo, los unos a no caerse, y los otros al nombramiento, al ascenso o a un mejor acomodo, se desata en esta temporada una verdadera cam­paña por la subsistencia burocrática.

La espiral asciende desde el escribiente, el secretario o el juez de provincia, hasta el pro­pio magistrado de tribunal, por­que todos están sometidos a los vaivenes administrativos. La Corte Suprema de Justicia, organismo respetable y firme, se mantiene por fortuna prote­gida contra esta clase de intrigas, entre otras cosas por ser sus magistrados vitalicios y lle­gar a la alta investidura tras riguroso proceso de selección. Pero ellos, en cuyas manos se encuentra la designación de al­tos funcionarios de la justicia, no están exentos del asedio y la artimaña de los aspirantes.

Quienes se sienten inseguros en el cargo, por mediocridad personal o por las maniobras de colegas especializados en la difamación y la zancadilla –en todas partes se cuecen ha­bas– descienden, por lo general, hasta la humillación de la lison­ja y el desdoblamiento de la personalidad.

En estas idas y venidas por los caminos de la nómina se acude al sistema de halagar a las personas claves hasta con­quistar su voto, y es entonces cuando las puertas del «Café El Humilladero» se ven más movidas, lo mismo en la capital del país que en la lejana pro­vincia. Las cartas de recomen­dación, las trampas, los padri­nazgos y hasta las deslealtades al jefe y al amigo se intensifican en estas jornadas electora­les que acaso se entiendan en la política pero que son inconce­bibles en el poder judicial, su­puestamente libre de influencias y del comején servil.

Como consecuencia de estos afanes hay un largo período de inactividad, o mejor, de ineficiencia en los despachos judi­ciales, cuando aspirantes y electores viven de agasajo en aga­sajo, de guayabo en guayabo, minando no solo el bolsillo sino además la salud.

Si en alguna parte no debiera existir el «Café El Humillade­ro» es en la justicia. El juez, la mayor garantía de un país dig­no, no ha de estar sometido a estos tejemanejes. No todos, sobra decirlo, inclinan la cabeza ante estos procederes lacayos, ni los magistrados, en términos generales, son accesibles a la li­sonja y menos a la compra de la conciencia, pero como seres humanos tampoco son invulne­rables.

Este café, simbólico y real, existe en todas partes y es una vergüenza nacional, y de él no se encuentra alejado ni el soberano poder judicial, menos las otras actividades de nuestra descaecida nacionalidad. Se impone, por eso, una sabia re­forma de la justicia para que los funcionarios hagan su carrera sin más padrinos que el mérito personal y la aptitud, para ser árbitros libres y honestos de una sociedad convulsionada, y jamás fichas movidas por ca­prichos.

La Patria, Manizales, 12-IX-1979.

* * *

Curiosidad de este artículo:

Yo había titulado este artículo así: Café El Humilladero. El periodista de La Patria, tal vez sugestionado por la suerte que corría el grano cafetero en aquellos días, y quizá considerando que yo me había equivocado en el rótulo, tituló el artículo de la siguiente manera: Café, el humilladero. Sin cambiar las palabras, usando una coma y convirtiendo dos mayúsculas en minúsculas, este título tiene un sentido distinto al expresado en la columna. ¡Magia del idioma! GPE

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El Tipacoque de Eduardo Caballero Calderón

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De vacaciones en Soatá, mi tierra natal, me asal­tó de pronto la idea de entrevistarme en la vecindad, en el legendario Tipacoque, con don Eduardo Caba­llero Calderón. Después de trece años regresaba yo a la patria chica, con mi mujer y mis hijos, a rendir un tácito homenaje al pueblo que todos sentíamos prendido al afecto, los unos por haberlo vivido y dis­frutado, y los hijos por comprensible solidaridad.

