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Estado de guerra

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La humanidad se consume, en estas postrimerías de un siglo que pareciera empeñado en no dejar posibilidades de pasar al si­guiente, entre toda suerte de barbaries. Hacia cualquier parte a donde miremos, hallaremos depravación. Nunca el hombre había sido más perverso y san­guinario. Ni más irresponsable de su propio destino. El hombre quiere destruirse a sí mismo porque está hastiado de la exis­tencia. Está vacío de vida espi­ritual.

Muchas naciones del mundo viven en estado de guerra. Hay diversas maneras de estarlo. Unas veces son las armas las que al­teran la tranquilidad, otras las catástrofes de la naturaleza, otras la miseria. Hay conflictos de fronteras que mantienen en tensión a las naciones enfrenta­das. Se presentan hambrunas y epidemias que sacrifican miles de vidas humanas.

Y, como ocurre en Colombia, el surgimiento de las guerrillas, fenómeno de moda en varias zonas de América, busca destronar al gobierno de turno por otro que se anuncia redentor. En estos forcejeos por el poder se desangran los pueblos y quedan destrozos incalculables. Pero al hombre le gusta jugar a la guerra sin con­siderar las consecuencias.

La guerra no es signo exclusivo de la época actual. El mundo, desde sus más remotos orígenes, siempre ha estado en guerra. Y es que la violencia, el mayor las­tre de la humanidad, se anida en el corazón del hombre. La guerra, más que en las armas y en las bombas del desastre, está en la conciencia del individuo. El odio, la ambición, la envidia, el apetito de riquezas y poder —rasgos connaturales de la condición humana— son los motores que impulsan la animadversión co­lectiva.

La guerra ha sido la norma constante de este planeta con­vulsivo. Puede que algunos países sean más pacíficos que otros, pero todos, sin excepción, han padecido alteraciones en cual­quier período. Se calcula que sólo en el siglo XX han muerto en guerra alrededor de 100 millones de personas en el mundo. Esto sin contar los mutilados de por vida —una manera de morir lentamente— ni las familias desgraciadas que ya nunca con­seguirán, como consecuencia de aquellos estragos bélicos, la paz de la conciencia. Es otra manera de estar muertos.

Parece que los problemas del mundo, cualquiera que sea su magnitud, obedecen a la inca­pacidad del hombre de gober­narse a sí mismo. No se han en­contrado fórmulas maestras para la con­vivencia entre los pueblos y entre los individuos. Hoy se mata por cualquier cosa, como bien sabemos en Colombia. Hay países más civilizados donde aún se respeta la dignidad de la vida. En el nuestro, que a lo largo de su historia ha ensayado toda suerte de esclavitudes —desde la física de la Colonia hasta la actual de la disolución de clases y princi­pios—, la vida no vale nada.

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Nunca antes la seguridad del universo se había visto tan amenazada. Nunca Colombia había descendido tanto por los despeñaderos del atentado, del secuestro, del vicio y la degra­dación. Nunca el hombre había sido más torturador y más san­guinario. Estamos a un paso de la hecatombe. Ya están ensayados todos los sistemas, todos los su­plicios, todas las locuras. Sólo falta que la insensatez de la fiera oprima el botón de la destrucción total.

El Espectador, Bogotá, 3-XI-1987.

 

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