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Archivo para jueves, 9 de diciembre de 2010

Cuando la sal se corrompe

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En reciente columna de El Tiempo, Andrés Hurtado García, oriundo de Armenia, se muestra indignado por el nivel de corrupción que vive su patria chica, y que él tuvo oportunidad de detectar con solo tomar un taxi en el aeropuerto y más tarde asistir a un acto programado dentro de las festividades aniversarias de la ciudad.

Por el radio del taxi escuchaba Andrés Hurtado una serie de defraudaciones cometidas por sus paisanos, ante lo cual no pudo ocultar su enojo. Pero el taxista, restándole importancia a esa situación que se ha vuelto rutinaria en el Quindío –y que es la misma que invade al país entero–, le dijo con la mayor tranquilidad: “¡Déjelos, no sufra, que aprovechen su cuarto de hora!”.

En un acto público, sus acompañantes le señalaban a personajes locales que se pavoneaban en la graderías y que eran autores de diversos delitos de corrupción  que permanecen sin castigo bajo la ola de impunidad que ha hecho de Colombia uno de los territorios más corruptos del mundo. Dice el columnista que él los miraba estupefacto, avergonzado de su tierra, mientras los delincuentes de cuello blanco aparecían satisfechos, sonrientes, felices.

Aquí cabe aplicar el pasaje de la Biblia en que Cristo les dice a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra, y si ustedes se corrompen, ¿cómo evitar que se corrompa el pueblo cristiano?”. Eso fue lo que le sucedió al Quindío: con la desviación de la moral pública que protagonizó Carlos Lehder en los años de su infernal imperio económico (1978-1987), las virtudes ancestrales de la región se vinieron al suelo.

Más de veinte años después de aquella nefasta noche de corrupción (que dio lugar a mi novela La noche de Zamira, publicada en 1998), el fantasma de Lehder continúa recorriendo las calles de la querida comarca. Y sobre todo, duerme aún en la conciencia de muchos ciudadanos ávidos de placeres y del dinero dañino. Qué fácil es deformar una obra buena, y qué difícil reconstruirla.

Hoy recuerdo, con el mismo estupor que refleja Andrés Hurtado en su columna, la época aquella de concupiscencia y derrumbe de los sagrados principios que guardaba la ciudad, época en que todo lo compraba el dinero y todo se pervertía bajo su influjo.

Un día me acerqué a un grupo que dialogaba en una esquina de la ciudad. Se hablaba de Lehder. Uno de los contertulios, médico muy prestante, se ufanaba de que el capo le estuviera enviando numerosos pacientes a su consultorio, ante lo cual alguien del grupo le preguntó por la tarifa establecida. El médico le repuso, con visible satisfacción, que era abierta, al precio que él quisiera, y que además la cobraría en dólares, como se lo había indicado la organización de Lehder.

“Yo no soy ningún bobo”, agregó el galeno. Estaba en el cuarto de hora que acentuó el taxista del aeropuerto de El Edén, y que al columnista de El Tiempo lo estremeció.

Ese cuarto de hora fue el que acabó con la moral pública en el Quindío. En aquel banquete opíparo se sirvieron los platos y los vinos más suculentos de la perversión, que se pasaban con las drogas más sofisticadas. Amparado por el falso emblema de benefactor público que fomentaba obras sociales, abría supermercados para las gentes pobres, apoyaba obras pías, dispensaba auxilios al deporte y a los periodistas, compraba gente “incomprable” y se apoderaba de todos los hilos de la ciudad, Lehder montó su imperio desestabilizador y monstruoso.

La corrupción se apoderó de toda Colombia. La moda es hacer dinero rápido, antes de que pase el cuarto de hora. La clase política, antigua guardiana de la heredad, hoy vive ausente de principios. El delito de cuello blanco se pasea por las altas posiciones del Estado.

De los 1.115 municipios del país, 870 están investigados. Se compran y se venden notarías, y gana el mejor postor. Se va a la cárcel, y se sale de ella para seguir en las mismas. El poder es para poder: para delinquir y enriquecerse.

La conciencia colectiva duerme la deliciosa modorra de esas caras satisfechas que vio Andrés Hurtado en Armenia. Mientras tanto, vibra en las almas buenas la sentencia bíblica, que destroza los oídos: Si la sal se corrompe, ¿cómo evitar que se corrompa el pueblo colombiano?

El Espectador, Bogotá, 7-IX-2009.
Eje 21, Manizales, 7-XI-2009.

