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Archivo para lunes, 21 de noviembre de 2011

Nuevo libro de Gloria Chávez

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En versión simultánea in­glés-español circula el último libro de la escritora, periodista y educadora quindiana Gloria Chávez Vásquez, residente en Estados Unidos desde 1970: Opus americanus.

En él recoge doce cuentos, la mayoría de ellos alrededor del mundo de los inmigrantes, que presentan, en ágil y ameno estilo, novedosas facetas sobre hechos y perso­najes que han impresionado la sensibilidad de la autora en su diario discurrir por las calles neoyorquinas.

En estas páginas se aprecia la vena de la crítica social que escribe con tesón en periódi­cos y revistas de Estados Uni­dos y de Latinoamérica, denunciando unas veces los atrope­llos de que es objeto el hombre por parte de las tiranías –tanto de gobiernos como de sistemas oprobiosos–, y otras defendien­do la dignidad humana.

Varios de estos trabajos des­tilan finas gotas de humor, y otros, suaves toques de ter­nura y poesía, sin faltar la sutil reflexión filosófica que deja moralejas para que el lector medite en ellas. La narradora se recrea en hechos de la vida cotidiana que pueden ocurrir lo mismo en Estados Unidos que en cualquier sitio, y esto da tono universal a sus relatos.

Hay escenas de tal simplici­dad y al propio tiempo de tal encanto –como La luciérnaga y el espejo, Sincronio, el ave fénix, Un búcaro roto, El mirador, Sor Orfelia–, que se esconde en ellas el duende ocul­to que le pone sabor al cuento verdadero. Otras páginas, per­filadas con nervio periodísti­co –Un cuento de consula­do, La leyenda americana de la creación del cerebro, Orí­genes de la burocracia–, con­tienen eminente sentido crítico sobre el amplio espec­tro de la vida prosaica. En esta colección encuentro dos cuentos de gran valor sicológico: Diario de un subwaynauta y Las termitas, los que pene­tran en las intimidades de la persona para crear in­quietud, angustia y sor­presa.

Gloria Chávez Vásquez saca del crisol de sus sue­ños estos hilos de fantasía que entreteje con gracia, humor e ironía. Para fina­les del año anuncia su próximo libro, la novela Vanessa: mariposa mentalis, con el que su obra literaria, conformada por seis libros publicados a partir de 1978, cumple un itinerario digno de pon­deración.

La Crónica del Quindío, Armenia, 22-V-1994.

 

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Omar Morales Benítez, cuentista con acento social

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde la publicación del libro Bajo la piel (1977), no había vuelto a leer nuevos cuentos de Omar Morales Benítez. Des­cubrí entonces, a través de los diez traba­jos que conforman aquella obra, la vo­cación del autor por los temas sociales. Si bien he extrañado el silencio ocurrido desde la salida de su primer libro de cuentos, no ignoro que Omar es un diletante pausado y riguroso de este género, que él cultiva –para que haya cuento verdadero– con golpes de orfebrería.

Me entero ahora de que el escritor caldense prepara su segunda incursión en la materia, con la misma agilidad admirable de la serie anterior, y con un rótulo sugestivo: Los ojos del viento. Una de las regl­as básicas del cuento es la brevedad –y hablemos mejor de la brevedad apasionante–, la cual debe crear la necesaria temperatura de suspenso y tensión para ponerle magia al relato y conducir al final sorpresivo y congruente que deje al lector meditando. Omar Morales Benítez, gran apasionado de los clásicos, ha aprendido las reglas de oro de este difícil arte. Por eso, antes de lanzar el segundo volumen, lo ha depurado con paciencia y con brillo ejemplares.

Correspondientes a la obra en preparación, he leído en la revista Puesto de Combate dos excelentes relatos en los que el autor reafirma lo que atrás dije: su acento social como nervio de su cuentística. En Certeza de otras muertes, historia con calor erótico y con sabor trágico, se vive uno de los dramas de la violencia colombiana: el de la adolescente que huye del campo ante el asesinato de su padre y la violación de que ella es víctima. La deshonra, en pleno despertar sexual, lanza a la muchacha de 18 años al torbellino de la vida airada en la borrasca de los bares, las calles y los lenocinios, hasta volverse profesional, maestra en los juegos del deseo y la pasión artificiales. Siendo tema trillado, que muchos autores tratan con ordinariez, la pluma de Omar Morales no sólo pinta con acierto el mundo sórdido de la degradación moral, sino que penetra en las intimidades de la persona para plantearle severos interrogantes a la sociedad.

