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Archivo para martes, 27 de octubre de 2009

La rata atrapada

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las imágenes de televisión mostraron a un Saddam Hussein acobardado, de mirada huidiza y aspecto indigente. Se veía envejecido y cansado, y sus ojos suplicantes borraron la figura del sátrapa despiadado que impuso en Irak, durante 24 años, uno de los gobiernos más sanguinarios del mundo. No parecía que fuera el dictador acusado de crímenes horrendos contra la humanidad, autor de innumerables actos de asesinato, tortura y violación. La mano de hierro con que ejerció el mando y masacró a sus enemigos, se volvió una mano lánguida y huesuda que él se pasaba, con nerviosismo, por las barbas hirsutas con que había transformado su apariencia dura de otras épocas.

Ahora era el dictador atrapado en su propia madriguera, que no tuvo ni siquiera fuerzas para descerrajarse un tiro, como lo hizo Hitler, o de apurar el veneno redentor, como fue el caso de Goering antes de llegar al pabellón de la muerte, en el Proceso de Nuremberg. De la estampa aguerrida de Hussein no quedaba nada. Apenas el escombro de un hombre desfigurado que careció de la dignidad de morir luchando, como lo esperaban sus seguidores, y que prefirió someterse sumiso a sus captores, sin ningún hito de grandeza.

En la operación de captura no hubo un solo disparo. No se necesitaba disparar, ya que no se vio el menor intento de resistencia. Sin embargo, el verdugo de miles de compatriotas disponía de una pistola y dos fusiles AK-47, que había pensado emplear en el acto heroico de una muerte gloriosa, que sin duda alcanzó a concebir como corona de sus guerras bárbaras. Pero dejó pasar la oportunidad y se entregó como manso cordero. Consigo llevaba, además, 750 mil dólares, no se sabe para qué.

Habría que pensar que su poderoso carácter de otros días se había derrumbado como una montaña deleznable, ante la sola sospecha de que sería ejecutado si realizaba cualquier movimiento peligroso. El soberbio tirano cerró así el capítulo final de su caída irremediable, a la que siguieron ocho meses de escape sigiloso, mientras a su alrededor, en los operativos de búsqueda, estallaban las bombas y eran sacrificadas numerosas personas inocentes. Se cumple así la sentencia de Gandhi respecto a la suerte de los dictadores: “Por un tiempo pueden parecer invencibles, pero al final siempre caen”.

A la opinión mundial le queda difícil entender que este pobre diablo, de figura demacrada y sucia, asustadizo y con cara de demente, sea el mismo que implantó una larga época de terror en su patria; que sepultó en fosas comunes a miles de iraquíes que luchaban contra sus atrocidades; que mató a sus dos yernos por oponerse a sus ideas demenciales, y que representó en la historia de los matones uno de los espíritus más destructores de la humanidad.

Se calculaba que se había refugiado en algún sótano construido con mucha anticipación, donde dispondría de una relativa comodidad en espacios amplios y provistos de sofisticadas tecnologías. Es posible que así haya sucedido en comienzo, pero las bombas de las fuerzas aliadas lo expulsaron de sus dominios y lo obligaron a buscar escondites baratos, de la peor condición. Tal vez en carreras incesantes, y temeroso de que algún soldado gringo lo identificara en sus harapos sospechosos, fue a dar a esta última morada: un agujero de 1,80 de ancho por 2,40 de profundidad.

En la pequeña choza, que parecía abandonada, el hombre fuerte de las épocas de terror penetró a la guarida por entre ladrillos y basuras y compartió la vecindad con las ratas que por allí merodeaban. Nadie, por supuesto, podría imaginarse que en aquel mínimo recinto se ocultaba el tirano fugitivo, el que de  seguro nunca habría sido descubierto si uno de sus amigos, tentado por los 25 millones de dólares de la recompensa ofrecida, no lo hubiera denunciado. Dramática ironía la de este cuadro de miseria frente a la suntuosidad de los palacios que se hizo construir el dictador arrogante, al tiempo que el pueblo moría de hambre.

