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Archivo para martes, 1 de noviembre de 2011

Tunja sin un peso

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En la última sesión de la Academia Boyacense de Historia comentamos con preocupación la penuria actual para celebrar los 450 años de Tunja, suceso que ocurrirá dentro de año y medio. La ley de honores a la capital boyacense, materia de largos estudios y anunciada con mucha pompa, es hasta ahora letra muerta en el presupuesto nacional. Por falta de actividad de los parlamentarios regionales no se produjo en el presupuesto de 1988 inclusión de partida alguna para iniciar las obras proyectadas para el aniversario que se vino encima.

El hecho de que la inconformidad por esta abulia se ventile en el recinto de la Academia de Historia significa, a las claras, que la protesta ciudadana se hace sentir en todos los círculos tunjanos. Cuando la ciudadanía suponía que ya estaban asegurados, como cosa lógica, los recursos correspondientes, se encuentra con una verdad amarga: no hay un solo peso presupuestado.

Es decir, Tunja demuestra de nuevo que es la cenicienta triste de Colombia. Los políticos boyacenses, hábiles para la politiquería y las obstrucciones administrativas, se olvidan de ejercer el liderazgo nacional que han descuidado por vivir enre­dados en los bajos afanes de la burocracia clientelista.

La ley que busca rehabilitar a la ciudad de Tunja de su abandono ancestral, instrumento concebido para impulsar obras de infraestructura comunitaria y salvaguardar el patrimonio his­tórico, representa aportes mo­netarios del orden de los 16.000 millones, con los que habrán de ejecutarse planes sólidos en el curso de varios años.

Se con­templa un mejoramiento vital de los servicios públicos, rectifica­ción y pavimentación de vías, remodelación de sectores deteriorados, impulso a los barrios periféricos, protección del pa­trimonio colonial y una serie de estrategias sustantivas para darle otra cara a la postrada cuna de la libertad colombiana.

Tunja necesita más acción de sus dirigentes. Hay que conformar un frente común, tanto de políticos como de fuerzas cívicas, para que el clamor que se escucha en calles y tertuliaderos llegue hasta el alto Gobierno. Otras ciudades colombianas, próximas también a celebrar aniversarios importantes, han conseguido las respectivas par­tidas presupuestales y ya tienen en marcha las obras concebidas. Allí sus políticos, sus gobernantes, sus líderes cívicos, sus escritores y periodistas han entendido que, para progresar, deben unirse en hechos constructivos. Han dejado de lado los antagonismos de la política para trabajar en grupo por el adelanto regional.

Boyacá, y Tunja en este caso, no deben ser una excepción dentro de la mecánica que es preciso desarrollar a fin de tener voz en los altos mandos de la nación. El reto para 1988 será el de desenredar, en estos laberin­tos de las asignaciones presu­puéstales, los hilos que conduzcan a la efectividad de esta ley que hoy está enterrada, antes de nacer, por falta de vigor gerencial. Boyacá necesita asumir el sentido gerencial. Más que políti­cos, se echan de menos en el país los administradores. Administrar es prever el futuro, buscar re­cursos, impulsar el desarrollo. Es necesario insistir en que la administración supone la fuerza de un equipo. O sea, la presencia de la comunidad.

*

¿Será sensato que Tunja se quede rezagada dentro del con­junto de las capitales colombia­nas? ¡No! Y lo vamos a demos­trar. La ciudad merece un lujoso acontecimiento en sus 450 años de glorias y penalidades.

El Espectador, Bogotá, 31-XII-1987.  

 

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Periódico Meñique

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Editado en Medellín por Herbert  Jiménez Gallo, este periódico es, como su nombre lo indica, una miniatura. Su propietario se ufana anunciándolo como el periódico más pequeño de Colombia y ha logrado, con increíble tenacidad, sostenerlo por espacio de 20 años. Consta de 16 páginas y de las secciones necesa­rias para albergar la «cultura del mundo», otro eslogan de esta simpá­tica publicación que saca 3.000 ejemplares mensuales y representa auténtica curiosidad periodística. Las medidas de la gaceta le dan ho­nor al título: 11,5 por 16,5 centíme­tros.

