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Un forjador de cultura

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Existe en Manizales, bajo la dirección de Wadis Echeverri Correa, un grupo artístico conocido con el nombre de Hijos de la Tierra, cuya finalidad es  estimular las expresiones del folclor caldense a través de la música, la pintura, la poesía y la literatu­ra. Constituye una asociación de voluntades que bus­can, en el contacto con la naturaleza, la explicación del hombre y que creen en fuerzas superiores como rec­toras de la felicidad

Wadis Echeverri Correa es el perfecto quijo­te de estos tiempos ligeros que tienen afanes muy dife­rentes a los de hacer cultura en este planeta que se extingue por falta de ella. Motiva él, con su ejemplo y sobre todo con su vehemente dinamismo, la presencia de este grupo en la vida de Caldas, y si hay quienes lo catalogan de loco –el mote tradicional que siempre se les ha endilgado a los impulsores de la cultura–, desprecia el calificativo y se impulsa más en sus iniciativas.

No es fácil sostener el entusiasmo ro­deado de estrecheces económicas y de la indiferencia de los que menosprecian estas inquietudes. Si bien Los Hijos de la Tierra cuentan con una demostrada admiración del público que aplaude sus presen­taciones artísticas y que los buscan para conocer sus calidades, la parte financiera se resiente bajo el pe­so de la eterna penuria que es el distintivo de cualquier entidad cultural.

Ellos, muchachos alegres y que ignoran el pesimismo, no retroceden en sus propósitos y refinan más el arte. Para financiar sus gastos tienen montados talleres para la confección de instrumentos musicales autóctonos y arbitran otros recursos con los espectáculos de títeres, pintura o poesía con que llegan a la gente y que representan su medio de identidad.

Ahora a Wadis, luego de algunos tropiezos en Manizales, porque el año bisiesto no lo favoreció, le dio por volver a su nativa Filadelfia y allí acaba de fundar una original casa de la cultura. Escogió la guadua para confeccionarla y protegerla, como ingrediente típico y expresivo, y la rodeó de plantas y árboles. Este ambiente campestre, que cuenta además con piscina y otros atractivos de la naturaleza, alberga la sede de lo que será el Taller de Arte Carrapas, situado en inmediaciones del municipio caldense.

Allí, con Euclides Jaramillo Arango, cuyo nombre le fue puesto a la librería, con Otto Morales Benítez, que bautizó la biblioteca, y con un selecto grupo de poetas y escritores de Manizales, nos cercioramos de la vocación de estos quijotes que tienen el valor de establecer una sucursal en pleno campo. Es la naturaleza la que defenderá en adelante los libros y las pinturas e inyectará inspiración a quienes buscan la creación artística.

No es posible concebir al mundo sin humanismo. El hombre sin cultura será elemento vano. Quizá a Wadis se le califique en delante de más loco, pero él ya escogió su camino y no habrá de detenerse. Entiende el arte como una defensa del espíritu y no está dispuesto a entregar sus armas.

La Patria, Manizales, 17-XII-1980.

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Mi viejo diccionario

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Podrá haber diccionarios muy académicos y actualizados, pero no todos son  expresivos. No los cambio por mi viejo Larousse. Es mi consultor de cada momento y gran confidente de mis emociones de escritor. El diccionario bien acoplado al gusto personal habla, aconseja y corrige.

Buscando el término preciso, el que califica en toda su intensidad lo que se desea expresar, el escritor rabia muchas veces contra su incapacidad y termina cortándose la coleta. Es que no ha tenido el auxilio de un buen diccionario. El diccionario es obra muerta si no se aprende a consultarlo, a pulsarlo y entenderlo.

Mi viejo Larousse, en cambio, me insinúa diversas alternativas. Es como si me tomara de la mano, y luego de conducirme por senderos sinuosos, me  descubriera la claridad. El buen diccionario es el que a uno mejor le sirve. Si la lengua castellana tiene más de cincuenta mil palabras y de estas solo usamos una mínima parte, el diccionario será siempre inalcanzable, aun para la gente más erudita. Decía Silvio Villegas que bastan cien palabras para ser buen escritor. El ritmo, el estilo, la armonía son cosas distintas.

A quienes acostumbran expresarse en lenguaje oscuro y huyen de la sencillez, bastaría un tomo de sinónimos y un consejo a tiempo para que dejaran de escribir. Las palabras pueden ser rebuscadas, pero la inspiración nunca será improvisada. El ritmo de la oración no se encuentra en los diccionarios sino en la mente y en el corazón. La riqueza del estilo nace de la práctica, de la asimilación, del buen oído.

Con mi diccionario de cabecera, edición de 1969, estoy más que bien atendido. Consulto a veces en obras más modernas y la tónica continúo recibiéndola de mi consejero permanente.