Y doloroso el epílogo que deja este nuevo capítulo de la crueldad universal ejercida por los dictadores: los hijos de Hussein, Uda y Qusay, murieron en duro combate en Monsul, y sus cuerpos masacrados fueron exhibidos como un trofeo de la guerra; su esposa y sus tres hijas tuvieron que buscar el exilio para proteger sus vidas, y sus colaboradores más cercanos han sido capturados. Además, los desastres producidos en pérdidas humanas y materiales son incalculables.

Pero el hombre no aprende la lección. No fue suficiente el Proceso de Nuremberg para frenar los horrores de la guerra y los abusos del poder. Los monstruos no se terminan. Quizá, por lo menos, en el caso de Saddam Hussein, se tome conciencia de que a nada conduce tanta locura y tanto terrorismo moderno, cuando al final la rata queda atrapada.

El Espectador, Bogotá, 18 de diciembre de 2003.

El regreso de Bagdad

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La guerra de Irak sólo duró 21 días. Con el derrumbamiento de la estatua de Saddam Hussein en la plaza principal de Bagdad, la guerra se dio por terminada. Lo demás ha sido asunto de ajuste. Ese acto simbólico, similar a la caída del Muro de Berlín, significó el desplome del régimen de Hussein, uno de los más atroces de la humanidad, que puede asimilarse a los de Hitler, Mussolini y Stalin, entre otros. Era el 9 de abril de 2003, día que quedará marcado para la historia mundial como el de la extinción -por lo menos aparente- de la figura fatídica que por espacio de 25 años dominó a Irak y puso en jaque la paz del  planeta.

Hussein sostuvo durante su mando tres guerras arrasadoras, aplastó a sus enemigos a sangre y fuego y desafió dos veces a Estados Unidos. Su estatua estaba erigida a 25 metros de altura, un metro por cada uno de los años en que se mantuvo en el poder. Cuando se vino al suelo el gigantesco esqueleto -que ya lo era tras la invasión de la ciudad-, los restos fueron pisoteados por la turba enardecida. La cabeza monumental, que albergó tantas maquinaciones, fue arrastrada por la calle con una cadena, como la imagen más fidedigna del final de la dictadura.

Pero Hussein no estaba muerto ni preso, ni lo está en el momento de escribir esta nota. Y se ha ganado un santuario peligroso -el de mártir-, como lo considera medio pueblo árabe. Un mártir vivo es mucho más temible que uno muerto, y ahí reside uno de los peores fracasos de las fuerzas aliadas, no obstante haber ganado la guerra de los misiles. La cabeza del dictador -no la metálica que vimos rodando por la calle, sino la real, que continúa conspirando en la sombra-, era más importante que el dominio de la ciudad. Osama Ben Laden, el mayor enemigo actual de Estados Unidos, también sigue vivo y produciendo pánico en el mundo. La frase del presidente de Egipto, Mubarak, es cáustica y expresiva: “Esta guerra puede producir cien Osama Ben Laden más”.

El número preciso de muertos de este choque demencial nunca se sabrá. Podrían aventurarse cifras: tres mil, cuatro mil, cinco mil… Entre ellos hay 16 periodistas, los grandes inmolados de todas las contiendas. Una cifra, desde luego muy inferior a la de las dos guerras mundiales, que sacrificaron millones de vidas y causaron daños físicos incalculables. Esta vez la guerra se libró con las armas más sofisticadas e inteligentes -término éste de nuestra indescifrable era virtual- que haya conocido la humanidad. Por eso se resolvió en 21 días. En esto ha progresado la sevicia del hombre. Pero el drama es lo mismo de espantoso. Una sola vida segada por la brutalidad fratricida estremece la conciencia. Lamartine dice que “la guerra no es más que un asesinato en masa, y el asesinato no es un progreso”.

