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Instituto Colombiano de Cultura

domingo, 8 de mayo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Bastante candentes las críticas que formula en La República Alberto Baldoví Herrera sobre la labor adelantada por el poeta Jorge Rojas al frente de Colcultura. El ataque es duro y deja la impresión de que al descalificar la idoneidad del funcionario se está ubican­do su crítico en un plano personalista que lo hace subestimar los logros del instituto en los ocho años de su existencia. Apunta que «es mediocre direc­tor de la cultura colombiana y que durante su ya larga, inacabable, improce­dente posición de director de Colcultura no ha hecho absolutamente nada».

Difícil compartir tal planteamiento. No es razonable, en efecto, enjuiciar en su conjunto a la entidad que en el sentir de muchos ha cumplido una mi­sión ponderable, así falte mucho tre­cho por recorrer. Hacer cultura, a más de ser tarea ardua y medio quijotesca, con todos los bemoles y las incomprensiones  que surgen en este país envidioso y criticón, es cometido ingrato.

Entre los varios aciertos que puede anotarse el instituto, ba­jo la orientación de su egregio director, existe el fundamental de haber forma­do lectores y de comenzar a inquietar a la gente con la música clásica. Pocos, y de pronto ningún país en el mundo, pueden ostentar el lujo –porque es erdadero lujo  – de lanzar semanalmente un libro por el ínfimo precio de tres pesos, lo que vale una embolada, y perdóneseme la comparación. El largo centenar de obras a que ha llegado la Biblioteca Popular demuestra que el libro se abre paso en la conciencia de la gente.

Pero existen, y esto es manifiesto, críticas e insatisfacciones por la forma como se hace la selección de las obras. Se habla, no sé si con fundamento o sin él, de una «rosca» de escritores. Es, si se quiere, la clase privilegiada de la intelectualidad colombiana. Si se repa­san los títulos publicados, se encontra­rán nombres que, siendo brillantes, pa­recen ser los que acaparan todas las oportunidades.

No solo se dispensan privilegios a determinados escritores para que se hagan más vistosos a través de largos tirajes que penetran fácilmente al gran público, sino que de pronto sus producciones, que han sido divulgadas una y otra vez en revistas, en periódicos, en antologías, se recogen en nue­vos acopios con repeticiones que so­bran y empalagan. ¿Envidia? No. Es deseable que Colcultura brinde más oportunidades, que descubra nuevos valores, que abra más el círculo.

Coincido con Alberto Baldoví He­rrera en que se ha tergiversado una fi­nalidad básica al limitarse el acceso de los escritores al quehacer artístico del país. Colombia tiene escritores anóni­mos, indefensos, sobre todo en la pro­vincia, carentes de recursos y de estí­mulos. En esto parece que Colcultura no se ha fijado mucho.

Se me ocurre una inquietud: ¿Por qué Canal Ramírez ha monopolizado el negocio editorial? En el país hay em­presas que pueden competir con sobra­dos méritos. Sin embargo, en los 124 títulos el pie de imprenta ha sido ex­clusivo para esta firma. Por acá, en Ar­menia, funciona desde hace muchos años Quin-Gráficas, ejemplo de esfuer­zo, de superación y de calidad, que ha lanzado al mercado libros a la altura de cualquier exigencia. Es apenas justo que se abran nuevos mercados, pues el país cuenta con otras excelentes casas editoras.

Leída la columna de La República, he tropezado con el escrito del Doc­tor Rayo en El Espectador, donde se queja de la crítica «pasional», tan co­mún en el país, y dice que debe empe­zarse a «pensar menos en el autor y más en la obra». Alberto Baldoví He­rrera advierte que si una y otra vez ha solicitado la remoción del «incapaz funcionario» no es por animadversión personal con el poeta-director. Por su estilo puede pensarse lo contrario.

En Colcultura, piénsese lo que se quiera, existe un balance positivo. Y como en todo balance, hay cosas a fa­vor y en contra. Puede hacerse mucho más. Pero se ha logrado bastante. Si hay vacíos y yerros, que se corrijan. Queda sobre el tapete un interesante tema de controversia que ojalá tenga eco en el país y se ventile con el inte­rés y la desaprensión que deben susci­tar los actos públicos.

Por acerbas y pasionales que sean en ocasiones las críticas, dejan un fondo de dubitación que vale la pena discernir. La crítica en sí es constructiva, sobre todo si es desapasionada. La democracia del pensamiento no debe tener reticencias. Se dice que las obras positivas resisten cualquier embestida. ¿Resistirán Colcul­tura y su director la prueba?

La Patria, Manizales, 17-III-1974.

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