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El fenómeno de Argos

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Argos, el genial columnista de El Espectador, hace un periodismo di­ferente con su pluma al mismo tiempo castigadora, recursiva y galana. Su tribuna, una de las más leídas de la prensa colombiana, si en realidad no es la de mayor difusión, mantiene prevenida la mente de los escritores para no incurrir en los gazapos que él no tendrá inconveniente en reprobar con férula implacable, aunque con amenidad y cordial erudición.

Sorprende esta mole de cono­cimientos en un país que se distingue por lo contrario: por ser superficial y poco estudioso. ¿De dónde saca Argos su sabiduría?, se pregunta el lector de periódicos y tiene que inclinarse ante el extraño fenómeno de un filósofo de lo cotidiano y que mantiene los cien ojos abiertos para pescar los deslices gramaticales y de toda índole a que somos tan propensos en esta actividad de la escritura rápida.

No se conforma con el solo oficio de buscar y enderezar las incorrecciones idiomáticas, sino que se mete en la historia, en la mitología, en la urbanidad, en la estética, en la literatura, en la farán­dula social, faenas todas que lo dejan bien librado. Es un cerebro escudri­ñador de libros y apto para los más variados análisis.

Su rutina de maestro, una de las más exigentes y también de las menos apetecidas, no puede improvisarse y ni siquiera ejercitarse con menos domi­nio del que él exhibe, si no existe buena carnadura para ser corrector del estilo y las costumbres. Para ser catedrático de tan vasta audiencia es preciso poseer  sólida estructura inte­lectual y además gran humanismo. En su caso se refunden ambas cali­dades y le imprimen un perfilado carácter de reformador sapiente.

Un ingeniero como él, hecho a la frialdad de los números, parece ha­berse rebelado contra el rigor de su carrera para practicar esta cátedra de envidiable virtuosismo. Habrá nece­sidad de insistir en que el país, descuadernado como se halla, no sale de muchos atolladeros por carecer de férulas ejemplarizantes y de guías salvadoras. Y el periodismo, que an­taño fue la mejor escuela del idioma y de las virtudes morales, se ha venido relajando porque ya no se respira aquel ambiente de severas disciplinas. Hoy hasta la ortografía y la sintaxis duermen en el cuarto de San Alejo.

Con media docena de Argos estaríamos bajo buen cobijo. Necesitamos quiénes indiquen pautas seguras en el manejo del castellano y en el ejercicio de la moral. Hay necesidad de alertar a las generacio­nes sobre los desvíos sociales, lo mismo que a los escritores sobre el uso del idioma, y debe hacerse además con suficiente talante para que las leccio­nes penetren en debida forma.

El mensaje diario de Argos es un ejemplo que debe imitarse. Este ratón de biblioteca trabaja más que muchos políticos y profesores universitarios. Sus cien ojos no sólo permanecen expectantes sino que son espectadores del buen comportamiento.

El Espectador, Bogotá, 22-VI-1981.

* * *

Misiva:

No te imaginas lo agra­decido que estoy contigo. Celebro infinito que estés escribiendo con frecuencia en la prensa, para darles ejemplo a nuestros jóvenes comunicadores, de buena prosa castellana. Amigo, Argos, Medellín.

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Réquiem por la ortografía

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¡Pobre ortografía, tan aban­donada y tan valiente! Antaño era materia indispensable para el escolar y el doctor. Y hasta la fámula escribía sus querellas sentimentales con asombrosas modulaciones idiomáticas. El adolescente no se atrevía a galantear a la niña de sus amores primaverales sino des­pués de enmarcar su sentimien­to entre signos de admiración. Hoy las máquinas modernas, fabricadas con prisas inex­plicables y atropellando los códigos, suprimen la apertura de los signos de interrogación y admiración. ¡Como si en la vida todo no fuera principio y fin! Estamos en una sociedad de economistas, porque se eco­nomizan las tildes y se abrevian las disciplinas.

¡Pobre ortografía! Ya no es convidada de honor en las aulas del bachillerato ni en los foros de la universidad. Los «doc­tores» cometen burradas pero visten a la moda, con patillas y el cerebro romo. En las oficinas se cuece un impotable amasijo de escarabajos y letras vene­nosas.

Cesaron los estribillos que adiestraban la mente para escribir con sindéresis y distin­ción. El señor Marroquín, bien muerto, por fortuna, no le per­donaría a estas hordas del cas­tellano el olvido de sus reglas versificadas que levantaron hombres de oro y punto. La or­tografía se aprendía entonces con entonación, con garbo, con infusiones poéticas. Se emulaba por la elegancia del lenguaje, como pudiera competirse por la posesión de la mujer amada.

La palabra era soberana. Hoy las soberanas escriben ho­rrores. Respeten, por favor, la «h» indestructible, y no aumen­tan los errores de la humani­dad. El vocablo desgarbado y famélico no cabía en ninguna parte. Ultrajaba la altivez de la belleza. La correspondencia, hoy maltrecha y sofocada, se pulía con reflexión y refina­miento.

Pero los tiempos cambian, señor Marroquín. Discúlpeme si perturbo su sosiego con mis clamores, pero nadie mejor que usted, gramático y educador de tan original imaginación, para soltarles a ciertos jovenzuelos y vejestorios con trazas de doc­tores los dardos satíricos con que los  hubiera reprendido por no graduarse en ortografía.

Duerma usted en paz y no se le ocurra fisgonear ciertos periódicos, revistas y folletones que son verdugos de la princesa que usted engalanó. Hoy la ortografía, mi buen señor, es un ser desprotegido, avergonzado y víctima de la intemperie. Las reglas fueron desalojadas por anticuadas… Nos invadieron unos melenudos con boina, es­pejuelos y barbas de profeta que se dicen revolucionarios e iconoclastas –¿qué será eso?–, para quienes no valen ni jota los dictados del buen decir. ¡Y cuidado con meter las narices en los cursos del bachillerato, ni sus ilustres barbas en los predios de los seudointelectuales! Lo expulsarán a man­doble limpio como a un intruso. ¡Perdónalos, señor! Están acabando con la modulación, con la gracia, con la hermosura de la vida.

Las empresas no exigen or­tografía, porque tampoco la saben. La lengua se nos está complicando y un día de estos, de tanto herirla, va a terminar mordiéndonos. ¡Y si por lo menos enmudeciera! Si usted escuchara palabrotas y nece­dades que por ahí se escriben y se oyen, se hundiría de inme­diato en su reposo eterno…

¡Pobre ortografía! Ya hasta se fabrican novelas enteras sin un solo signo de puntación y con vulgaridades del peor cuño. ¡Nos estamos ahogando por fal­ta de oxígeno! La humanidad, cansada de la decencia y la es­tética, dizque quiere ser audaz explorando las alcantarillas de lo pornográfico, lo nauseabun­do, lo insólito…

Bien está un réquiem por la ortografía. Por ventura muchas cátedras del buen decir se man­tienen invulnerables. Muchos acompañan mi clamor. Le pondremos a la pobre vergonzante trenzas y zapaticos de charol, como en otras épocas. Desli­zaremos en su oído un verso. Con un guiño la enamoraremos. Y es posible que todavía no sea tarde para salvarla y derrotar con ella la ignorancia.

El Espectador, Bogotá, 8-XI-1978.
Mensajero, Banco Popular, Bogotá, marzo de 1980.
La Esfera, Tuluá, 20-VI-1980.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, abril de 1988.

 

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