La deslumbrante cultura de Irak data de 4.000 años antes de Cristo. Durante la mayor época de esplendor de Bagdad, se destaca, entre los años 786 a 809, el gobierno de Harún-al-Raschid, el héroe de las “Mil y una noches”. La tumba de Zobeida, su bella esposa -la supuesta Scherezada-, está en la mezquita de Kaimain. Las fuerzas invasoras, que no se detuvieron ante esta rica cultura milenaria, profanaron los lugares sagrados de la ciudad sojuzgada en su ímpetu arrasador. El saqueo del Museo de Bagdad y de la Biblioteca Nacional, dos de los tesoros más preciados del mundo, de donde fueron robadas o destruidas las joyas más valiosas de aquellas culturas, representa un atropello salvaje que nunca podrá perdonarse.

Los daños materiales son desconcertantes, y reconstruir a Bagdad y a las otras ciudades tendrá costos imposibles de establecer hoy. Una ciudad caída es una ciudad desaparecida. Lo que vendrá será otra urbe: el alma histórica y cultural de la anterior ya no existe. El pillaje de las guerras no puede ser más evidente y horroroso. Bagdad padece en estos momentos grandes carencias de agua, luz, salud pública y servicios elementales. El caos es absoluto. Se dice que devolver a Irak a la situación de 1980 puede costar entre 600 y 800 mil millones de dólares.

¿Dónde está el triunfo de Estados Unidos? ¿Cómo puede hablarse de triunfo si lo que queda es la destrucción total? ¿Cómo puede cantarse victoria si Hussein sigue libre y desafiante, y no se encontraron las armas químicas y biológicas por las que se iba? El regreso de Bagdad, que es un retroceso, no significa una victoria, ni siquiera pírrica, sino un fracaso estruendoso. Se vuelve con las manos vacías y con un sombrío panorama de sangre, desolación y frustración que conmueve el sentimiento universal.

El Espectador, Bogotá, 5 de junio de 2003.

La salud de la Iglesia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La salud del Papa es un vaso comunicante con la salud de la Iglesia. La una y la otra van enlazadas en tal forma, que cuando el Pontífice sufre una enfermedad delicada, como sucede hoy, el cuerpo de la Iglesia se debilita. No se entiende, dentro de la sana lógica humana, por qué se había querido silenciar, por la Santa Sede, el lastimoso deterioro que muestra Juan Pablo II. Dadas sus pésimas condiciones físicas, lo sensato hubiera sido el retiro del cargo desde hace varios años. Según la tradición vaticana, se trata de una costumbre que se ha conservado a lo largo de la historia como una manera de afianzar la regla de que a los pontífices de Roma se les elige para que mueran en el trono.

En abril de 1994, cuando ya existían serias alteraciones en su salud, Juan Pablo II se fracturó el fémur de la pierna izquierda, lo que obligó a una complicada  cirugía,  antes de la cual le dijo al médico: “Querido profesor, trate de curarme bien porque debe saber que en la Iglesia no hay sitio para un Papa emérito”. El poder papal no se considera atado a la temporalidad de los gobiernos civiles, y se supone, de acuerdo con la usanza romana, que la salud del Papa es eterna, hasta que la muerte diga lo contrario. Que es lo que va a ocurrir en el caso actual, según todo parece indicar. Llegar a este final traumático no es humano ni comprensible.

Una de las explicaciones que se ofrecen para que el valiente jerarca de los católicos haya dado muestras de tanta reciedumbre para soportar sus dolencias, es la de que él ve en el sufrimiento físico un mérito espiritual y quiere morir como mártir, cumpliendo la misión heroica del deber. Por eso no ha contemplado la posibilidad de su renuncia, si bien la dejó en manos de sus colaboradores más cercanos para que se haga efectiva en el caso de entrar en estado de demencia. El próximo 16 de octubre Karol Wojtyla cumplirá 25 años de papado. Su período representa el cuarto más largo de la historia eclesiástica.