Como supongo que muchos lectores estarán interesados en conocer la extraña criatura que le hace ganar un aplauso a su progenitor, esta es la dirección en Medellín: apartado 12.645, teléfono 236-5314.­

El Espectador, Bogotá, 12-V-1987.

* * *

Misiva:

Algunos lectores de El Espectador y de mi diminuto Meñique empezaron, muy temprano, a llamarme telefónicamente para enterarme del excelente artículo suyo, aparecido en la sección singular e inconfundible de Salpicón. Con esto, una vez más, usted pone en alto el amplio sentido de la amistad y comprensión intelectuales, que me hace sentir glorificado, recordado y agradecido infinitamente.

De verdad le digo, dilecto escritor, que no esperaba tan grande y sorpresivo honor. A lo largo de los años, desde que nos conocimos en Armenia, la bella capital del Quindío, su esclarecida amistad me estimula, me hace sentir apreciado en el ancho y largo panorama de la república. Lo que usted ha escrito sobre la significación del estilo literario de Meñique me compromete a manifestarle mi profundo sentimiento. Herbert Jiménez Gallo, Medellín.

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Aleph: una cita con la cultura

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por Gustavo Páez Escobar

La revista más vinculada con la provincia y que mejor interpreta el folclor nacional es, sin duda, Aleph. Fundada en 1966 por un inquieto grupo de estudiantes universitarios deseosos de buscar las fuentes del humanismo, ha desempeñado fructífera labor como promotora de los valores regionales. De la nómina fundadora sólo queda Carlos Enrique Ruiz, el insigne y tenaz di­rector que ha difundido por los vientos de América —entre escritores, poetas y artistas en general— la imagen de la ciudad culta: Manizales. Haciéndolo, le ha dado entidad a Colombia como país preocupado por los afanes del espíritu.

Siempre me ha llamado la atención y me ha causado no poca intriga la per­severancia de Carlos Enrique Ruiz al frente de esta gaceta cultural —una de las mejor impresas de Colombia—, a lo largo de veinte años de duras batallas. Bien es sabido que estas publicaciones suelen tener vida efímera, y a veces mueren apenas en sus inicios, por falta de apoyo económico y bajo asperezas y sinsabores de todo orden. Permanecer por tantos años en circulación significa en nuestro medio un milagro de supervivencia. Habría que afirmar que el quijotismo es una marca de resis­tencia. Y sin él, el mundo se habría de­sintegrado por carencia de proteínas espirituales.

Cada nuevo número de Aleph significa una hazaña económica. Su director dijo alguna vez que nunca sabía cómo iba a financiar la edición si­guiente. Y sin embargo, no se ha dejado vencer por el pesimismo. Es admirable su coraje para sostener, a pesar de las penurias y adversidades, esta cá­tedra de irrevocable vigor intelectual. Cuando se llega a esta categoría del espíritu es indudable que existe un liderazgo.

La revista, nacida bajo los augurios de un signo matemático, ha desarro­llado su propósito de desentrañar los misterios del hombre mediante el ejercicio de la inteligencia. Ha enten­dido que la cultura es pa­trimonio de la comarca, donde nace, crece y se consolida, para trasladarse de allí a los centros, donde no siempre se conserva auténtica y por el contrario suele sofisticarse. Ha defendido el folclor —o sea, lo terrígeno— como la expresión natural del pueblo, y ha profundizado en las costumbres, las tradiciones y el modo de pensar de la gente como la razón de ser de la comunidad.

Todo esto revela capacidad intelec­tual y amor por el hombre dis­pensador de la vida artística. Y además hace resaltar la vocación humanista de un ingeniero —caso insólito— que logra, contra lo que es la norma común, inyectarle calor al frío campo de la ca­balística. Ejemplo de veras aleccionante. Carlos Enrique Ruiz fue hasta hace poco director de la Biblioteca Nacional, lo que demuestra su apego a la cultura.

