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Capital colombo-venezolano

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dos naciones hermanas, uni­das por tantos vínculos his­tóricos y animadas por los mismos ideales, representan en América la esencia de pueblos libres que miran el futuro con confianza. Ambos países, próximos no solo en sus fron­teras sino sobre todo en sus destinos republicanos, han corrido parejas coyunturas en el desenvolvimiento de sus asuntos internos. En uno y otro se ha ensayado inútilmente, y por obra de sorpresivas cir­cunstancias, la implantación de sistemas extremistas, y en ambos se ha impuesto la voluntad popular para derrocar métodos que lesionan el querer de dos democracias irrevoca­bles.

Colombia y Venezuela, hechas libres por iguales gestas y bajo la inspiración del mismo genio, no pueden menos de aproximar sus itinerarios y de mostrarse, ante el mundo entero, como pueblos civiliza­dos, auténticos paladines de causas bienhechoras para el progreso de la humanidad. Estériles han resultado los intentos separatistas, si por encima de oscuras maniobras ha valido más la fe en los postulados de grandeza. Hoy se levantan estos dos países con sus banderas de confraterni­dad, de mutuo respeto a sus soberanías, de conjunción de voluntades y de propósitos altruistas.

Se fusiona ahora, de manera significativa, el capital de los dos países para crear una empresa de grandes proyec­ciones. Tanto los capitalistas venezolanos como los colom­bianos que comprometen una inversión respetable para darle vida a un banco, saben que están poniendo más significado aún a una amistad incancelable. Es importante la fundación del Banco Tequendama tanto por el capital que se une en beneficio de las dos naciones como por su lenguaje de hermandad, y acaso diríamos que lo es mucho más por el último aspecto. Son dos países que se tienen confianza, que no le temen al porvenir y que se dan la mano en una alianza de progreso.

El suceso, más que una simple ocurrencia financiera, es un acto de fe. Los dirigentes de la idea plasman en hechos la visión del Libertador que pre­vió días de prosperidad si los pueblos se solidarizan en campañas de interés colectivo. Se anuncia, desde ahora, y no puede ser más loable la meta, un vigoroso empeño para fortalecer el Grupo Andino. Las cinco naciones encontrarán más accesibles los caminos para estructurar sus programas regionales con los resortes que ofrece la nueva entidad.

Y se cuenta con las luces de un experimentado banquero, el doctor Eduardo Nieto Calde­rón, cuya presencia en los destinos del banco garantiza el éxito de la empresa. Gracias a su tenacidad y a su formidable vocación, el Banco Popular logró superar una aguda crisis que lo había llevado al colapso, hasta convertirse en uno de los más sólidos estamentos de la economía colombiana. Las instituciones, como los hom­bres, se prueban en la adversi­dad, y bien claro está que el Banco Popular, a pesar de las arremetidas de fuerzas enemigas, no se debilita, sino apenas se conmueve para engrandecerse cada día más.

No pueden ser más firmes los augurios para el nuevo banco. Este eslabón del Grupo Tequendama demostrará, sin duda, el vigor de sangre jo­ven que se propone cumplir encomiables jornadas de bienestar social «a tono con las necesidades de nuestra época».

El Espectador, Bogotá, 9-VI-1976.

* * *

Comentario:

No tengo cómo agradecerle sus múltiples y constantes gentilezas. La nota de hoy me ha conmovido vivamente. Eduardo Nieto Calderón, Bogotá.

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¡Pobres instituciones!

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos los días escuchamos que el país se está yendo a pique por falta de principios. Desde las altas esferas gubernamentales, desde la empresa privada, desde los órganos periodísticos, en todos los tonos y con las más varia­das reacciones, se clama por la defensa de las instituciones. ¿Pero qué se hace, de manera efectiva, para preservar el orden? El deterioro de nuestras costumbres civilizadas es cada vez más sensible.