Pensé que el personaje de Tipacoque, por más caba­llero de caminos y romántico cantor de aquellas bre­ñas ariscas, tan suyas y tan irrenunciables –como mías–, debía hallarse en la capital del país, muy lejos de los senderos polvorientos que serpenteando por el páramo de Guantiva, donde ni siquiera logran saciar la sed, toman breve descanso en Soatá para luego escabullirse montaña abajo, por entre precipicios y peligrosos recodos, hasta Tipacoque, pasando luego por Capitanejo y otros pueblitos resistentes al progreso, hasta morir finalmente en Cúcuta, un horizon­te remoto.

Por ahí en un restaurante del pueblo me tropecé de repente con Cipriano Chaparro, un viejo amigo sogamoseño a quien no veía desde veinte años atrás y que ahora aparecía en mi tierra en animada tertulia con Marcos Acevedo y Alfonso Márquez Rivadeneira, mi condiscípulo de las primeras letras en el Colegio de la Presentación durante una niñez ya des­dibujada por el tiempo, pero no olvidada.

Supe en­tonces, frente a un apetitoso plato de cabro, comida típica de la región, que Cipriano, ahora en uso de buen retiro del poder judicial, se había quedado en Tipacoque. «De esta tierra no me voy», no se cansa­ba de repetir entre arremetida y arremetida del jugo­so festín.

«Yo, el alcalde»

Apenas iniciado el reencuentro, ya Cipriano me tenía concertada una entrevista con Caballero Calde­rón, ahora también en temporada de descanso en su refugio sentimental de Tipacoque, y me aclaró que no se tomaba ninguna libertad, ya que «don Eduardo» –como lo nombraba con énfasis–, esquivo en la capital a los «lagartos» y los aduladores, recibía a to­do el mundo en su aldea.Muy rápido deduje un buen clima de amistad entre ellos.

Convinimos una prudente fórmula de protocolo, indispensable para quien iba a conocer en persona al cronista de Tipaco­que y no quería llegar invadiendo territorios ajenos, por más que de otra manera le fueran éstos fa­miliares por la lectura de los libros del eximio escri­tor, más que por la propia cercanía lugareña.

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá y a trescientos cuarenta de Bogotá. Años atrás fue co­rregimiento de mi pueblo, hasta que la porfía de Ca­ballero Calderón consiguió volverlo independiente, habiéndole correspondido la misión de apadrinarlo como su primer alcalde, por espacio de dos años. La duración de su alcaldía demuestra que no se trató de un acto protocolarlo, sino de un verdade­ro servicio a la comunidad. Fue él quien intrigó los primeros auxilios oficiales, abrió calles y hasta encar­celó al primer borracho disidente.

Soatenses y tipacoques

Soatá y Tipacoque, por lo tanto, tienen nexos de vecindad y de ancestro. Sobre esto último habría que hacer alguna salvedad, si bien el paso del tiempo se ha encargado de desvanecer viejos antagonismos. La rivalidad política de soatenses y tipacoques, en épocas de ingrata recordación, culminó en la separa­ción territorial. El motivo era poderoso. Se vivían las pasiones del país político que mantenían divorcia­dos a los colombianos entre liberales y conservado­res. Soatá, netamente conservador, no podía enten­derse con Tipacoque, netamente liberal, y lo mismo ocurría, desde luego, en sentido contrario.

En Soatá el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, pro­sista y polemista vigoroso, disparaba sus arcabuces contra los Caballero, y éstos, como buenos libera­les, mantenían enhiestas sus banderas. El país res­piraba por la herida de los odios políticos y los colom­bianos se mataban bajo la sinrazón del agudo sectarismo de la historia. Pasados los años, hoy la paz es absoluta. Desaparecieron, por fortuna, las épocas borrascosas de los vivas y los abajos y los ti­ros tronando en las calles de los pueblos.