Cuando fue elegido Papa en 1959, tenía 59 años de edad y gozaba de plena salud. Después le sobrevinieron graves percances, los que hoy, a sus 83 años, lo hacen aparecer como un ser doblado por una ancianidad abrumadora. Con todo, disfruta de buena salud mental, aunque oscurecida por los dolores implacables del Parkinson y una serie de achaques atrofiantes: problemas reumáticos de la rodilla derecha, dificultades de movilidad, de respiración y de lenguaje, y el cáncer intestinal de que dan cuenta las últimas noticias. Sin embargo, en los pasillos del Vaticano era indebido hasta hace poco hablar de que el Papa estaba enfermo.

Mientras tanto, crecen los rumores sobre el sucesor de este Pontífice carismático que ha realizado más de cien viajes a los sitios más alejados del planeta,  llevando a todos los pueblos su palabra de reconciliación y paz; que ha sostenido duras batallas contra el comunismo, hasta vencerlo en Europa Oriental; que ha apoyado a los seres desprotegidos y ha llorado con los pobres; que ha condenado la guerra y ha acudido en defensa de los oprimidos, y que al mismo tiempo ha conservado incólumes, contra el deseo de muchos, los principios ortodoxos y ultraconservadores de la Iglesia.

Elección nada fácil de realizar, teniendo en cuenta el duro enfrentamiento de las dos corrientes tradicionales de la Iglesia: la de derecha y la de izquierda. Dentro de los juegos electorales que siempre se han desplegado en las elecciones papales (en el Vaticano también hay clintelismo), se rumora que los últimos cardenales nombrados por Juan Pablo II pertenecen a su más íntima entraña, medida con la que busca la continuidad de sus políticas. En sentido contrario, otras tendencias luchan por un cambio radical de la Iglesia, al estilo de Juan Pablo I, a quien la muerte repentina (causada por el veneno que le aplicaron, según revelaciones de David Yallop en su libro En nombre de Dios) frustró esa perspectiva.

En estos albores del siglo XXI, época a la que hemos llegado en medio de guerras atroces y toda clase de conflictos sociales; de tremendos fenómenos perturbadores de la conciencia; de descrédito de la propia Iglesia por los abusos  sexuales de algunos prelados, se clama por una institución de mayor avance y de superior comprensión de este mundo convulsionado, para interpretar mejor los nuevos tiempos.

Época de confusión para la misma cristiandad, que aspira a que cambien algunos obsoletos moldes religiosos. Hoy la Iglesia de Cristo ya no es la de los pastores primitivos, sino la situada en un planeta superpoblado y diverso donde se aglutinan 1.200 millones de católicos, muchos de los cuales viven desorientados y confían al mismo tiempo en fórmulas salvadoras que les rescaten la esperanza.

El Espectador, Bogotá, 16 de octubre de 2003.
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Democracia imperfecta

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La reciente investigación adelantada por la ONU en Perú, titulada “La democracia en América Latina”, abre serios interrogantes sobre este sistema de gobierno en el continente. El estudio se realizó en 18 países, con una encuesta entre 18.643 personas y entrevistas a 231 líderes regionales. De este análisis se concluye que los gobiernos democráticos no han aportado soluciones a los problemas sociales y económicos del hemisferio. La región muestra los mayores índices mundiales de desigualdad entre ricos y pobres, brecha que no ha podido ser taponada en mucho tiempo y provoca enormes dramas humanos.

La dictadura quedó derrotada en América Latina, pero el hambre ha crecido a la sombra de la democracia. El número de pobres es de 225 millones, mientras el desempleo y el subempleo azotan a las familias. En estos infiernos de la pobreza, la dignidad humana está pisoteada por el propio Estado, que no ha hallado fórmulas para dignificar al hombre. El 65% de los encuestados asegura que los políticos no cumplen sus ofertas electorales. Sin embargo, el pueblo sigue votando por ellos. Esta situación de adormecimiento se volvió un mal endémico en la región.