Nos que­jamos del agrietamiento que se abre, como una brecha incon­tenible, en nuestro diario discurrir. Pero todos tenemos algo que ver en esta tarea de recomposición. Seamos valientes y no nos conformemos con el papel de espectadores y de críticos sistemáticos.

Nos encontramos frente al relajamiento de la moral. El pueblo se insensibilizó para reaccionar con valor y ahínco ante el atentado permanente de una generación empeñada en subvertir el orden de la nación. No es posible que continuemos impertérritos, cruzados de brazos y esperando milagros del cielo en medio de una socie­dad que se convulsiona, se desmorona y se destroza por falta de disciplina.

Se ha perdido hasta la noción de la decencia. En el país está haciendo carrera el contagio de una juventud irresponsable que considera que a base de agravios, de gritos, de carros incen­diados, de policías heridos, de desafueros de todo orden, nos va a enseñar a vivir mejor.

La «institución» era algo sagrado. El principio de autoridad, hoy por hoy apenas una enseña de mejores épocas, ha dejado de tener vigencia, no solo porque no se le defiende, sino además, y triste es ad­mitirlo, porque queda poca gente con vocación para ejercer el mando. El mando es para eso: para mandar. Y mandar supone preservar las buenas costum­bres, imponer la disciplina, salvaguardar las instituciones, garantizar la decencia. La sociedad requiere que se le conduzca por los cauces de la normalidad, que se le defienda contra el atropello, que se le permita vivir en paz.

Se ha llegado a un deplorable estado de descomposición donde no solo campean el so­borno, el peculado, el afán de enriquecimiento rápido, el tráfico de influencias y toda una gama de fechorías y triquiñuelas contra la moral pública, sino a otro estado que nos conmueve a las gentes de bien: al del insulto, el atropello, la vulgaridad.

El subalterno perdió la noción del respeto. Regaña al jefe, lo ultraja, lo ridiculiza y hasta llega a las vías de hecho. Las peticiones se hacen con paros y asonadas. Con un brochazo cruza las paredes del propio sitio de trabajo que le da la manutención para él y sus hijos, desluce las fachadas, rompe máquinas, produce grandes pérdidas a las em­presas, escribe frases de le­trina contra sus superiores y sus compañeros que no quieren acompañarlo en sus procaces empeños, le grita abajos al Presidente de la República y vivas a la rebelión, desafía la ley, lanza boletines y pancartas de escalofriante ordinariez, y bajo falsos rótulos engaña a la opinión pública pretendiendo mostrarse abanderado de cruzadas sociales que en el fondo sólo son crímenes de lesa barbarie contra la decencia y la legitimidad.

¿Exagerado este panorama? En absoluto. Lo vivimos a diario, pintado en las más extravagantes maneras. Es necesario que se repruebe la intransigencia con energía; que se combatan los movimien­tos extremistas; que se forme conciencia entre las gentes sensatas para atacar la sinrazón; que el jefe sea respe­table y se haga respetar; que se castigue la alevosía; que se frene la insubordinación…

El empleado público suspen­de el servicio cuando le viene en gana; las puertas de los bancos las dominan los revol­tosos; el médico se declara en huelga dejando a la sociedad agonizante; el poder judicial frena su actividad atentando contra la misma ley que debe hacer respetar. ¡Pavoroso cuadro de degradación!

La huelga ilegal mañana quedará legalizada. Los res­ponsables no serán castigados, y hasta pueden ser premiados con reintegros y ascensos. Y al poco tiempo estarán de nuevo dirigiendo otros motines al amparo de la impunidad. Son los permanentes agitadores de la paz social, empeñados en pescar en aguas revueltas.

¿Atrevida, acaso, esta denuncia? ¡No! Y más que denuncia, es un testimonio. Falta valor para oponerse al resquebra­jamiento moral. Es preciso ayudarle al Gobierno en su campaña de depuración. Se necesita y se echa de menos la voluntad colectiva para dominar la revuelta, rechazar el vejamen, mantener el principio de autoridad, salvar, en fin, nuestras pobres instituciones que fueron, pero que ya no son, el mayor patrimonio moral del país.