Aleph ha cumplido su destino cultural. Ha demostrado que es posible sobrevivir cuando hay entereza de espíritu. El folclor, lo vernáculo, lo auténtico —en síntesis, la pro­vincia colombiana— ha sido y será la bandera perenne de este quijote moderno que desafía tempestades para sostener su imperio intelectual.

El Espectador, Bogotá, 18-I-1986.
Aleph, No. 56, enero-marzo de 1986.

 

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Acto de heroísmo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Me interné en el monte y sentí que la muerte comen­zaba a encaramárseme en la espalda. Traté de calmarme, sin lograrlo. La noche anterior había soñado con el mis­mo campo de batalla que ahora recorría con paso impre­ciso detrás del soldado Arenas, mi compañero de bachi­llerato. En la pesadilla había oído el tiroteo que dentro de poco tiempo se iniciaría cuando el sargento Oliveros diera la orden de atacar.

Con la garganta reseca y la lengua extrañamente crecida avanzaba temeroso, sin valor para el combate. Las piernas me temblaban y los brazos sostenían con torpeza el fusil cargado para la guerra, pero incierto en mis manos. Con mis escasos 21 años, apenas recién separado de las faldas maternas, me sentía un bulto más que se deslizaba en silencio a las cuatro de la mañana en persecución de Ojodiáguila, el bandido más bandido que había brotado de la montaña y que con su pandilla de asesinos mantenía asustados aquellos campos que en otros tiempos daban generosas cosechas.

El sargento Oliveros, llegado del Tolima una semana atrás, dejó fuera de combate a la cuadrilla del Mono Fierro, otro bandolero que durante más de cinco años mató campesinos a diestra y siniestra. Pero resultó menos hombre que mi sargento, quien lo eliminó de un disparo en mitad del corazón. Por algo mi sargento Oliveros estaba templado para las guerrillas. Eso me inspiraba confianza, aunque sin poder evitar que las piernas se aflojaran conforme avanzábamos por entre la maleza. Ya a lo lejos el día comenzaba a clarear. A nuestro paso se espantaban los gorriones, no acostumbrados a encon­trarse con una tropa madrugadora. En fila rigurosa, pisándonos los talones, marchábamos cuarenta soldados y tres suboficiales.

Yo no había nacido para las guerrillas. Hasta los guayos me incomodaban. En mi casa no quisie­ron que fuera excluido del servicio militar. Según mi padre, esa disciplina me haría hombre. Y ahora, a las cuatro de esta madrugada húmeda y miedosa, renegaba de los míos por exponerme a morir en cualquier embos­cada como un oscuro soldado de la patria que ni siquiera saldría en los periódicos porque los puestos de honor están reservados para los mandos supe­riores.

¿Qué valdría un simple soldado en la matazón que iba a producirse? Esto era un infanticidio. Si mi sar­gento Oliveros lograba hacer una buena acción, lo des­tacarían como héroe, pero ni a Arenas, tan juguetón en el colegio y con cara de bandido para otras cosas, y ahora más serio que el peligro que nos amenazaba, ni a ninguno de los reclutas, nos reconocerían mérito alguno. ¿Para qué caminar con este terrible susto a cuestas y tiritando entre el frío de la montaña, mientras en mi casa todos dormían ajenos a mis penalidades?

Arenas se mostraba serio y aplomado. De vez en cuando volteaba a mirarme como midiendo mi nerviosis­mo y se reía entre muelas dándome a entender que co­nocía mi flojera. Esto me producía mayor indignación y me provocaba entonces descargarle el fusil en la cabeza.