* * *

Comentarios:

Conocí a Andrés Hurtado desde que era yo muy niño. Entré a estudiar al Colegio Champagnat (antiguo Instituto del Carmen de los hermanos Maristas) a hacer kínder. Andrés siempre ha tenido un temperamento crítico, activo, altruista, ambientalista, en fin, un personaje con tantas cualidades que el ser contestatario se suma a las mencionadas, ya que lo hace de forma directa, sin tapujos, altivo y con la justa razón de las cosas. Ando un poco desconcertado, algo confuso y con mucho desánimo por la cantidad de corrupción existente. Todo el mundo quiere llegar a los 40 con casa, carro, beca, y no hacer nada más en la vida, cuando lo más bello es poder construir una vida honesta. Ricardo Hernández Rodríguez, Bogotá.

Tu columna es como la punta de la flecha clavada en el corazón, sin posibilidades de liberarse de ella. Cómo nos duele la patria sumida en la corrupción. Inés Blanco, Bogotá.

 

¡Qué difícil gobernar a Colombia!

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Alpher Rojas Carvajal, director de la Corporación de Estudios Sociopolíticos y Culturales Colombia Plural –y años atrás, director del Instituto del Pensamiento Liberal durante el período 2003-2007–, pide mi opinión sobre su artículo La responsabilidad política de un presidente, publicado en la página virtual del organismo que él preside.

Tuve con Alpher Rojas Carvajal franca amistad durante los años 70 y 80 del siglo pasado, durante mi estadía en Armenia, cuando él era destacado periodista e ideólogo político. En tal carácter invitaba a la ciudad a controversiales figuras nacionales que dictaban conferencias sobre temas de interés público. Recuerdo, entre ellos, a Hernando Agudelo Villa y Fabio Lozano Simonelli.

Años después –en el 90–, Alpher era el secretario privado del alcalde mayor de Bogotá, Juan Martín Caicedo Ferrer. El amigo de provincia había alzado vuelo en el panorama nacional. Después iría a dar a las Naciones Unidas. Estudioso de tiempo completo, se había graduado en periodismo, administración pública, sociología, literatura e historia.

Una vez que nos entrevistamos en la Alcaldía Mayor de Bogotá, salí cargado de su despacho con un tesoro inestimable: tres tomos gigantes de la Historia de Bogotá, redactada por Alfredo Iriarte, y cuatro tomos de la llamada Biblioteca de Bogotá, con textos históricos de José María Caballero, Mario Germán Romero, Eduardo Caballero Calderón y Andrés Samper Gnecco. Siempre he conocido a Alpher como hombre de cultura.

Por aquellos días publicó, con prólogo de Daniel Samper Pizano y la presentación de Antanas Mockus en un escenario bogotano, el formidable libro de su autoría, de ensayos y crónicas, que lleva por título “Grandes imágenes”. Esta incursión en la literatura, que en ese momento tenía impulso en el ánimo de mi caro amigo, quedó trunca. Temo que su tarea en el campo ideológico, que le absorbe buena parte de su tiempo, lo haya alejado de las letras.

Ahora me solicita, como arriba dije, un comentario sobre su reciente nota periodística. Aquí va la respuesta con que contesto su correo electrónico:

* * *

He leído con mucha atención tu importante artículo. Tus ideas son respetables. Mantengo alto concepto sobre tu capacidad intelectual. Lamento sí que te hayas alejado de los predios de la literatura, en los que tuviste notable desempeño. Hoy tu prioridad es la ideología política, y por cierto ocupas alto nivel en este terreno, que te admiro. En lo concerniente a los juicios que haces –y vienes haciendo– sobre el estado actual del país, habría que mirar hacia atrás para ver si los gobiernos anteriores fueron mejores. Dices en tu ensayo:

“Colombia, en lo que va corrido de este siglo ha metabolizado modelos depredadores, normatividades complacientes y jurisprudencias exculpatorias que, de alguna manera, son extrañas a nuestra personalidad histórica y que generan las condiciones de exclusión y fractura social en que se asienta el modelo de desarrollo violento actualmente en boga”.

De esta manera, enfocas la lente solo hacia lo que ha ocurrido en los años recientes, y sitúas la responsabilidad de los problemas nacionales en el gobierno de Uribe. ¿Y los otros gobiernos?

Hay una cosa cierta: el deterioro de la clase política viene desde hace largo tiempo, y esta decadencia se ha sentido, también desde hace muchos años, en todos los gobiernos. La corresponsabilidad es de todos. Y la víctima, el pueblo colombiano. ¿Soluciones? Qué difícil proponer medidas salvadoras cuando la moral pública está tan degradada. Qué difícil diseñar un modelo presidencial cuando los principios han caído hasta abismos tan insondables.

Qué difícil forjarse un líder ideal para que salve la patria, si de lo que carecemos es de líderes. La falta de liderazgo es uno de los problemas más serios del país. Nadie puede negar que Álvaro Uribe Vélez es uno de los grandes líderes que ha tenido Colombia. Muchos países quisieran darse el lujo de un Presidente de las calidades del nuestro. La inmensa mayoría de los colombianos así lo aprecia, pero la pasión política de muchos que se oponen a su mandato y buscan por todos los medios  impedir su reelección, distorsiona la realidad y oscurece el panorama nacional.