La democracia está en crisis, y los partidos viven desnutridos y ausentes de la realidad. En Colombia, el ausentismo electoral llega al 67%. ¿Acaso esto es democracia? No, pero la gente permite que elección tras elección se repitan los gobiernos de las minorías, a los que el pueblo termina acostumbrándose. Se desprecia a la clase política, pero se depende de ella.

Y no es que los políticos sean quienes determinen la suerte social y económica de la población. Por encima de ellos están los grupos económicos, que son los que en realidad manejan los países (opinión del 80%). Siguen los medios de comunicación (65%), y en tercer lugar el Poder Ejecutivo (36%). Este espejismo de la democracia señala la distorsión de la voluntad popular, y es gracias a su silencio que se imponen los gobernantes de turno. A ellos se echa la culpa de todos los desastres.

La mayoría de la gente encuestada se inclina por el gobierno autoritario si hay solución a los problemas económicos. Teniendo en cuenta la desesperanza que se vive en el continente, se entiende este sentimiento de inconformidad y frustración como de rechazo a la inoperancia política. Pero lo deseable sería la búsqueda de verdaderas fórmulas sociales para afianzar la democracia que se ha dejado debilitar.

El Espectador, Bogotá, 13 de mayo de 2004.

Dos cárceles literarias

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

I

Dos cárceles famosas en la historia de la literatura son las de Reading, en Inglaterra, y la de Lecumberri, en Méjico. Si por allí no hubieran pasado Óscar Wilde y Álvaro Mutis, no tendrían la nombradía que obtuvieron desde que ellos las honraron como presidiarios. Con estas circunstancias caprichosas del destino se unen dos mundos y dos tragedias, tanto alrededor de los personajes y sus carreras líricas, como de los vejámenes que sufrieron en la cárcel, gracias a los cuales la literatura ganó dos obras maestras: Balada de la cárcel de Reading, la de Wilde, y Diario de Lecumberri, la de Mutis.

Tanto Wilde como Mutis eran poetas destacados en el momento de su reclusión, y después lograrían mayor celebridad. Hacían parte de los altos círculos sociales de sus países y eran los perfectos dandis de sus épocas. Dados, además, a la buena vida, el hedonismo, el afán de notoriedad, el exhibicionismo e incluso la extravagancia. Ambos estudiaron en otras naciones, y los dos fueron lectores apasionados desde muy jóvenes. Uno y otro protagonizaron intensos escándalos sociales: Wilde por sus relaciones homosexuales, y Mutis por un desfalco en la compañía donde trabajaba.

Fueron a presidio a edades parecidas: Wilde a los 41 años, Mutis a los 36. El tiempo del cautiverio fue también similar: 24 meses el uno, 15 meses el otro. Ambos, por los días de su adversidad, mantenían relaciones sentimentales con gente de la nobleza: Wilde con un lord, Mutis con una condesa. En fin, un cúmulo de extrañas similitudes concurren en estos sucesos ocurridos con 64 años de distancia, y los convierten, a pesar del fondo amargo que poseen, en capítulos apasionantes de la comedia humana.

Óscar Wilde nace en Dublín en octubre de 1854. Su padre era un oftalmólogo de prestigio, y su madre tenía afición por la poesía y la bohemia. De ella heredó el temperamento y la vena literaria. En la Universidad de Oxford sobresalió en letras clásicas y en humanidades, y bien pronto se manifestó su placer por la literatura clásica de todos los tiempos. Su indudable vocación lo llevó a hacerse notar, por cuanto medio encuentra a la mano, en los círculos intelectuales de Londres.