A un diccionario, antes que todo, hay que tenerle cariño. Así responde mejor. La evolución del lenguaje no es tan veloz como muchos afirman. Una palabra gasta mu­chos años para imponer una nueva acepción y ser recogida por los diccionarios.

El primero en hacerlo será el Larousse, el más au­daz y el más penetrante de los que existen. El de la Real Academia, el sancta sanctórum, es para los acadé­micos, señorones solemnes y circunspectos, la úni­ca fuente posible de consulta, mientras el lenguaje se enriquece en las canteras del pueblo. Es un diccionario que vive desactualizardo, aunque no quiera admitirse, porque la palabra nueva, ya sancionada por el habla popular, es para ellos un sacrilegio, mientras para el pueblo es auténtica.

Somos diccionarios ambulantes. Un buen periódico es la mejor cátedra del sabio decir. Es el uso el que dicta las normas del lenguaje. Y el escritor el que las pone en circulación. El pueblo inventa las pala­bras, les da sonoridad, les busca nuevos cauces y las consagra como patrimonio común. Y castiga otros términos, los arrincona y les da sepultura. Un diccionario no es tan fácilmente confiable, aun­que se trate del sancta sanctórum, cuando no existe capacidad de interpretar el alma del lenguaje.

Muchos años después, cuando el nuevo vocablo es un hecho incontrovertible, entrará el diccionario de la Real Academia a revelar lo que ya no es ningún secreto. Es una aceptación tardía. Muchas veces se ingresa el término cuando ya perdió actualidad y no significa lo mismo.

Me gusta el Pequeño Larousse por lo auténtico, bien formado y recursivo. Sus abundantes ilustraciones y ejemplos permiten navegar por aguas seguras. Dice al comienzo que un diccionario sin ejemplos es un esqueleto. Inclusive sin mucha pericia se pueden manejar sus páginas en busca de soluciones. Para el escritor que no lleve ritmo interior los diccionarios no le servirán de nada. Cuando más, le ayuda­rán a escribir con ortografía, lo que es importante pero no suficiente. La fluidez, la precisión, la vibración del estilo es todo un misterio que se mueve en las intimida­des de la persona.

El amigo que me regaló hace años esta biblia de mis horas de estudio y creación, no se imagina qué tesoro puso en mis manos. Algún día lo cambiaré, claro está. Y será por una edición nueva. Por ahora me siento pleno, como dicen las señoras, con esta mina inagota­ble. Mi amigo, de tanto ser manoseado y consentido, es­tá ya rucio y algo maltrecho. Por eso lo quiero más. Porque resiste hasta el maltrato.

La Patria, Manizales, 13-XI-1980.

 

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Veinte centavos de cultura

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los presupuestos de los últimos años han concedido para la cultura nacional, cuando más, veinte centavos por persona. Y debe admitirse que bastante se ha hecho en materia cultural, pero deplorar al mismo tiempo que continúen siendo insuficientes los recursos que se otorgan para la educación del pueblo.

Jaime Duarte French, una de las personas más positivas en esta materia, se quejaba no hace mucho de que Colombia no tenía cultura. Es cierto, y no hagamos demasiadas divagaciones para concluir que un país que derrocha tantos dineros en peculados, burocracia y toda suerte de despilfarros –¡horror de los horrores!–, mal puede tener cultura si el presupuesto nacional solo dedica veinte centavos, por cabeza, para la formación del espíritu.

Veinte centavos no sirven para nada. No los recibe el limosnero porque con ellos no remediará ninguna necesidad. El peso colombiano tampoco vale nada. Con él no logra pagarse la embolada ni el tiquete urbano en bus. La embolada cuesta veinticinco veces más de lo que el Gobierno destina al año para la cultura de los colombianos.

Las mentes apátridas que perpetraron 30 atentados contra las instalaciones de Ecopetrol, con perjuicios por $ 150 millones, no saben los males que le causan al país. Me he puesto a pensar en cuántas bibliotecas, museos, escuelas, edición de libros pueden atenderse con $ 150 millones. Me he puesto a pensar en el analfabe­tismo que pueden curar $ 150 millones. Pensando en esto y en muchas cosas más, hay que concluir que estamos en un país de bárbaros.

Un editorial de El Espectador contiene esta honda reflexión: “La defensa de Ecopetrol debiera ser una lección para los niños colombianos, dentro de las primaras letras». La gente no parece asimilar, en medio de tanto relajamiento moral, lo que significa el atentado crónico contra las fuentes de riqueza de Colombia. Inculcar en las mentes de los niños, desde la escuela pública, que Ecopetrol, valga el ejemplo, es símbolo de soberanía patria, es hacer cultura.