Bolívar, el gran líder de la emancipación americana, sufrió iguales injurias, odios, deslealtades y deformaciones de la verdad que los que se le infligen a Uribe. Los  adversarios del Libertador, movidos casi siempre por la venganza, la ambición, las intrigas, la idea de destrucción, se confabularon, como ahora ocurre con Uribe, para no dejarlo gobernar. Sin embargo, todos sabían, hasta sus más virulentos enemigos, que en momentos de grandes crisis era el único que podía salvar a la República. Él era consciente de esas conductas malsanas, y por eso se llamó “el hombre de las dificultades”. La calificación también le cabe a Uribe.

La democracia colombiana y los seguidores de Uribe no pueden periclitar ante el sectarismo político que invade la hora actual. Se volvió moda hablar mal de Uribe. Y negarle todo mérito. Por desgracia, la moda es contagiosa. Mientras tanto, hay que seguir luchando. Y hacer de la esperanza un tónico de vida.

No nos salgamos, Alpher, de esta triste verdad, que estoy seguro que tú compartes: ¡Qué difícil es gobernar a Colombia! La encrucijada no solo es de Uribe: es, sobre todo, de la gente de bien –la inmensa mayoría del pueblo colombiano–, que busca el mejor camino en medio de tantos programas ilusorios que se proponen, y que no llevan a puerto seguro. Esto, por supuesto, no se opone a la sana lucha ideológica. Lo importante es que la controversia se ejerza con altura y sentido patriótico.

El Espectador, Bogotá, 24 de octubre de 2009.
Eje 21, Manizales, 25 de octubre de 2009.

* * *

Comentarios:

Ciertamente, qué difícil gobernar a Colombia cuando hay tanta corrupción oficial.  Sobre este tema de la corrupción, no de ahora, sino de antes, ya había hablado nuestro común amigo Otto Morales Benítez. Se refería a la anterior Constituyente cuyos textos pasaron a un Congreso corrupto que le cambió  su conveniencia, como ocurre en Honduras. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

La controversia actual sobre una nueva reelección del presidente Uribe es que lo llevaría a completar 12 años continuos de gobierno, los cuales se podrían prolongar a 16 o 20.  Mi pensamiento liberal y mi condición de observador político riñen con la idea de un nuevo período presidencial del doctor Uribe. No estoy de acuerdo en que si las encuestas señalan la popularidad del presidente alrededor del 65 por ciento, esa sea razón suficiente para su pretensión de mantenerse en el poder. No deja de ser un poco desconcertante que un presidente que llegó al poder luego de una corta, pero rápida carrera política, frustre  la posibilidad de otros compatriotas de su misma generación.  Gustavo Valencia García, Armenia.

Para mí Uribe más que un salvador es un presidente que le cabe el país en la cabeza. Es un gran gerente. Le veo algunos problemas, pero no puedo dejar de desconocer que es un trabajador incansable y que pone todo su empeño en lograr lo mejor. Ha tenido fallas. Mientras sigamos pensando, y eso no es culpa de él, que las cosas se consiguen por la vía más fácil, vamos a ser un país estancado y con los problemas de siempre. Eso que usted llama corresponsabilidad no se tiene en cuenta y vivimos con daños sucesivos y quizás progresivos. Ricardo Hernández Rodríguez, Bogotá.

Es importante manifestarte que en mi nota no hay «juicios al presidente Uribe», sólo análisis sociológicos y enfoques politológicos que intentan prescribir situaciones generadas en acciones de gobierno. En relación con nuevos libros, en efecto he escrito alrededor de cuatro, que son ensayos académicos de circulación institucional. Y estoy concluyendo una larga investigación que pretendo denominar «La ciudad desnuda o la destrucción de la experiencia», en relación con los impactos sociales, culturales y éticos del terremoto de 1999, en el Eje Cafetero. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

El artículo hace en forma elocuente, sencilla y a la vez profunda, una radiografía de la situación actual que se vive en torno a nuestro Presidente y cómo existen motivaciones originadas en al afán del poder de los políticos, que es lo que motiva la mayoría de los ataques al único y verdadero líder que ha tenido Colombia por lo menos desde que yo tengo conciencia. Pedro Galvis Castillo, Bogotá.

Chaves

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El lector que vea el titular de esta columna puede pensar que se trata del presidente de Venezuela. Pero no: se refiere a una novela del escritor argentino Eduardo Mallea, cuyo protagonista lleva el nombre de Chaves.