Camino de Tipacoque, al que desde Soatá se lle­ga en veinte minutos, muchas ideas cruzaban por mi mente. Llevaba presentes las críticas de Caba­llero Calderón contra todos los ministros de Obras Públicas que vienen trabajando a paso de inválidos con esta carretera descuidada por todos los gobier­nos, y que acaso por ser el camino real de Colombia parece que estuviera condenada al eterno camino de herradura que aún lo es en muchos trechos, sobre to­do de Tipacoque a Cúcuta. El pavimento viene en Cerinza y sabrá Dios –que no los gobiernos– cuándo prosigue su ruta interminable.

El presidente Reyes, boyacense y uno de los grandes impulsadores de las obras públicas na­cionales, abrió la carretera de penetración hasta San­ta Rosa de Viterbo. Ahí se quedó estática por largos años. El camino seguía apto para mulas y cerrado a la civilización. A paso de mula fue avanzando una carretera difícil, sostenida entre peñascos y las ora­ciones de los viajeros, hasta que algún día logró lle­gar a Soatá y Tipacoque; y en la siguiente generación a Cúcuta.

El diputado y sus cojeras

Leo al vuelo en Tipacoque, una de las obras de Eduardo Caballero Calderón, el siguiente episo­dio que viene a propósito sobre el milagro del primer automóvil que apareció en aquellas laderas, perteneciente a un tío mío:

«Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un auto­móvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y tam­bién cojo. El tercer diputado era yo, aunque me fal­taba ser médico». Y más adelante: «Y cuando se fueron, el doctor Alvarado en el automóvil de don Miguelito y el doctor Vera en su mula, quedó flotan­do en el comedor un tenue olor a linimento». Es esta la constancia de las cojeras del diputado Caballero Calderón por aquellas tierras agresivas.

El automóvil, quién sabe cuántos años después, pisaba ahora un terreno más firme y menos polvo­riento. Pero no dejaba de saltar en los baches, ni de sudar en las pendientes. Los helechos salían ariscos al paso de la gasolina. Por fortuna el ambiente olía a naranja, a trapiche, a perfume de tierra caliente. El pedregal se sentía menos duro con la ilusión de cono­cer al insigne hombre de letras. En el fondo, casi im­perceptible, el río Chicamocha rumiaba sus pesares.

Alguna cabra solitaria me recordó la presencia de Siervo Joya, que no ha muerto, porque siervos sin tierra los habrá en todos los momentos de la humani­dad. En una vuelta del camino, ya presintiendo la aparición de Tipacoque, detuve la marcha para cap­tar el maravilloso espectáculo de la vega del Chicamocha, ante el que se queda corto el más recursivo pincel y desconcertado el más inspira­do poeta. El viento transportaba el aroma de las ho­jas de tabaco que manos endurecidas cosían en sartas que luego, al secarse, las llevarían a la Co­lombiana de Tabaco para convertirlas en duros sor­bos de vida.

Tipacoque y su personaje

Algo confirma la presencia de Caballero Calde­rón desde la primera piedra del pueblo. Es un perso­naje inmerso en la historia de esta comarca que parece más legendaria que real. Los tipacoques quieren a su amo como algo elemental y se acostumbraron a verlo y palparlo en cada esquina co­mo el espíritu que es de la aldea convertida por él en leyenda universal.

De labios del tipacoque sale con afecto y con respeto aquel «don Eduardo» que había escuchado yo en Soatá, y hasta me atrevo a creer que sus paisanos, distantes de los modernos «doctores» que han desacompasado la vida, tienen la doctísima noción de que el «don» era en España título nobilia­rio de difícil conquista.

Caminando por el corredor de entrada sentí que había llegado por fin al paraíso entrevisto. Unas sar­tas de tabaco colgadas en el tambo parecían más simbólicas que ciertas, y más románticas que materia­les. La casona, limpia desde el primer ladrillo y en­vuelta en acogedor manto de silencio, descorría a cada pisada su majestuosa solemnidad. Fue como si alguna mano invisible descubriera tanta historia detenida.

Allí estaba el fantástico lugar, se­de en un tiempo de los frailes dominicos y que en el año de 1580 pasó a ser propiedad de los antepasados de los Caballeros Calderón. Han corrido, por tanto, cuatro siglos desde que la familia sentó sus reales en la tierra mítica.