¡Siquiera se murieron nuestros abuelos!, alegré­monos con el poeta. Y lloremos con él, también, el desencanto de la época.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1976.
La Patria, Manizales, 9-Iv-1976.

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Comentarios:

Plenamente identificados su artículo. Lo felicitamos por su franqueza y valor civil. Solicitamos su autorización para reproducir este escrito en hojas volantes. Alfredo Rueda Prada, gerente del Banco Popular, y empleados. Bucaramanga.

Felicitaciones por estupendo artículo. Es una realidad de lo que está pasando en el Banco Popular. Gerardo Escrucería, Gerente del Banco Popular, Tunja.

Fantástico artículo. Pedro Pablo López, gerente Banco Popular, Málaga.

 

Acopi en crisis

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es inocultable que Acopi está en dificultades. Las relaciones entre sus dirigentes se agrietan hasta el punto de hallarse acéfala la dirección por falta de apoyo de importantes lideres de esa actividad. Venía notándose que no se trabajaba con la necesaria identidad de pro­pósitos. Ha sido un lento proceso de choques y desa­venencias entre sus propios miembros, que desembocó en el enfrentamiento de tres seccionales —Bogotá,. Barranquilla y Cesar— contra el presidente nacional, cuya renuncia se pide como fórmula para superar la crisis.

Se le acusa de falta de acierto para sostener los postulados que animan la existencia de este órgano y que, según los atacantes, deben vigorizarse no solo para lograr la consolidación de los cuadros directivos, sino para obtener mayores avances del gremio.

Sea lo que fuere, lo importante es solucionar el rompimiento que es ya evidente e imponer remedios adecuados para estructurar, lo mismo en la directiva central que en las seccionales, la imagen de la organización que se fundó con sanos objetivos.

Creada en 1951 (o sea, que está próxima a cumplir sus bodas de plata), bajo los auspicios del Banco Popular, hay que reconocer su contribución al desarrollo industrial, como abanderada de las aspiraciones e intereses de los miles de afiliados de todo el país. Es una entidad de espíritu nacional, inspirada en propósito de conseguir fuentes de trabajo para el bienestar colectivo. Todo cuanto tienda a elevar el nivel de vida del pueblo merece destacarse.

El Banco Popular, líder de la transformación industrial, favoreció la creación de Acopi y ha traba­jado con ella en el desarrollo de políticas dirigidas a estimular este potencial de hombres de trabajo que ha crecido gracias a tales miras. Se fundó más tarde la Corporación Finan­ciera Popular, filial del Banco, como organismo especializado en políticas para la pequeña y la mediana industria, y que ha cumplido ponderables realizaciones en el fomento del crédito a esta actividad, con tangibles beneficios.

Es preciso que Acopi revise su situación para determinar si en realidad continúa siendo la entidad que aglutina, con la suficiente solvencia gremial, los intereses que le están confiados. La vida de las ins­tituciones debe someterse a balances periódicos para pro­bar su estructura y saber si cumplen su cometido

Acopi, un órgano de enlace, necesita superar sus dificulta­des actuales e inspirar en sus afiliados la necesaria confianza para reconquistar su condición de líder. Las instituciones re­quieren revitalizarse, motivando, de ser preciso, crisis creadoras para asegurar su subsistencia. Lo grave, lo realmente lamentable, son las pugnas improductivas y personalistas, que solo con­ducen a la anarquía. Oportuno es, por lo tanto, que se estudie en serio la crisis de Acopi para rectificar posibles errores que estén entrabando su desarrollo.

El Espectador, Bogotá, 6-I-1976.