Entre ambos personajes hay enormes diferencias. La primera está en la grafía: el apellido de nuestro vecino belicoso es Chávez (con zeta y con tilde). Es hombre atildado, no ya por lo pulcro y elegante, cuanto por llevar consigo el levantado signo ortográfico que parece imprimirle arrogancia a su figura soberbia. En cambio, el Chaves de Eduardo Mallea es hombre raso, oscuro, del montón, carente de atavíos y caminante con la cabeza baja. No tiene ninguna tilde que le haga subir la mirada, ni el tono.

Otra gran diferencia reside en sus temperamentos opuestos. El Chaves de Mallea no habla, y cuando lo hace, casi no se le entiende. Es callado, aunque observador y analítico. Humilde, anodino, pero reflexivo. No habla, pero con su silencio pone a la gente a pensar. En el otro extremo, el Chávez de Venezuela es locuaz, agresivo, teatral, armador de guerras. Habla duro, a veces con voz de trueno, y otras, de histrión consumado.

Esta bipolaridad resulta desconcertante, y por lo mismo, poco confiable. De tanto hablar, se traba, se resbala y levanta polvaredas. Son, los dos, personajes como el agua y el aceite. El uno, déspota, el otro, plebeyo. Me quedo con el plebeyo.

Mucho tiempo duré preguntando por la novela en librerías bogotanas sin lograr conseguirla. Hasta que una mano afectuosa me la trajo de Buenos Aires. Había recorrido todas las librerías de Corrientes, y muchas más: en ninguna la encontró. Cosa extraña, tratándose de una obra maestra, agotada en el propio país del autor. Como último recurso, acudió a las ventas por internet y localizó un ejemplar, único, en población distante de la capital. Aquí lo tengo, y con él me he solazado.

Ejemplar añejo y oloroso a fragancias, como el buen vino. Tiene el lomo maltrecho y las páginas comienzan a amarillear, vestigios del medio siglo de travesía llevado de la mano de lectores ignaros –pienso yo– que no tuvieron la noción de conocer su linaje. Creo que este ejemplar ha recorrido muchos caminos inhóspitos. Una firma ilegible indica que alguien quiso retenerlo, pero lo dejó escapar. Quizá lo vio desnutrido. Esta ignorancia permitió que el texto llegara a mis manos bajo el sortilegio de la internet.

Pertenece mi nuevo huésped a la primera edición de la obra (1953), de Editorial Losada. Sobre Chaves, el libro (prometo no volver a hablar del dictador, para que no se me malogre el artículo), dijo Jorge Luis Borges que la consideraba la mejor novela de Mallea. El concepto perdura 56 años después de editada la novela.

En su carrera narrativa se destacan, entre otros, los títulos Cuentos para una inglesa desesperada, La barca de hielo, Fiesta en noviembre, La bahía del silencio, Todo verdor perecerá, La ciudad junto al río inmóvil. El ensayo Historia de una pasión argentina, colmado de amor por su país, y de amargura ante la decadencia de la nacionalidad, es su obra más representativa. Me sirvió de compañera en viaje a la Argentina hace pocos años.

Este Chaves insignificante, que deambula por los campos y las ciudades en busca del esquivo sustento de los pobres, se convierte en actor gigante del mundo de la miseria que ignoran los de arriba. Encarna al actor de la vida desastrada que languidece a merced de los poderosos. Y se mete, con su silencio helado, en los callejones de la desesperanza y de la crueldad social.

Perenne realidad tratada por los novelistas a través de los tiempos. Por lo tanto, no habría nada nuevo en esta novela mínima. Lo nuevo está en la fuerza dramática de las cien páginas maestras que estremecen y deslumbran. Novela de brevedad alucinante, como Pedro Páramo. Densa crónica de silencios donde las pocas palabras muerden la conciencia y dignifican el sufrimiento.

Palabras precisas, rotundas, fulminantes, unas llenas de colorido y belleza, y otras, de dolor y perplejidad, con las que Eduardo Mallea ha retratado el universo sombrío –acentuado en su Argentina invisible– que el hombre no quiere mirar.

El Espectador, Bogotá, 14 de octubre de 2009.
Eje 21, Manizales, 14 de octubre de 2009.

* * *

Comentarios:

Excelente artículo literario de corte ensayístico. Lo he leído con placer. No conocía esta novela de Mallea con título para el acertado paralelo que haces, fomentando la lectura de otros enfoques chavistas. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

Me ha hecho recordar a Mallea y su prodigiosa novela que leí apenas salía de la adolescencia. Mil gracias por ese placer. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Me encantó el artículo. Muchas gracias por los agradecimientos que me corresponden, lo hice con mucho gusto, y lo que más satisfacción me da es saber que lo leíste y lo disfrutaste tanto. Con esa descripción que haces, dan ganas de leerlo. Diana Muñoz, Bogotá. .