La hamaca coloquial

Por el corredor grande llegamos directo a la sala y allí nos reunimos con don Eduardo y con doña «Bel», otro personaje del pueblo. (Se trata de doña Isabel Holguín, nieta del expresidente Holguín). En el corredor pasa el escritor sus mejores momentos de recogimiento, entregado a sus lecturas y sus traba­jos. Allí permanece guindada la hamaca coloquial. Su esposa se encarga de trasladarle a máquina todos sus escritos.

Para interpretarlo en persona es preciso haber leído sus libros. De lo contrario puede tomarse como un ser corriente Conversador ameno y enterado de todo, habla de cuanto tema se ofrece, menos de lite­ratura. Yo entendí su postura, y se la respeté. Es un crítico observador del quehacer nacional y se mues­tra preocupado por las angustias sociales.

Sabe lo mismo de inflaciones y congelación de dineros bancarios, con cifras precisas, que de los abusos de los políticos y las inmoralidades oficiales. Le preocupa la transformación del país agrícola en país de ciudades. Es hombre sencillo. Con él se pue­de hablar de corrido y hasta se olvida uno que está conversando con un maestro de la literatura.

Cuando se asfixia entre el tufo urbano de los mo­tores y la falsa civilización, corre con la fiel compañe­ra hasta la casona donde puede respirar el aire puro de la montaña y encontrar los límites de su corazón («este rincón del Chicamocha donde los hombres son buenos, transparentes y silenciosos co­mo el agua»).

Allí, en sosegadas horas de paz interior, es cuando se encuentra consigo mismo y se confunde con la sencillez de la vida en el alma del campesino. Hablar sobre esto hubiera sido una in­tromisión. Preferí ver al escritor en su silla, reflexivo y afectuoso, para deducir luego, sin rebuscamientos, que aquello era lo auténtico, lo humano.

Tipacoque, símbolo espiritual

La casa es museo nacional, y así se conmemora en el decreto colgado en la pared del corredor. También se recuerda el paso de Bolívar cuando per­noctó en la hacienda. Los muebles, las vasijas, los pequeños utensilios, todo atestigua una época inme­morial. El viejo fogón todavía huele a cocina, porque lo inmemorial, para quienes saben ejercer la memo­ria, es lo presente, lo que nunca muere ni debe mo­rir.

Y le pedí permiso de tomar unas fotos. Me cui­dé, claro, de retratar a los distinguidos moradores, para no alterar una paz bucólica que por nada del mundo iba yo a alterar con mi lente fisgona. Fueron dos fotos rápidas. La una al corredor grande y la otra a la capilla de la hacienda.

Salí con dos estupendos testimonios gráficos y con la sensación de un sueño. Había encontrado, por fin, el secreto de los libros del fecundo escritor que supo descubrir y mantener su territorio romántico para hallar su propia ánima. Tipacoque, más que un pueblo, es una leyenda, un símbolo espiritual. En él se encarna la familia humana, con sus vicisitudes y sus esperanzas.

Afuera, en la noche, el aire sabía a trapiche y a perfume de azahar.

La Patria, Revista Dominical, Bogotá, 16-IX-1979.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, Nos. 179-180, Bogotá, enero-junio de 1993.
Revista Manizales, 1995.

* * *  

Comentarios:

Magistral tu Tipacoque. José Agustín Amaya, párroco de Soatá (mencionado por Caballero Calderón en sus libros sobre Tipacoque).

Para quienes conocemos la región, al leerte nos trasladamos a esa tierra legendaria y contigo entramos a conocer la casona de don Eduardo Caballero Calderón y a presenciar tu diálogo con el maestro, para luego acompañarte en la soledad de la penumbra a observar el paisaje y a tomar ese aire tibio con olor a miel, a yerba y majada fresca. Rodolfo Barajas, Bogotá.