 

 

 

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La Iglesia del símbolo

miércoles, 28 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es difícil comprender en nuestros días la fe de los primeros cristianos que, con una sonrisa, se en­caraban al peligro sin importarles sacrificar la vida en defensa de sus ideales. Con esa llama interna avasallaron al mundo. Quedan hoy, como vestigio de una raza valerosa que hizo tambalear poderosos imperios, las ruinas del Coliseo Romano donde fue­ron sacrificados miles de creyentes que pagaban el tributo que le rendían a su Dios. Penetraban al imponente y temible escenario en huestes ordenadas, con el pecho listo para el sacrificio y un cántico en los labios.

Proliferaban en el mundo las llamadas religio­nes paganas, que no adoraban al Dios de la Biblia, sino que cada una tenía su propia divinidad, cuando apareció la religión católica. Resulta sorprendente el surgimiento de esta iglesia que nacía de la nada y que no llegó a significar siquiera un temor para los otros cultos, numerosos y fuertes, que se dispu­taban la supremacía de aquellos tiempos, si bien entre ellos mismos no se observaban grandes dife­rencias de principios, tolerándose inclusive la co­existencia de templos y de dioses que se erigían en Atenas o en Roma sin ninguna restricción.

Con el correr de los días se impondrían las doc­trinas de los seguidores de Jesús de Nazaret. Las gentes que creían en ellas eran cada vez más nutri­das, y eran toleradas, hasta que tiranos como Calígula, temibles por su furia, se sorprendieron con la presencia de estos sencillos hombres, y arremetie­ron contra ellos.

La nueva religión se apartaba de la esencia materialista que era el signo de la época, para proclamar la parte espiritual del ser y la creen­cia de un solo Dios verdadero. Los demás no pasa­ban de ser ídolos de barro. Aventurado empeño el de estos hombres que se resistían a reconocer deidades tan afianzadas como la de Zeus, el padre de los dioses, según la mitología griega, o la de Apolo, en cuyos altares se depositaban ofrendas para pro­tegerse contra las desgracias y salvar el alma.

Los cristianos hablaban en voz baja de un ju­dío que hacía milagros. Se levantaba, en la sombra de las cuevas, una iglesia silenciosa que conseguía más adeptos con la palabra convin­cente y el ademán humilde. Las otras religiones, caracterizadas por la violencia, por la bizarría de las espadas y por el ímpetu de las guerras, no cre­yeron que la secta que entonaba cán­ticos en las catacumbas y dibujaba frágiles fi­guras como la de una paloma o un pavo, símbolos de la paz y de la eternidad, pudiera competir con la bravura de los armamentos y la fastuosidad de otros dioses. Las enseñanzas del judío de Nazaret se tomaban más como supersticiones, con un fondo de locura, que como un credo que pudiera merecer cuidado.

Pero poco a poco la nueva agrupación se convir­tió en un reto. Era una amenaza que conspiraba contra el poder público. Con asombro se veía que valientes soldados dejaban sus armas para seguir a un menudo hombre que enardecía multitudes sin más herramienta que la palabra inspirada, y la fe por un imperio que se pregonaba superior al de los ídolos paganos. Llegaron las persecucio­nes, con todos los horrores de una época desencade­nada.

La Iglesia, a través de los siglos, ha pasado por grandes crisis, tras de los actos heroicos que dieron comienzo al cristianismo. A más de no comprensi­ble por completo el valor de los primeros cristianos, se mira hoy su temple como algo insólito en medio del mundo desenfrenado en que tuvieron que luchar.

Un día aparecieron dos Iglesias cristianas, que si­guen subsistiendo: la occidental, con sede en Roma, y la oriental, en Constantinopla. Esta última, conocida como la ortodoxa griega, mantiene un gran ámbito de poder civil y no reconoce la autoridad del Papa como jefe de la cristiandad, no obstante que una y otra difieren muy poco en sus creencias.

Más tarde se suscitaría una aguda división en­tre pontífices y emperadores romanos, en disputa del poder civil, hasta protocolizarse la separación entre el este y el oeste, con divergencias posteriores que desembocarían en el «Gran Cisma» que partió la armonía. Los Papas de Roma se han sucedido con pocas disensiones, si bien no han faltado en el seno de la Iglesia momentos difíciles que han hecho zozobrar los fundamentos de los pri­mitivos cristianos.