El otro título, Tiro de gracia, dibuja el cuadro de la pobreza desesperada en la gran ciudad y sitúa a los personajes en la lucha implacable por la subsistencia, entre desproporciones y durezas que inyectan en el alma frustración y odio. La madre solitaria, cercada por penurias voraces y alimentada por ilusiones efímeras, le pone la cara al destino para que sus hijos no sucumban en el mar del desamparo, carentes como están del padre responsable. Es otro relato con el duro sabor de la violencia, no de los atropellos en el campo sino de la tortura urbana que crea miedos y rencores de difícil superación. En esta fábula destilan hilos sutiles de ternura, de ternura conmovedora que hace más densa la tragedia final.

Ambos cuentos tienen denominador común: la angustia del ser humano en medio de los choques espirituales que le roban la esperanza y lo lanzan a los abismos del dolor y la indignidad. Son historias patéticas sacadas de nuestro mundo contemporáneo, y digamos mejor, del universo entero, ya que la desgracia humana llega con el nacimiento del hombre. Mundo adverso que, al no permitirle al hombre coronar sus ilusiones, lo vuelve amargado, lo desubica en su entorno familiar y lo hace presa fácil del vicio, la prostitución o el delito. El miedo vital que se observa en uno de los actores representa la confusión del alma ante los conflictos cotidianos que no permiten un minuto de respiro.

Por lo tanto, son ficciones reales, trabajadas con buenas dosis de sicología y con apropiado manejo de los mundos decantados por este gran intérprete de la humanidad.

Revista Manizales, septiembre de 1994.

 

 

 

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El amor de Tigrero

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En reciente viaje al Quindío, sobre el que me propongo escribir algunas crónicas, me encontré con la noticia de la aparición de un nuevo cuentista: Miguel Ángel Rojas Arias. De la gaveta de su escritorio saca y me muestra un libro antiguo de Eduardo Arias Suárez, precursor del cuento en el Quindío y maestro del género en el país, hoy olvidado en su propia tierra. Yo, ferviente admirador de la obra de Arias Suárez, me siento emocionado ante la presencia de este incunable de las letras quindianas e invito al nuevo cuentista a que siga su ejemplo.

El breve libro que acaba de publicar Rojas Arias y que lleva por título El amor de Tigrero, tiene esta propiedad: recrear la historia regional con la fantasía del fabulador. Nunca antes, que yo sepa, ningún narrador había penetrado en la vida íntima de Jesús María Ocampo, fundador de Armenia, para presentar, con tono de cuento, la serie de episodios reales que aquí se ventilan.

Este aventurero de montañas, de caminos y peligros (de él se dice que se internaba en la selva y al poco tiempo aparecía con tres o cuatro pieles de tigre, lo que le valió el nombre de Tigrero) poseía al mismo tiempo alma tierna y nobles ademanes. Campesino raizal, analfabeto, de fuerte contextura, afable, valiente y generoso, este héroe de la epopeya quindiana era además conquistador de corazones. El amor de su vida fue María Arsenia Cardona, a quien desposó de 13 años, cuando él frisaba en los 37.

A la postre, ya próximo a morir, descubre la infidelidad de su mujer y se dice –en conjetura lógica del cuentista– que su vida errante entre montes y fieras lo ha distanciado del amor de María Arsenia. Tiempo después termina aplastado por un árbol gigante y sus despojos quedan sepultados por muchos años –hasta su traslado definitivo a la ciudad por él fundada– en la tierra virgen de sus hazañas. Una verdadera oración de la montaña.

Miguel Ángel Rojas Arias, investigador acucioso de la historia local, realiza con sus relatos una aproximación estética al alma de los personajes, a quienes dibuja como héroes, pero también como seres humanos, con sus defectos y virtudes. Crea ficciones para hacer sentir la realidad. Es una manera de explayar su formación sociológica con la amenidad del narrador.

Ojalá lo veamos más tarde en un libro de mayor dimensión, detrás de los sucesos íntimos que se esconden en el alma de los protagonistas de los pueblos y marcan su carácter (el de las personas y el de los pueblos). El camino del cuento le será propicio, sin duda, para interpretar los secretos que por lo general no ve el historiador académico.

Bogotá, 8-IX-1995.

 

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La vida en cuentos

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro La casa maldita, de José Antonio Vergel)

Todos los relatos de este libro convergen a un pueblo. Son como crónicas dispersas en el tiempo que se aglutinan en estas páginas para delinear una historia pueblerina. En Rusia, alguien recién iniciado en la escritura le preguntó a Tolstoi cómo haría para ser escritor universal, y el novelista le respondió: «Dibuja bien tu aldea y serás universal».

Aquí está el pueblo de José Antonio Vergel Alarcón, que él ha captado desde diferentes ángulos para interpretar su propia existencia humana. Basado en casos comunes de la vida real, el cuentista se adentra en las intimidades de su comarca y de allí extrae una serie de menudos sucesos parroquiales que retratan a la comunidad entera. Son como pinceladas en el paisaje y en las costumbres locales, que logran definir la identidad del terruño con la presencia de sencillos protagonistas del acontecer cotidiano.

