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El diablo anda suelto

domingo, 8 de mayo de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

La advertencia del Papa Pablo VI so­bre la existencia del diablo ha desen­cadenado los más diversos temores, pues no todo el mundo entiende que este personaje bíblico no tiene figura corporal, aunque sí está invisiblemente presente a todo momento, como el principio del mal que es. Querámoslo o no, lo llevamos a cuestas, cuando no es él quien hace lo propio, y pende de nuestra vida como el símbolo de la maldad.

Muchos, empero, ante las pa­labras papales temen encontrarse con este fantasma que la imaginación (por lo menos la mía, en un ayer ya supe­rado) lo representaba resoplando can­dela por todos los orificios, rojo de la rabia y de la vergüenza por habérsele despojado de su privilegio de príncipe de los ángeles rebeldes y listo a embes­tir con su tridente implacable y su mortífera cornamenta.

Hoy para mí no existe el espíritu maligno así encarnado, lo que no obsta para encontrarme con él a diario y a cada instante, vestido de las más disími­les maneras. No soy, contra lo que pueda de pronto sospecharse, un pose­so como la sordomuda de Usaquén de que habla algún periódico, en quien han fracasado todos los exorcismos e intentos parasicológicos, pues sigue ella de todas maneras soñando con el ejército de diablos que toda una vida la ha perseguido en plan de violarla, sin que las visiones hayan pasado de ser simples amenazas. Como la anciana es muda y sorda, y esto da lugar para pen­sar cualquier cosa, puede suponerse que los tales demonios no son otros que sus propios semejantes en quienes ha encontrado sin duda siniestras in­tenciones.

Harto me esforcé inculcándole a cierto amigo que no fuera crédulo, que no fuera liso, que dejara de ser tan pendejo, sin que me escuchara ni cre­yera en mis admoniciones, hasta que terminé viéndole crecer los cuernos que su mujer le puso. Pobre diablo este que, al igual que muchos, creen que todas las esposas son unas santas y olvidan que la mejor concepción del demonio es, ni más ni menos, con cola y con cuernos.

La Iglesia, a través de los siglos, ha reunido siempre el bien y el mal como fórmula inseparable de la natura­leza humana. Donde hay algo sano, siempre existirá el espíritu dañino tra­tando de atacarlo y de corromperlo. En el arte gótico eclesiástico se en­cuentran demonios retorciéndose al compás de danzas desbocadas y provis­tos de estridentes con los que arrojan las almas al infierno, figura esta de in­dudable provecho para la sana Edad Media.

En otros casos aparece el mal representado por un horripilante dra­gón que yace aplastado bajo los pies del santo. Sucede, en nuestros tiem­pos, que el mundo se ha desquiciado al influjo del desenfreno y es la voz del Papa la que se deja oír para recordar, cuando la perversión es tanta, que el diablo anda suelto.

Por ahí en las esquinas hay mucho ingenuo esperando verlo en carne y hueso. Y es posible que sueñen con él, cuando es tanto el miedo y la sensibi­lidad hacia este reptil que, sin darse cuenta los muy tontos, está dentro del propio ser, tratando de imponerse en la conciencia.

Y es que el Diablo, a quien esta vez le doy la solemnidad de una mayúscula, tiene muchos intérpretes. Lo conoce­mos como el «cojuelo» Asmodeo pa­seando por Madrid durante la noche y desentejando los techos, con un es­tudiante de la mano, para ver cuanto pasa en las puras e impuras intimida­des.

Desde siempre el hombre es un ser enredador, travieso y malévolo. ¿No ha visto usted, acaso, en su vecino, en su amigo, en su pariente, este siniestro personaje de Vélez de Guevara? No es­pere hallarlo con tridentes y vomitan­do chispas, pues a todo momento pasa a su lado con otra forma, si es que Asmodeo no se ha reencarnado en us­ted mismo cuando le da por ser fisgón y meterse en la vida privada de los de­más.

Una de las mayores condiciones demoníacas es la astucia. Y la astucia engendra la picardía, el engaño, la raposería, el dolo, la envidia, la usura, la calumnia… ¿Será preciso designar más diablejos para convencernos de que el Papa no se equivoca? Además, por ló­gica, el diablo es de pésimo genio, co­lorete y muy feo; aunque, por otra parte, habiendo sido Lucifer, o sea, ple­no de luz, conserva signos distin­guidos, lo que indica que nadie se salva de tener ingredientes satánicos, acen­tuados o en potencia.

Yo pintaría, en esta era moderna, mi propio diablo: un ser elegantón, muy cachaco, a veces feo, a veces her­moso, de ojos azules, signo de vi­veza, pero también de veneno, ágil, parlanchín, con sombrero ocultándole los cachos, sociable quizás, aunque sul­furoso, de pronto intelectual, de pron­to ignorante, astuto o falsamente apo­cado… Suministro tales rasgos genéri­cos para quienes andan despistados. Y en alguna parte le colocaría la cola. No debe olvidarse, finalmente, que el mundo no solo está poblado de demo­nios, ya que el mal no distingue sexos, y la diabla es la mujer del diablo.

La Patria, Manizales, 22-III-1974.
Revista Ventanilla, Banco Popular, junio de 1975.
El Espectador, Bogotá, 13-V-1983.

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