No han estado ausentes, como en todo poder material (y recuérdese que la Iglesia llegó a ser muy rica), las ambiciones de prelados con afán de comodidades. Clérigos sueltos se preocupaban más por las cosas materiales que por las cru­zadas de la fe. Se olvidaban los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se daba rienda libre a inde­bidos apetitos.

Y ha llegado la Iglesia, entre grandezas y con las debilidades del hombre, a este siglo veinte. Ha estado sometida a la prueba de los tiempos, a los conflictos de las generaciones, a la metamorfosis de las costumbres. Pero no obstante los grandes temporales, sigue flotando esta barca que empujaron aquellos sencillos y valientes hom­bres que, con una sonrisa en los labios, se enfrentaban a las fieras. La fe, con todo, no es la misma, y se ha debilitado en grado sumo. No se concebirían, en nuestros tiempos, ni las catacumbas ni el circo romano.

La Iglesia afronta tiempos duros. Se debaten controvertidos temas sociales y complejas cuestio­nes religiosas que golpean en la conciencia de los pueblos. Hay deserciones eclesiásticas, unas por ve­leidad, otras por convicción, otras por incertidumbre. El Papa amonesta a los jesuitas. Esta comu­nidad, que contaba con un enorme ejército de segui­dores, ve disminuidas las vocaciones.

Problemas como el de los anticonceptivos y el aborto son verda­deros enigmas para la conciencia. La gente se mue­ve entre la duda y la angustia y no siempre recibe la orientación que busca y necesita.

La crisis no solo es para la Iglesia Católica. Es la distor­sión de los valores morales. Y la Iglesia, en medio de esta marejada, procura no irse a pique. Hay sacerdotes de avanzada que entienden el cambio e interpretan los documentos conciliares, y otros an­dan desactualizados. Es la hora del choque, de la sorpresa espiritual. Hoy un sermón empalagoso no se resiste. Los fieles siguen a los sacerdotes moder­nos y buscan flexibilidad y comprensión.

Se ve renacer, sin duda con esfuerzo, para po­der contemporizar con esta época de evolución, una Iglesia moderna. Parece que el reto que se les presentó a los primitivos cristianos no difiere mucho con el que ofrecen nuestros días. El mundo —y esto es incuestionable—, por más que nade entre la fri­volidad, no podrá sostenerse sin la fe de aquellos hombres. Es preciso mirar más que a la Iglesia del ajuste, a la Iglesia del símbolo, a la que preserva la fe y la esperanza entre las vicisitudes de este mundo caótico que necesita de Dios.

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La Patria, Manizales, 6-V-1975.
El Espectador, Bogotá, 14-VII, 1986.
Aristos Internacional, n.° 39, Alicante, España, enero/2021.

Comentarios
(enero de 2021) 

Tema muy bien manejado. Hay tantas religiones hoy en día, cuando se comercia con la fe de la gente, que se han convertido en vil negocio y los adeptos parecen borregos en busca de que alguien ajeno a ellos mismos les garantice la paz espiritual. Inés Blanco, Bogotá.

La historia nos muestra esa búsqueda permanente del hombre por la espiritualidad en esa iglesia que es la que cada uno tiene como centro, y que muchas veces defrauda, no la institución como tal, sino quienes la dirigen y tienen fallas como humanos que son. Como católica defiendo mi Iglesia, ese templo que nos congrega a orar. Encuentro en ella paz, y me hace mucha falta en esta pandemia el poder frecuentarla. He tenido que centrarme en mi corazón, donde se encuentra esa paz que buscamos, “la Iglesia símbolo”. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Para mí la causa, como lo anotas, es la pérdida de valores. Y sería más radical: priman los antivalores, imperan la soberbia, la riqueza, el poder a toda costa, la degradación moral. No existe la ética como rectora de la moral, no hay honradez, honestidad, rectitud. La palabra sagrada de otros tiempos ya no existe: hoy imperan el oportunismo, el protagonismo, la violencia, las guerras. Desapareció el amor. El mensaje de Jesús de Galilea –»Amaos los unos a los otros»– parece que se entiende como “Armaos los unos contra los otros”, como muy bien lo sostenía Cantinflas en su película Señor Embajador. Y lo más triste de reconocer es que algunos de esos valores se han extinguido en el seno de la Iglesia. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva.  