¡Media hora sin el menor indicio de guerra…! Los pa­jaritos corrían asustados y ni siquiera cantaban, por no ser hora de cantos. Antes de ingresar al ejército le pro­metí a Amparito que volvería con honores suficientes para que reconociera mi valor y me catalogara como indiscutible guerrero, digno de su mano. Entre paso y paso pensaba en ella y por instantes la sentía cerca a mí, como algo que me recorría el cuerpo produciéndome grato estremecimiento. El recuerdo de mi novia me acompañaba en el momento más angustioso y entonces yo me decía que valía la pena aquel sacrificio. (¿Para qué, Dios mío, se habrán hecho las guerras?). Juré que iba a ser tan valiente que exterminaría al que se expu­siera a mis balas. La novia ausente me animó a ser arro­jado.

II

De repente estalló la batalla… Una descarga de fusil hirió los cielos y se prolongó, con eco retumbante y fatal, más allá del último picacho que ya a esa hora había co­menzado a sobresalir de las tinieblas. Había sonado la hora terrífica. Quedamos eléctricos. Un choque me pasó por la columna vertebral. Todos nos pusimos en cuclillas como si tuviéramos que buscar al enemigo entre la hierba. Parecíamos sabuesos olfateando rastros invi­sibles. La fila india se rompió para formar tres grupos que avanzaron rápidamente contra el adversario.

¡Atacar…! ¡Atacar…! La voz corrió al instante y en contados segundos estábamos trenzados en bárbaro enfrentamiento. Una bala pasó zumbándome los oídos y fue a enterrarse en la cabeza de uno de mis compañeros. Este apenas exhaló un sonido sordo y cayó de espaldas. Alguien quiso auxiliarlo, pero otro, consciente de que nada había que hacer, lo lanzó camino adelante. De paso presencié el horrible espectáculo de una cabeza despe­dazada. (¿Para qué. Dios mío, se habrán hecho las gue­rras?).  Todavía no había disparado mi fusil y, para darme ánimos, lo hice retumbar y volví a cargarlo.

El tiroteo era violento. Por todas partes se escuchaban gritos secos que morían en las gargantas y me hela­ban la sangre. El relampagueo de las balas había hecho luminoso el día. Pero la mañana olía a sangre fresca, a cráneos destrozados. Escenas terribles iban sucediéndose en interminable procesión de muertos. Yo corría a zancadas sobre los cadáveres comunes, ya sin distinguir si pertenecían al enemigo o a los nuestros. Un penetrante olor a pólvora volvía pesada la respiración y un sudor intenso, que me bañaba todo el cuerpo, me estaba sofo­cando.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora, dos, tres, un día entero…? Sentí que la cabeza me daba vuel­tas. La vista comenzó a nublárseme. Una pesadez incon­trolable me invadía. Las quijadas me crujían. El corazón me brincaba y amenazaba escaparse del pecho. La vida se me estaba yendo… Me palpé por todas partes, por la cabeza, por las piernas, por el tórax… Encontré vesti­gios de sangre, pero estaba completo. Recé de afán mi última oración.

III

—Esto se perdió —me dijo Arenas, tartamudeando. Lloraba como un desgraciado. Una bala lo había herido. La sangre brotaba en abundancia.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—¡Hemos perdido la guerra! Sólo quedamos tú y yo… y cuatro más. El resto murió. Ojodiáguila sabe más que el ejército. Es más astuto que todos los ejércitos. Nos dejó avanzar y después… ¡horror!… nos cercó como bestias. Mi sargento quedó clavado en aquel hoyo, hecho una coladera. ¡Y esa era nuestra garantía!

Arenas vomitaba sangre. Se me ocurrió trasladarlo con la imaginación a nuestra sala de estudios y volverlo el hombre despierto, festivo y tenorio que siempre había sido. Parecía ahora un desperdicio humano. Miraba con ojos torvos y lanzaba espumarajos mezclados con ira y sangre.

—¡Pero tú eres un cobarde! –me increpó, estruján­dome con violencia–. No fuiste capaz de ponerles el pecho a las balas, como yo… como todos los que nos hemos sacrificado por la patria. Caminabas a retaguardia, re­trechero, esperando que los de adelante te protegieran. No eres un hombre, sino una caricatura de hombre. To­davía tiemblas como si el combate no hubiera termi­nado. ..