Desde temprana edad aparecen sus inclinaciones homosexuales. En la propia universidad se hacen evidentes sus relaciones con otros compañeros. Esta conducta comienza a escandalizar a la sociedad, pero él pasa por encima de los prejuicios y las murmuraciones para  mostrarse como lo que es. En 1884, a los 30 años de edad, rodeado de una serie de irreverencias y extravagancias, se casa con Constance Lloyd, joven agraciada y dueña de cierta fortuna, a quien tampoco parecen importarle los chismes que circulan alrededor de su elegido. El matrimonio logra estabilidad por varios años y en él llegan dos hijos que hacen la felicidad de la pareja.

Su horizonte literario se amplía luego de sus viajes a Nueva York y París, ciudad donde se vuelve amigo de famosos escritores: Hugo, Daudet, Mallarmé, Zola, Verlaine. Su nombre consigue los mayores reconocimientos de la crítica, mientras su desprecio de las costumbres imperantes lo hace detestable ante la ortodoxa sociedad inglesa.

En 1889 escribe un relato que no deja duda sobre su naturaleza homosexual, hecho que refrenda al año siguiente con El retrato de Dorian Gray, la única novela que escribe y que se convierte en su obra más renombrada. El homosexual que hay en esta obra es una pintura del alma del propio autor. Por esta época su unión conyugal con Constance es cada vez más frágil, y poco tiempo después llega el rompimiento definitivo.

En 1890 conoce al lord Alfred Douglas, apuesto mancebo, hijo de un marqués, con quien inicia una amistad tempestuosa que alborota el avispero londinense. Las intervenciones del marqués no logran nada distinto de unir más a la pareja, que muestra arrestos suficientes para romper con la moral burguesa e irse a Argelia en un viaje desafiante, hecho que desencadena la inmediata reacción del padre iracundo, que acusa al escritor de conducta licenciosa y escándalo público. A raíz del denuncio, Wilde es detenido en 1895 y llevado a la cárcel de Holloway.

Tras un sonado proceso judicial, el poeta es condenado a trabajos forzados y, luego de pasar por varios establecimientos penitenciarios, termina en la cárcel de Reading. En uno de los traslados de penal aparece vestido de presidiario y con el pelo rapado, y el público lo hace objeto de escarnios y ultrajes.

En la última cárcel presencia, horrorizado, la muerte en la horca de un recluso de 30 años, y la sevicia que se ejerce sobre el criminal -que en un rapto de locura había matado por celos a su esposa- mueve sus más íntimas fibras de estupor y conmiseración. Este cuadro macabro, sumado a los oprobios sufridos en la mazmorra, inspiran su célebre Balada, que es una protesta por la crueldad del hombre y una voz de ternura por la tragedia de los infelices.

Óscar Wilde sale de la cárcel en mayo de 1897 y ese mismo día se marcha de Inglaterra y nunca más regresa. Muere en París, a la edad de 46 años, el 30 de noviembre de 1900. Solo un siglo después, tolerante ya con la condición homosexual que se ha destapado en el mundo entero, Inglaterra rectificará ante la historia aquel acto reaccionario y despiadado, obra del fanatismo y la mojigatería social.

El Espectador, Bogotá, 18 de julio de 2002.

* * *

II

Álvaro Mutis nace en Bogotá en agosto de 1923. Sus antepasados registran larga tradición agrícola, y sólo él y su padre han nacido en la ciudad. El resto de la familia se desarrolló en la vida de las haciendas. Su padre, hasta hace poco secretario de la Presidencia de la República, es nombrado diplomático en Bruselas cuando el futuro escritor se encuentra en edad escolar, lo que determina que sus estudios de primaria y bachillerato los adelante en la urbe europea.

Desde muy joven se muestra lector voraz de toda clase de libros clásicos y siente especial atracción por los autores rusos y franceses, en el campo de la narrativa, y por personalidades como Neruda, Rilke, Juan Ramón Jiménez y Aurelio Arturo, en las lides poéticas. Bien pronto brotará de su propia cosecha la figura de Maqroll el Gaviero, su álter ego, personaje aventurero y romántico que conducirá su obra a las cumbres de la fama.