Después de leer tu nota sobre Chaves, busqué mi edición de la obra, que es la segunda, con fecha del 25 de marzo de 1968, perteneciente a la colección Biblioteca Clásica y Contemporánea de Losada. Tras sucesivas purgas -o policías- a la biblioteca, la conservo entre mi tesoro de novelas cortas del mundo. Conocí a Mallea en plena juventud, gracias a Federico Ospina, director de Bolsilibros Bedout y mi gran maestro editorial, que había estudiado artes gráficas en Buenos Aires. Baltasar Gracián acertó cuando dijo: «Lo bueno si breve dos veces bueno». Hernando García Mejía, Medellín.

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Noticia de una novela quindiana

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1969 –¡hace 40 años!– llegué al Quindío como gerente de un banco, no tenía noticia de Eduardo Arias Suárez, escritor descollante de la región. En aquel entonces mi vocación literaria ya se había manifestado con la escritura secreta, a los 17 años de edad, de mi primera novela, Destinos cruzados, hecho que mantuve durante mucho tiempo en absoluta reserva, y que solo di a conocer al decidirme a publicar dicha obra dos años después de mi llegada al Quindío.

Esta circunstancia suscitó natural revuelo en la comarca, que no había conocido ningún escritor al frente de una entidad financiera. En 1974, tres años después de la edición de Destinos cruzados, la oficina de Extensión Cultural de Calarcá, presidida por Humberto Jaramillo Ángel, me honró con el otorgamiento de la medalla Eduardo Arias Suárez, presea de renombre nacional.

Cuando recibí la condecoración, ya había leído varios libros del eminente escritor y entendía, por supuesto, su significado como una de las grandes figuras de la literatura quindiana, que había traspasado las fronteras patrias al ser calificado, en los años 20 y 30 del siglo XX, como el mejor cuentista del país, con obras magistrales como Guardián y yo, La vaca sarda y El gallinero.

Una de las personas de Armenia a quien llamó la atención mi carácter de banquero-escritor fue Hernán Palacio Jaramillo, por aquel entonces presidente del Comité de Cafeteros del Quindío (y que también fue alcalde de Armenia y gobernador del Quindío). Pocos sabían que él era hombre de cultura. Yo sí le conocía esa faceta. En varias tertulias hablamos sobre la importancia de publicar, por cuenta de la entidad cafetera, algunas obras inéditas de valiosos escritores quindianos.

Cualquier día me invitó a una sesión con su junta directiva para tratar un programa relacionado con Eduardo Arias Suárez, y me dijo que a la misma reunión asistiría Adel López Gómez, brillante escritor quindiano residente en Manizales, quien desde su columna de La Patria no cesaba de enaltecer la memoria de Arias Suárez  (muerto en 1958). Además de ferviente pregonero de su valía literaria, Adel era depositario de su obra, fuera de su discípulo aventajado en el género del cuento.

En la reunión mencionada supimos que la intención del gremio cafetero era publicar la novela Bajo la luna negra, escrita por Arias Suárez en 1929, en la Guayana venezolana, donde ejerció su profesión de odontólogo. Había transcurrido medio siglo sin que aquellas páginas autobiográficas, de indudable mérito literario, hubieran visto la luz a pesar de la persistente labor adelantada por Adel. La novela estaba prologada por Baldomero Sanín Cano, sobre la cual dice que “es una obra original, llena de sentido de la vida en el trópico y abundantísima en bellos paisajes del espíritu y de la tierra, reales e imaginarios”, y que “parece escrita por un personaje de Dostoievski”.

Todo marchaba a la perfección, hasta que se interpuso un inconveniente mayor. Este consistió en que el día anterior a la cita convenida con los cafeteros se entrevistó conmigo la señora Susana Muñoz de Arias, viuda de Eduardo Arias Suárez, quien me hizo saber que debido a cierta animadversión que tenía con Adel López Gómez no permitía que él figurara en la obra de su marido. En cambio, depositaba en mí su confianza para adelantar el proyecto.

Tamaña encrucijada en que me había metido. Midiendo todas las incidencias del problema, opté por guardar silencio en ese sentido ante la junta directiva del gremio, a la espera de que se definiera el programa de la edición. Me sentía incómodo, e incluso apenado, con mi cordial amigo Adel López Gómez. No tenía la culpa de ese imprevisto, pero podría aparecer como una ficha malévola. Estuve a punto de echar pie atrás para evitar suspicacias. Sin embargo, surgió un imperativo para salvar el caso por encima de cualquier sinsabor o incomprensión: había que rescatar la novela inédita de Eduardo Arias Suárez, a como diera lugar.