—¿Que ya terminó…?

—Nos liquidaron y se fueron —comentó con voz aho­gada—. Pero también les dimos plomo. Por ahí están sus muertos… Sin embargo, Ojodiáguila no se dejó atra­par, ¡maldito bandido! ¿Y acaso tú no tienes ojos para ver los resultados de la guerra?

Si el combate habla concluido, me consideré un infeliz. Me toqué de nuevo el cuerpo y estaba entero. Apenas tenía algunos rasguños. La sangre derramada no me da­ba categoría. Me creía culpable por no haber conquistado el título de héroe. Mi amigo, en cambio, estaba destroza­do. ¿Y el sentido de valor, de sacrificio, de patria? Re­gresaría sin méritos, sin verdaderas cicatrices.

En lo más íntimo de mi alma, el miedo desencade­nado me sepultaba como un cobarde. Los nervios me dominaban, ya sin razón, cuando la refriega había terminado. Me acordé de Amparito, a quien le tenía prometidas medallas de heroísmo. Carecía de ellas porque no las había ganado. La mayor derrota la llevaba en el corazón, que no supo ser fuerte.

Un grito interrumpió mis aflicciones y, antes de que pu­diera captar lo que sucedía, estalló de nuevo un fogonazo en mis narices, mientras Arenas caía bajo una descarga cerrada. Se dobló como una madeja y quedó mirándome con ojos inmóviles.

—¡Ojodiáguila, Ojodiáguila! —fueron sus últimas palabras antes de vomitar su postrer heroísmo.

El pánico me dominó y, ya sin fuerzas para obrar ni coordinar, el cuerpo me falló y rodé a la cañada. Los mo­vimientos siguientes fueron inconscientes, accionados por el terror. La muerte me había atrapado. Horrorizado pude distinguir el rostro tenebroso de Ojo­diáguila en el parpadeo de mi agonía. Un calor, como un latigazo, me adormeció hasta suprimirme toda noción de la vida.

El dedo, presa del pavor, permaneció pegado al gatillo. Lo oprimí una y muchas veces, más allá de lo que hubiera sido normal en plena razón. Alguien sobrevi­vió para contar cómo las balas de mi fusil cosían hom­bres en serie. Y el dedo disparaba y disparaba…

IV

Cuando meses después sonaban los aires marciales con que se exaltaba mi valor ante la guarnición que tenía ante sí un nuevo héroe, al que debía imitarse, todavía  repercutían en mis oídos los ecos de la fusilería y no ha­bía logrado borrar de mis pupilas el color del miedo. Me había vuelto héroe… ¡Héroe mutilado y grandioso! La baja de Ojodiáguila y la liquidación de su cuadrilla, obra de mi bravura, merecían la medalla colocada en mi pecho.

Me pasearon por el campo de armas. La silla de ruedas la empujaba un alto oficial. Las trompetas vibraban en el ámbito sobrecogido y solemne, contagiadas de grande­za. De soslayo contemplé los muñones que me habían quedado como testimonio de mis piernas ágiles para acabar con el enemigo, según la rotunda afirmación de mis superiores.

El ejército se hallaba en ceremonia de parada ante el soldado digno de exhibirse y ser encumbrado a lo más alto de la fama. Un héroe de 21 años no es, por cierto, fácil de conseguir.

Mientras probaba el sabor de la gloria, sólo lamenté que Amparito, a quien ofrecí medallas de heroís­mo, ahora relumbrantes sobre mi pecho, se hubiera ca­sado con otro, por no resignarse al héroe inválido. Una lágrima quiso traicionarme en el momento más emocionante del despliegue militar, pero la contuve con todas mis fuerzas y así me demostré que era valiente.

Revista Manizales, julio de 1988.

