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El derecho a disentir

domingo, 15 de mayo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Disentir, en una auténtica democracia, no solo es acto de afirmación de la libertad, sino aporte para el fortalecimiento republicano. El poder ejecutivo, depositario de la confianza popular, no podrá ostentar el liderazgo de un país si no está abierto al inconformismo y la crítica que suscita el ejercicio del mando. Gobernar no es otra cosa que dejarse guiar por la opinión pública.

Esa opinión, empero, no siempre es franca. Lo que se habla en el café o en la calle –uno de los mejores canales del concepto popular– no es lo que por lo general trasciende a las altas esferas del Gobierno. Existe un explicable temor que se confunde con la cautela y el miedo. La gente, sobre todo la que está revestida de facili­dad para dejarse sentir en el ámbito del país, se cuida de expresar con sinceridad lo que el pueblo opina en la plaza o en la intimidad de la mesa de café.

Todo gobierno está rodeado de aduladores y mentirosos. A la gente le gusta murmurar en privado y alabar en público. Este séquito de incondicionales gobiernistas es el peor enemigo para la estabilidad del país.

La crítica es necesaria. Y de­be ser llana, desapasionada, constructiva. No debe confun­dirse la franqueza con la rebel­día. A nadie le hace daño la verdad. Puede doler, pero no pasará de ser un trance efí­mero. Ya lo dijo Aristóteles en frase imperecedera: «Sócrates es mi amigo; pero más amiga es la verdad».

El imperio alemán no se hubiera desmoronado si los ministros hubieran sido capaces de disentir del criterio de Hitler. La historia no logrará enjuiciar en todo su rigor a este equipo de lacayos que se limitó a obedecer ciegamente las órdenes del jefe, mientras los errores se multiplicaban hasta desencadenar la heca­tombe de la guerra mundial. Se dirá que se trataba de una de las mayores dictaduras de la historia, donde no era posible disentir. Pero valga la experiencia para demostrar que la sumisión incondicional, disfrazada de cobardía y adulación, ningún bien les hace a los pueblos.

En los albores de las medidas económicas del presidente López, varias voces se han de­jado escuchar protestando, unas por lo que consideran excesos gubernamentales, otras aconsejando diferentes estrategias. Augusto Espinosa Valderrama, respetable miembro del propio partido triunfante, se opuso a través de un debate de resonancia nacional a la declaratoria del estado de emergencia, como antes lo ha­bía hecho el ex presidente Pastrana.

Alegría Fonseca de Ramírez, caracterizada desde tiempo atrás como intrépida parlamentaria liberal, negó su voto de respaldo a la política inicial del Gobierno. Fue un vo­to solitario, sonoro, y por eso mismo más republicano. No han faltado, de parecido tenor, otras opiniones a lo largo y ancho del país. Descontando la crítica malsana, ociosa y destructiva, bien está que la gente opine, aunque no se halle en lo cierto. No hay mayor tiranía que la mordaza del pensamiento. Oír y auscultar el criterio ajeno es como tomarle el pulso al país.

Existe en el momento una ola de incertidumbres. La canasta familiar se encumbra cada día más. Se especula, se ocultan los artículos de consumo. El Gobierno, entre tanto, dicta medidas no digeribles por la masa hasta que se produzcan hechos tangibles. El pueblo confía en el Gobierno, pero se muestra impaciente porque le duele el zapato.

Artículos de primera necesidad que suben, de pronto, el 50 por ciento, el 80 por ciento, más del ciento por ciento; temor al desempleo por recortes en las empresas, por austeridad en los puestos del Estado o por simple cambio de administración, son cosas que provocan desasosiego.

Dice el presidente de Francia que entre la inflación y el desem­pleo se queda con la inflación. En momentos de crisis financiera se piensa mejor con el estómago que con la cabeza. Y no hay mayor indicador de la situación económica que la tienda o la plaza de mercado. Poco se cree en las cifras del Dane. Se espera, desde luego, en la prometida aurora de mejores días.

El presidente López, tras el encuentro con la junta de parlamentarios de su partido, donde no todas las voces fueron unísonas, ponderó el derecho de disentir como uno de lo mayores atributos de la democracia. Recordó que él mismo, en otros tiempos, había sido el mayor opositor del Gobierno.

Escuchar, respetar, evaluar la voz del pueblo será el mejor síntoma de un país libre. La crítica, por dura y descarnada que pueda ser, ayuda a acertar. Recordemos que Alemania se derrumbó por haber tenido un sumiso grupo de ministros que a todo decían “sí, señor”.

La Patria, Manizales, 11-X-1974.

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