Finalizada la junta directiva, invité a Hernán y Adel a dialogar en una cafetería. Allí, con gran disgusto mío, les dije que Adel no podría dirigir la obra, ni escribir palabra alguna en el libro. Él abrió tamaños ojos ante mis palabras, y yo les conté la ingrata misión que me había confiado la viuda del escritor. Adel, haciendo gala de su proverbial elegancia, comprendió la situación y manifestó que se marginaba del proyecto. Ante todo, le interesaba que se salvara la novela. Y así sucedió: Hernán me pidió entonces que dirigiera la publicación, a lo que accedí con gusto en honor del cuentista insigne, ya muy entronizado en mis devociones literarias, pero con enorme contrariedad por el percance ocurrido.

Pero aquí no terminan los tropiezos. Días después, ya en plena marcha la tarea editorial, me pareció oportuno enviarle una carta a la viuda, residente en Bogotá, en relación con la abundancia de frases de interrogación y admiración que contenía la obra, las que carecían de los signos de apertura, por lo cual yo había procedido a salvar la omisión. Le comenté, como la cosa más natural del mundo, que las máquinas de escribir antiguas carecían de dichos caracteres, y que yo los había marcado para la edición correcta del libro.

Recibida mi carta, me llamó desde Bogotá Rosario, una de las bellas hijas del escritor, a notificarme que no permitía que se hiciera esa ni ninguna otra modificación en los textos, pues todo lo que su padre escribía era “perfecto”. Yo podía absolver el tono quisquilloso que traslucía la voz de mi interlocutora, entendible dentro de su obsesivo amor filial, pero las reglas gramaticales decían otra cosa.

Volví a explicarle que no se trataba de corregir al cuentista extraordinario por quien yo sentía profunda admiración y respeto, sino de corregir a la máquina anticuada. Pero no fue posible que ella aceptara mi posición. Ante lo cual le anuncié que desistía de continuar dirigiendo la edición.

Así se lo hice saber al Comité de Cafeteros. Y la entidad me manifestó que, de no ser bajo mi dirección, la obra no sería publicada por ellos. Deploraba yo, en lo más íntimo de mis frustraciones, y en pro de la cultura y del nombre de Eduardo Arias Suárez, que hubiera surgido semejante intríngulis, pero los caminos estaban cerrados. Y no era yo el que los había cerrado. El Comité de Cafeteros dio orden a la editorial de suspender la publicación.

Cuando dos días después recibí nueva llamada, muy gentil, esta vez de Zafiro, la otra bella hija del cuentista, ya el desaliento había invadido mi espíritu. Me rogó que la recibiera en Armenia para presentar disculpas en nombre de la familia por el desliz de su hermana, y pedirme que continuara al frente de la publicación. Siéndome imposible desatender el gesto amable de la linda embajadora, que viajó a la capital quindiana a sosegar mi alma, reanudé la tarea hasta dar a la estampa, en septiembre de 1980, la edición de la maravillosa novela escrita en tierra ajena, medio siglo atrás.

Tarea al mismo tiempo grata y torturante. Mi maestro Eduardo Arias Suárez, desde su descanso eterno, sabe que fue así. Y como él mismo recorrió en vida caminos ásperos, me entiende.

El Espectador, Bogotá, 5 de octubre de 2009.
Eje 21, Manizales, 7 de octubre de 2009.

* * *

Comentarios:

Leí tu articulo en El Espectador y sentí el drama de todo lo que significan los sentimientos, buenos y malos, altisonantes y confusos de una familia. Pero por sobre todo tu nobleza, carácter, pasta de escritor y de hombre de bien. Siempre te veo refiriéndote a Eduardo con esa admiración que sienten los grandes hombres sobre los maestros. En nombre de nuestra familia, todo honor y agradecimiento para ti. Tu página me llenó de orgullo. Luis Fernando Jaramillo Arias, Bogotá (sobrino de Eduardo Arias Suárez).

Este artículo trae muchos recuerdos, particularmente de un hombre de calidades excepcionales como fue Hernán Palacio Jaramillo. Las gentes y autoridades del Quindío creo que no han reconocido la grandeza de Hernán y lo importante que fue para el desarrollo que hoy tiene el Quindío. Óscar Jaramillo García, director ejecutivo del Comité de Cafeteros del Quindío.

Tuve la oportunidad de conocer, en el momento de ser publicada, la novela de Eduardo Arias Suárez. La puso en mis manos el doctor Otto Morales Benítez. Quedé tan impactado con su lectura que dos semanas más tarde publiqué en el suplemento literario que entonces circulaba con La República, dirigido por Héctor Ocampo Marín, una nota sobre el libro. Coincidimos en que el escritor quindiano es una cifra mayor de nuestras letras. José Miguel Alzate, Manizales.