 

 

 

 

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Mil artículos

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

He llegado, silenciosamente, a la cumbre lejana que un día me señalé: mil artículos de prensa. ¿Cuándo los es­cribí?, es la pregunta que hoy me formulo, asombrado, después de repasar en viejos archivos, uno por uno, los mil peldaños que me llevaron a esta meta conquistada.

Proclamar la victoria, como lo hago para mi íntimo so­laz y la satisfacción de los míos, acaso para algunos parezca acto presuntuoso. No lo es, sin embargo, si sólo pretendo que a través de la ajena experiencia aprendan los noveles escritores la lección de llegar lejos.

Apropiándome de un concepto del poeta Germán Pardo García, celebro la ocasión “con humildad y al mismo tiem­po con soberbia”, porque un escritor sin soberbia «es co­mo un águila sin alas». Y agrego, para que se me absuel­va por lo que puede parecer pedante, que el ejercicio de escribir, que se ejecuta con sangre del espíritu, es escuela de abnegación y tormento. Sobre todo hoy, cuando el escritor vive de capa caída en medio de una sociedad que no sabe apreciarlo y que por el contrario lo ignora y lo maltrata, perseverar en las letras es acción heroica. Ser escritor significa un duro destino.

Por eso, cuando se acumulan mil escritos, elaborados a lo largo de 18 años de intensas vigilias, se siente regocijo. Es la recompensa de las pacientes horas de estudio y creación. Para quienes se inician en el reto de las cimas, ojalá esta jornada represente un incentivo para no detenerse.

Si la carrera del escritor se hace a pulso como la mía, sin padrinos ni ventajas de ninguna especie, mayor es la conquista. Todo comenzó al destacar El Espectador, dentro de un concurso de cuento realizado en 1971, mi primer trabajo narrativo. Cuando días después me expre­saba don José Salgar, ante una crónica que me había re­sultado bien condimentada, que «ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras pági­nas», el ansia de escribir era ya irrenunciable.

Conforme me esmeraba para que cada página saliera pulida dentro de los rigores que impone la disciplina de los Cano, requisito sin el que es imposible aspi­rar a ser columnista de su diario, advertía que mis trabajos avanzaban más. Cualquier día, tras ser pro­bado en distintos terrenos –primero en el Magazín Do­minical, luego en Cabildo Abierto, más tarde en Tribuna de Opinión–, una de mis notas apareció, para sorpresa y susto míos, al lado de los editorialistas de ca­rrera. Y ahí he permanecido, con ánimo persistente. Es­cribir es renovarse todos los días.

A don Guillermo Cano, que con desconcertante genero­sidad me había abierto las puertas del periódico, vine a conocerlo años más tarde. Mientras tanto, los eternos envidiosos que siempre existirán en el periodismo y en las letras, me inventaban en Armenia, donde enton­ces residía, palancas que no poseía; y que tampoco ne­gué, para que más sufrieran. Cuando me entrevisté con el director del periódico, con pena por semejante tar­danza, él desoyó mis disculpas y me dijo que desde años atrás era yo huésped de su casa. Y es que los Cano sa­ben distinguir a distancia la vocación del periodista.

*

Y así, paso a paso, se ha caminado largo trayecto desde aquel incierto comienzo de 1971. Recorrer hoy mil artículos es como cantar mil victorias. En cada uno de ellos se han dejado jirones del alma. Estos escritos –la mayoría publicados en El Espectador– dan categoría y obligan a seguir la marcha.

El autor, si la vida le concede licencia, realizará otro recorrido. Apenas va a mitad de camino. Ya se ha tra­zado otra meta. De aquí en adelante, dentro de la nueva jornada de mayor madurez, no cumplirá años sino artículos. El homenaje de esta travesía es ante todo para don Guillermo Cano, el gran maestro desaparecido, que creyó en el oscuro principiante de provincia y le sembró la honda semilla del esfuerzo y la tenacidad.

El Espectador, Bogotá, 16-II-1989.

 

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