Los maestros, otra válvula rota en la incultura del país, prefieren la gritería por las calles a la formación de mentes sanas. Ellos absorben la mayor parte del presupuesto para educación, y cada vez piden más, con piedras en las manos, pero se olvidaron de orientar juventudes. ¡Tremenda responsabilidad para los maestros que ignoran que la falta de orientación para el niño es más grave que la falta de cariño!

El país no tiene cultura. Los profesionales obtienen sin esfuerzo el título de relumbrón y no vuelven a acordarse de leer un libro y menos de cultivar la vocación científica. Las premisas mentales de los doctores que no saben sintaxis ni ortografía acusan un desastroso analfabetismo. Hoy lo importante es graduarse. Ya la idoneidad no está en la persona culta sino en el diploma. Las empresas terminan equivocándose, de cabo a cabo, con los profesionales que exhiben el cartón lustroso pero sin nada por dentro. La gente no desea aprender. El esfuerzo, la mística, el ánimo de superación desaparecieron hace mucho tiempo. Por eco nuestra cultura es de veinte centavos.

Debiera existir una disposición que impusiera en las empresas media hora diaria de lectura. En cambio de tanto curso inútil, de tanto seminario de alta gerencia, de tanto lenguaje incompren­sible con que nos atosigan los economistas, de tanto galimatías que confunde a la gente en lugar de adiestrarla, se necesita volver sobre la gramática, la ortografía, la educación cívica. Hoy se ignoran hasta las reglas mínimas. Pero tenemos “másteres”.  Todos quieren ser profesionales. El hombre moderno no sabe expresar un pensamiento ni fabricar una frase pulida, menos un poema o un cuento. La gente no lee ni se capacita.

Las bibliotecas permanecen vacías. Las juventudes prefieren la discoteca al museo. Los estudiantes le rinden culto a la piedra, y no precisamente la piedra de los héroes. Los libros permanecen quietos. La moral está relegada, porque no se enseña, ni se practica, ni hay a quien copiarla. Los periódicos y las revistas, una de las mayores fuentes del conocimiento y guías de cultura general, se miran de afán en busca de las tiras cómicas o del partido de fútbol.

¿Exagerado este panorama? ¡En absoluto! Es la realidad palpi­tante que a veces trata de ignorarse y que lastima la fama de país culto. Existen personas cultas, pero son la aplastante minoría en medio de una nación que pretende hacer cultura de veinte centavos.

El Espectador, Bogotá, 7-XI-1977.

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Calarcá: ladrillos de cultura

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Calarcá, ciudad apacible y señorial, tierra de poetas y escritores, se da el lujo de inaugurar una de las mejores casas de cultura del país. La afirmación no es exagerada. Para llegar a tal convencimiento es nece­sario conocer esta obra que silencio­samente fue levantándose gracias al afán de una dama, hoy Gobernadora del departamento, que se propuso convertir en cultura los pe­sos que como parlamentaria le en­tregaba el presupuesto de la nación.

Demostración palmaria del significado de las obras calladas, las que se trabajan sin los pregones de la publicidad y logran imponer­se cuando existe suficiente vo­cación de servicio. Es, además, un reto que se ofrece ante el país para que los parlamentarios, que no siempre saben dirigir los recursos del presupuesto, muestren hechos reales.

La importancia de las obras no está en sus primeras piedras. De pri­meras piedras está sembrado el inmenso cementerio de «sinfo­nías inconclusas», que ha bautizado el periódico El Espectador, y que se encuentran diseminadas en todo el territorio como vacuos homenajes a la vanidad del hombre.

El polí­tico, sobre todo, que es dado a alar­des improductivos, se empeña en proyectos caducos, sin lógica ni planeación, que se dejan abandonados en mitad del camino y no logran impresionar a sus seguidores. Una de las mayores sangrías de los presupuestos —llámense nacional, departamental o municipal— se ex­plica en tanto afán publicitario que se consume en proyectos que no cuentan ni con recursos suficientes ni con sentido alguno de fomento regional ni de bienestar social.

Admira, por eso, ver terminada esta mansión de la cultura que ha sido construida, paso a paso y esfuerzo tras esfuerzo, por la in­trépida voluntad de doña Lucelly García de Montoya. Cuando sus coterráneos y seguidores no en­tendían del todo el significado del proyecto y acaso dudaban que lle­gara a su terminación, la dinámica parlamentaria del Quindío rebuscaba partidas para continuar adelante en su programa de mostrar algún día el fruto de su constancia.

Se inaugura esta sede de la cul­tura con la presencia del señor Pre­sidente de la República. Justo es que se pondere, en toda su elocuencia, el sentido de estos esfuerzos que supieron dirigirse con prudencia, transitando por entre dificultades e incomprensiones, pero a todo momento con la mira puesta en su completa ejecución. El pueblo debería reclamar a sus caudillos el que no sean capaces de realizar los proyectos ofrecidos en vísperas electorales, o dentro de circunstan­ciales compromisos, cuando es ma­yor el afán de impresionar que real el propósito de servir.