Qué bonita página  acerca del escritor quindiano Eduardo Arias. Debo confesar que no recuerdo haber leído nada suyo: intentaré conseguir alguno de sus libros. Cómo son las cosas: por  arrogancia y por qué no decir, falta de conocimiento en la materia, se pudo haber echado a pique la publicación  de su  novela autobiográfica y de esta manera se  hubieran quedado «sin el collar y sin el perro». Así es la vida. Inés Blanco, Bogotá.

¡Qué odisea! Siquiera se salvaron los dichosos signos de apertura de interrogación y admiración, y se salvó la novela. Juan Carlos Torres Cuéllar, Bogotá.

Qué linda historia tan bien contada la de Bajo la luna negra y con dos preciosuras a bordo, las inolvidables Rosario y Zafiro. Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Me encantó leer tu nota sobre el difícil manejo de la gente quisquillosa y, a veces, mal educada o mal informada. Recuerdo con cariño a Adel, gran señor. Sonia Cárdenas, Bogotá.

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Ráfagas de silencio

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Siento profunda alegría al poner hoy en circulación mi quinta novela, dentro de los 12 libros que llevo publicados, titulada Ráfagas de silencio.

Hace 36 años aparecía en Armenia mi primer libro, Destinos cruzados, novela de juventud escrita en el sosiego recoleto de Tunja, y que había mantenido oculta durante largo tiempo, ante la indecisión de revelar mi clandestina pasión por las letras del espíritu, cuando mi vida laboral giraba alrededor de las letras de cambio como gerente de un banco. Estas dos atmósferas resultan incompatibles, y suele una de ellas ahogar a la otra, si bien ocurren aisladas excepciones que posibilitan su coexistencia, como sucedió en mi caso particular.

Quiso la suerte que aquella novela inaugural fuera leída por Fernando Soto Aparicio, escritor de alto vuelo en los campos de la narrativa y de la poesía, y quien además, como avezado libretista de televisión, le encontró mérito para volverla telenovela nacional, lo que ocurrió en 1987, hace 20 años. Con dicha obra inició RCN la serie de telenovelas que entretienen a extenso número de colombianos.

A lo largo de los años, mi amistad agradecida y fraternal con Soto Aparicio no ha conocido eclipses, y se ha fortalecido. Abrigados por gratificante clima de solidaridad, hemos sabido compartir los regocijos y sinsabores que ofrece el duro oficio de escribir. Ahora, mi nueva novela se ve enaltecida con el brillante prólogo suscrito por mi ilustre paisano boyacense.

Ráfagas de silencio es novela que he madurado y consentido a través de los años, y representa un canto emotivo a la selva, esa selva seductora e inclemente, a la vez que sensual y poética, que viví hace 50 años en los recónditos confines del Putumayo. A esa selva embrujada, “esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina”, glorificada por José Eustasio Rivera en La vorágine, regreso hoy, para mi propio solaz, en las páginas de este libro.

También quiso la suerte, como en el caso de Fernando, que conociera en aquellos parajes abismales a un simpático y extraño personaje que después se volvería leyenda en la historia de las luchas sociales que han estremecido la vida del país. Se trata de Tulio Bayer, médico recién llegado de Manizales, con alma de quijote y vocación de mesías, que realizaba, con altruismo conmovido, su noble misión como jefe del puesto de salud de Puerto Leguízamo, mientras yo trabajaba en el único banco que existía en el pueblo.

A pesar de la disparidad de edades y de nuestros temperamentos diferentes, nació entre los dos estrecha amistad, animada por el diálogo constante y la presencia de temas múltiples de común interés, nunca opacados por el choque ideológico y menos por la pasión sectaria. Nuestras cotidianas tertulias florecían con la inquietud intelectual, que fue el nervio sensible que armonizó nuestro destierro selvático, y se humanizaban frente a las angustias que vivían los desamparados habitantes de aquellas fronteras anémicas.

Puerto Leguízamo fue la antesala que años después llevaría a Bayer a manifestar su inconformidad social en otras selvas colombianas. Pero el germen de la insatisfacción lo llevaba desde los días en que presenció la miseria de los pacientes que atendía en el hospital San Vicente de Paúl, de Medellín, y años atrás, cuando en el Colegio de Nuestra Señora, de Manizales, fue objeto de discriminación e injusticias.

De entrada, no tenía por qué saber que aquella figura flaca y desgarbada, y aquel rostro con palidez de cera, y aquella grandilocuencia con que expresaba sus ideas,  correspondían al médico recién desalojado de Manizales como secretario de Salud Pública, a raíz de sus denuncias contra una serie de desafueros cometidos por personajes de la alta sociedad caldense.

Hay seres que nacen predispuestos a la rebeldía, tal vez por poseer alto grado de sensibilidad humana. Esta característica convirtió a Tulio Bayer en defensor incondicional de los desheredados. Y al mismo tiempo en víctima de su espíritu idealista.