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Los ferrocarriles nacionales

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las declaraciones hechas por Marco Tulio Lora Borrero, gerente de los Ferrocarriles Nacionales, so­bre la corruptela que halló en dicha dependencia prueban, ante todo, hasta qué grado se agazapan en la penumbra los salteadores del erario. Resulta inverosímil ad­mitir que semejante estado de descomposición haya podido prolongarse durante tanto tiempo, pero estamos, y esto resulta afrentoso decirlo, tan habituados a encontrarnos con un país carcomido por la in­moralidad, que esta olla po­drida no constituye noticia ex­traordinaria.

Frunce leer tanto suceso canceroso de esta cadena de atrocidades montadas a la sombra de una empresa que conserva todavía, no obstante su deformación, el símbolo de un país sano. Los ferrocarriles, que por tanto tiempo fueron  medio de poderío económico e instrumento movilizador de la riqueza de nuestros suelos ubérrimos, y que preciso es rehabilitar, se confunden con la misma historia de una Colombia mejor, de una Colombia protectora de sus bienes y orgullosa de sus valores morales.

Se ha infestado el am­biente con el virus de la degra­dación social. Respiramos po­dredumbre y nos sentimos desconcertados ante una nueva generación que vemos irrumpir con la subversión a cuestas, como salida del fango.

Quienes conocemos la trayectoria de Marco Tulio Lora Borrero sabemos que a los ferrocarriles ha llegado un hombre de bien, capaz de erra­dicar el vicio y  castigar la deshonestidad. Con su vigorosa juventud, y con sus limpios  antecedentes plasmados antes en el ámbito bancario, donde ejecutó brillante carrera que es ejemplo de superación y dinamismo, se enfrenta con coraje a esta atmósfera de desgreño y corrupción, resuelto a imponer el orden que re­quiere la difícil tarea de res­catar una empresa dominada por el caos.

Cómo reconforta ver a este hombre decidido a romper esa tradición de descalabros contra la moral pública. Sabemos que sus declaraciones son atrevidas, por lo insólitas, en un medio que se acostum­bró, con el silencio cómplice y la actitud pasiva, a dejar prosperar el libertinaje. Gra­vísimas denuncias las que formula, y valiente su postura de desenmascarar, con nombres propios y ante la faz del país, este foco de delincuencia.

Constructivo, de otro lado, su proceder de investigar primero, de ahondar en los pro­blemas, de «meterse entre el barro», antes de lanzar grandes programas de reconstrucción, como es el ritual saludo de tanto fun­cionario el día de su posesión. Los hechos en su caso han sido a la inversa. Su posesión fue so­bria, casi inadvertida, y no se comprometió con desmesura­dos propósitos que a la larga suelen traducirse en palabras ociosas. No retó a nadie, no desautorizó planes en marcha, y hoy los hechos hablan solos

Si al frente de los Ferrocarriles Nacionales, ese estandarte que debe seguir siendo un símbolo de la patria, se encuentra el ejecutivo con un expediente en las manos, es preciso que la ley sea implacable para castigar a los culpables. Que llegue rápido, como se prevé, la recom­posición moral, con pulso firme y sin vacilaciones, para sacar de la ruina económica a esta gloriosa y maltrecha entidad.

Hablar claro debería ser la premisa del momento. Pero sin alarmismos ni estériles desafíos. Y hacerlo sin temor y con pruebas, sin tanto anuncio ni palabrería. Así se construyen las verdaderas obras.

El Espectador, Bogotá, 29-XII-1974.

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