En meses anteriores, cuando so­bre el tapete de las discusiones se enjuiciaba el despilfarro de los auxi­lios parlamentarios, la Casa de Cultura de Calarcá no quedó exclui­da de sospechas y fue así como se inventarió la inversión realizada, para concluir que la obra valía más de lo que había recibido en partidas pre­supuestales.

La mole, que todos los días se imponía sobre la pacífica villa, no se detuvo, y hoy, al concluirse, se le entrega a Calarcá no solo un hecho material, valorado en cerca de $12 millones, según los entendidos, sino sobre todo la de­mostración de lo que rinde el dine­ro trabajado sensatamente.

Las obras humanas se distinguen mejor a distancia. Quizá el momen­to no sea el más indicado para que se dispense a la señora Gobernadora el reconocimiento a que se ha he­cho acreedora. Con el correr de los días podrá distinguirse mejor cuánto representa su tesón. Ahí queda, cla­vado en el corazón de su tierra, el testimonio de largas jornadas de tra­bajo. Es un monumento a la perse­verancia y a la vocación de servicio.

Fortalece el ánimo, en tiempos domina­dos por la superficialidad, hallar personas que se preocupan por la cultura. Cuando el ladrillo y el cemento consiguen estructurar tales dimensio­nes, es preciso admitir que no todo es despilfarro. La moneda de los auxilios también construye hechos positivos.

La Patria, Manizales, 29-I-1977.
El Espectador, Bogotá, 30-I-1977.

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Casa de la Cultura de Calarcá

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la danza millonaria de los auxilios parlamentarios no todo, desde luego, es despilfarro. Existen testimonios elo­cuentes de la buena inversión dada a partidas del presupues­to que se encaminaron a realizar obras benéficas. La cultura es una de las actividades apoyadas por el interés de no pocos parlamentarios que entienden, como personeros de sus regiones, que deben estimular el desarrollo intelectual mediante el apoyo a la modesta escuela de vereda, o el sosteni­miento de becas a personas necesitadas, o la edición del libro del desprotegido escritor de provincia.

Lucelly García de Montoya, luchadora del progre­so de Calarcá, ha trabajado silenciosamente, como parlamenta­ria y ciudadana, por el progreso local. Ahora, como Gobernadora del Quindío, busca do­tar a su ciudad de una estupenda Casa de la Cultura. Su es­fuerzo tiene la dimensión que se propuso. Una gigantes­ca mole de concreto, envuelta aún entre andamios y ladrillos, comienza a tener los perfiles de lo que pronto se convertirá en la mejor casa cultural del país.

Tal fue la grata sorpresa que tuvimos un grupo de escrito­res y amigos de la cultura cuando visitamos esta impresionan­te muestra del afán de una dama que se empeñó en hacer obra perdurable en el corazón de su ciudad. Calarcá, cuna de intelectuales, tendrá en breve este delicado recinto para albergar todas las expresiones artísticas. El país habrá de volver los ojos a este rincón de escritores y poetas cuando la febril actividad de arquitectos y obreros ponga el último ladrillo.

Se descubrirá entonces, para admiración de propios y ex­traños, un verdadero monumento a la cultura. Concebido con las más modernas técnicas y dotado de los necesarios ser­vicios para satisfacer cualquier exigencia, será en breve el receptáculo ideal para solazar el espíritu. Detrás de este engranaje material está la figura de la dama convencida de su función de líder, que recibe unos auxilios para traducir­los en hechos tangibles.

Cuando la opinión pública censura el destino de otros au­xilios derrochados alegremente, obras como esta de Calarcá salvan la honestidad de tanto parlamentario consciente de su compromiso con la comunidad. Son $ 3 millones silenciosos, perseverantes y casi inadvertidos, que se vuelven hierro, ladrillo y cemento para estructurar obras que no pueden de­rrumbarse, y que cada vez se engrandecerán más. La remodelación deman­da otros recursos de consideración, y es apenas lógico y justo esperar que sea el Gobierno nacional quien los aporte. Los hechos positivos merecen estímulo.

Sabemos que la ilustre Gobernadora no cejará en su empeño de entregar completa esta idea. Los votos de sus electores están bien correspondidos y la ciudadanía la respalda con el beneplácito y la admiración que suscita su tesonera labor.

La Patria, Manizales, 10-VIII-1976.
La Crónica del Quindío, Armenia, febrero de 1994 (se vuelve a publicar este artículo con ocasión de la muerte de Lucelly García de Montoya).

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