Tales hechos los conocería yo al correr de los días y al calor de nuestra franca amistad. Y los leería, con mayor sindéresis, en Carta abierta a un analfabeto político, texto autobiográfico donde explica los motivos de su descontento y describe sus luchas aguerridas y extenuantes, casi siempre solitarias, con que pretendía combatir el atropello y la explotación y defender a los menesterosos. Bayer hizo parte de los movimientos insurgentes que en los años 60 llevaron a líderes como el Che Guevara y Camilo Torres a buscar un gran cambio social en los países latinoamericanos. Y no lo consiguieron.

De Puerto Leguízamo pasó a ser jefe de farmacología de Laboratorios CUP. Especializado en esta materia en la Universidad de Harvard, estaba llamado a ser destacado científico. Pero el destino le señaló otra ruta. Después fue cónsul en Ayacucho (Venezuela). Y luego organizó una guerrilla en las selvas del Vichada. Tras el fracaso de sus luchas y la frustración de sus sueños, se radicó en París como refugiado político, por cerca de dos décadas, hasta su muerte, a la edad de 58 años.

Al conocer en junio de 1982 la noticia de su fallecimiento, escribí sentida columna en El Espectador, de donde copio lo siguiente:

“Fue una vida ardiente, combativa y sin reposo. Sufrió hambres, cárceles, afrentas. Pero no desistía de su denuncia social. ‘Yo he sido toda mi vida un luchador contra el abuso y la explotación’, lo ratifica categóricamente al final de sus días. Con esa convicción libró sus tenaces y desproporcionadas batallas. Lo afligía la suerte de los humildes. Lo sublevaba la arrogancia de los poderosos. No se doblegaba ante el halago ni la adversidad. No lo convenció el esplendor ni se dejó tentar por la fama.

“Hubiera podido ser brillante político o eminente hombre de ciencia. Prefirió ser ideólogo. Devorador de libros y dueño de vasta cultura, así entendía mejor la condición humana. Y como su voz se perdía en el vacío, escribió su verdad. Iba por el cuarto libro, y la muerte le truncó otros importantes proyectos. ‘Dejo mis libros como testimonio de un hombre que morirá como ha vivido: como territorio libre del cosmos’, me dice en una de sus cartas.

“En París se empeñó en estudiar los peligros que se ciernen sobre el planeta por la contaminación ambiental. La destrucción progresiva de los recursos naturales lo preocupaba para Colombia, una nación sin conciencia ecológica.

“Tulio Bayer, tertulio apetecido de destacadas figuras de las letras y la política del país, actor de sonados sucesos guerrilleros, y esencialmente ombre de combates ideológicos y de agudas controversias, ha muerto solitario en París. No era comunista militante, ni lo fue nunca. Se había decepcionado de Cuba y de la Unión Soviética. Yo solía recordarle que se había equivocado de estrategias. Pero siempre creí en la sinceridad de sus luchas. Su posición en la vida no fue nada cómoda, pero él prefería la inconformidad a la entrega. Era especialista en bancarrotas y no lo asustaban los fracasos.

“Cuando supe que le habían suprimido el tabaco, el coñac y la sal, presentí que estaba próximo su final. Al comienzo del año (1982) escribí La Patria ajena, nota que lo conmovió hondamente. Me dijo que era el primer artículo en la prensa colombiana que ‘defendía a Tulio Bayer, su obra, su lucha vital’. Y agregó que, acostumbrado a recibir de la barrera opuesta palos y piedras, un ramo de flores lo desconcertaba.

“Se sentía nostálgico de la Patria. Me confesó que se consideraba sin suerte histórica y que las batallas que había librado las había perdido. Pero que aun perdidas, algún día se tomaría conciencia sobre su significado. No me cabe duda de que Tulio Bayer fue gran patriota. Sentía dolor de Patria. Se equivocó de caminos. Pero no de objetivos. Su vida es un enigma difícil de descifrar. Yo creo poseer algunas claves, sobre las que pienso trabajar, que me explicarán su rebeldía, su desacomodo en la sociedad. Hombre inquieto, fogoso, tenaz, sentimental, nunca desfalleció en sus principios. Es, por tanto, una vida admirable, aunque infortunada”.

Dentro de mi código de lealtades, la novela Ráfagas de silencio está dedicada a Tulio Bayer, en los 25 años de su muerte. Al hacer este dibujo sobre la selva, no podía dejar de elaborar, con el recurso prodigioso de la ficción mezclada con la realidad, la semblanza del médico revolucionario y filántropo extraviado en las marañas de los montes, y de la propia vida, con quien me tropecé un día frente a las aguas pesarosas del Putumayo.

El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2007.

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