Al mismo tiempo que el nuevo literato conquista aplausos en Colombia y en los países latinoamericanos, el dandy que hay en él –con su talante gallardo y su gran facilidad de palabra– irrumpe en los salones sociales y se vuelve miembro apetecido de los círculos sociales. No es su mayor éxito el matrimonio que contrae a temprana edad, al que habrá de seguir una serie de fracasos sentimentales, sino su figuración constante en los mundillos de la lisonja y el privilegio.

Un día ejerce la jefatura de relaciones públicas de la compañía petrolera Esso, posición que parece diseñada para él. El poeta-relacionista se mueve allí como pez en el agua. Lo que todo el mundo ve en el flamante directivo: distinción, prebenda, suerte, destreza para mover la imagen de una empresa poderosa, dista mucho de coincidir con el infortunio que ha de sobrevenirle por el manejo indelicado de los fondos a él confiados, a raíz de lo cual huye del país y se radica en Méjico. Mutis ha incurrido en el desfalco para sacar de apuros a unos amigos. Cuando la situación se torna crítica y no halla facilidad para reintegrar el faltante, toma el camino de la fuga.

Poco tiempo después es apresado en Méjico, a la edad de 36 años, y va a dar a la cárcel de Lecumberri. Presidio pavoroso para este hijo de la burguesía, cuyo tránsito por los salones dorados y por los floridos jardines de las letras no dejaba presentir semejante revés. Este hecho parte en dos su existencia, al saltar del boato y la falacia social a la cruda realidad de un presidio.

Los infinitos vejámenes y humillaciones sufridos por Óscar Wilde en la cárcel de Reading, los padece ahora Álvaro Mutis en la cárcel de Lecumberri. Uno y otro son figuras sobresalientes de la sociedad, brillantes poetas, perfectos petimetres. Ambos mantienen relaciones sentimentales con personas de la nobleza, el uno como homosexual declarado, el otro como mujeriego exquisito.

Los amores de Mutis con la condesa y escritora mejicana Elena Poniatowska, de origen polaco, que se encuentra casada, discurren con discreción durante los días del encierro penitenciario (1959), y queda constancia de que la condesa lo visitaba todos los domingos. Julio César Londoño, periodista colombiano que a lo largo de los años ha seguido este idilio con ojo penetrante, expresa lo siguiente en La Revista de El Espectador (23-VI-2002), a propósito de los encuentros furtivos en la cárcel: “Ella es una mujer precozmente adulta, él un hombre mayor. Ambos están de regreso. Han amado, engañado, sufrido. Conocen los deleites y las zozobras del Paraíso y los rigores del Infierno”.

De la cruel experiencia carcelaria sale un testimonio desgarrador: Diario de Lecumberri (1960), donde el colombiano describe el mundo sórdido de los presos y muestra su propia desventura, luego de haber probado los néctares de la lisonja social. Cuando amanece apuñalado ‘Palitos’, su habitual amigo y frágil vecino de celda, la noticia le produce honda conmoción y le agranda el fantasma de la soledad. Con todo, la prisión le permite conocer en toda su intensidad el destino trágico del hombre y apreciar lo que hay de bueno en cada individuo, sin la careta de las falsías y los engaños.

La temperatura de este desastre la traslada Mutis a su obra futura, tras los 15 meses de reclusión en Lecumberri. Muchos años después, gozando ya de la fama de su obra perdurable, Mutis sentiría, al recibir en España y Francia los premios Cavour, Príncipe de Asturias y Cervantes, que sobre sus hombros y su alma gravita el peso de la prisión, generadora de sombras y luces.

Wilde y Mutis, viajeros de la misma nave azarosa del destino, parecen caídos de la misma estrella y resultan víctimas del mismo desequilibrio de sus vidas gloriosas y al mismo tiempo desdichadas.

El Espectador, Bogotá, 25 de julio de 2002.