Objeto primordial de la literatura es abrillantar los hechos triviales, iluminar los oscuros, redimir la desgracia, hermosear la vida. No se trata de ocultar la realidad y menos de falsearla, sino de descubrir los filones de verdad y de ironía social que esconden ignorados personajes de todos los pueblos. Son ellos los que mejor encarnan la sabiduría popular.

El cuento, desde los propios orígenes de la humanidad, ha sido canal apropiado para registrar la historia. El hombre demostró su primer rasgo de inteligencia al inventar el cuento como expresión ver­bal, mucho antes de que existiera la escritura. Por ese conducto se transmitían emociones, rasgos y costumbres de los pueblos primitivos. El género llegó a América con los primeros pobladores. En Colom­bia, país de fabuladores por excelencia, el cuento nació del cuadro de costumbres, y más tarde se hermanó con la crónica y la novela corta. E incluso con el poema: el cuento, para muchos, es un poema narrado.

Horacio Quiroga dice que «un cuento es una novela depurada de ripios». Euclides Jaramillo Arango manifiesta que «el cuento es hoy cualquier cosa, pero debe ser bien contado». Javier Arango Ferrer agrega que «fácilmente el escritor planea el cuento y sale con un mal relato, o planea un relato y sale con un buen cuento».

Son suficientes estas expresiones tan respetables para concluir que se trata de uno de los recursos literarios más difíciles de encasillar, y más controvertidos. Sea como fuere, a través del cuento, relato, narración o fábula el buen escritor se convierte en retratista de su tiempo y, por consiguiente, en vocero de la injusticia, la miseria, la violencia, el amor. Si sus mensajes no impactan, se los lleva el viento.

José Antonio Vergel se va por los caminos de su provincia para describir con sutil ironía –y a veces con claras dosis de erotismo– ambientes parroquiales movidos por el miedo, el dolor, la angustia, la explotación humana, el amor, el sexo. Casi todas sus narraciones son presentadas al natural y recogen de paso regionalismos y particularidades lugareñas, tal vez para que sean más auténticas. Tienen la virtud de saber pintar costumbres y paisajes al igual que estados del alma.

El inspector, uno de los perfiles de esta obra, presenta una escena común en Colombia: las pasiones políticas atizadas por el eterno gamonal que corrompe la vida de las comunidades. Broma en leve bruma, donde campean el humor y la ironía, refleja los pecados capitales de todos los pueblos: gazmoñería, beatería, idiotez, cursilería, hipocresía… Lo de Leopoldo fue verdad tiene como actor a un gato hogareño –el gato de todas partes–, que trasmite hondo sentimiento de ternura. Casa maldita, escenario de violencia, ofrece este episodio contundente: «Absalón entró sin saludar, como queriendo mirar algo en las estanterías llenas de polvo, desenruanó un cachiblanco para degollar cerdos y acribilló a Ñungo».

Breves muestras para decir que en este acopio de ficciones calcadas de la realidad desfilan los personajes típicos de cualquier conglomerado humano. Es la propia vida la que corre por estas páginas, que su autor dedica con emoción a su pueblo real, Alpujarra.

José Antonio Vergel, graduado en Filosofía y Letras en la Universidad Javeriana, y que adelantó estudios filológicos en el Instituto Caro y Cuervo, se desempeñó en Rusia, durante 20 años, como periodista y redactor literario del semanario Novedades de Moscú, de la Agencia de Prensa Novosti y de la Editorial Progreso. Además, ha estado vinculado a la cátedra universitaria. Es autor de una excelente biografía de Martín Pomala –el gran poeta olvidado de su tierra tolimense– y del hermoso libro de poemas Lumbres secretas.

Avanza en un trabajo sobre sus experiencias soviéticas, al que ya le tiene asignado título: Veinte años tras la Cortina de Hierro. Y no cesa en su silenciosa producción poética y narrativa. Ahora, tras su larga residencia en Rusia, ha regresado a su patria –y sobre todo a su pueblo– a cantar la vida con sabor de cuentos.

Bogotá, marzo de 2002.

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Otro cuentista quindiano

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nunca me imaginé, durante mis quince años de estadía en el Quindío, que en César Hincapié Silva se escondía un cuentista.

Siempre lo conocí como político y economista. Trasladado yo a la capital del país, un día lo encontré en el acto académico que se le tributó al escultor Rodrigo Arenas Betancourt días después de su secuestro. Era el primer acto cultural donde veía a Hincapié Silva y su presencia me causó sorpresa.

Tiempo después estuve en el Quindío, y él me obsequió su libro recién editado: El camello de la planeación (1993). Título novedoso, donde el autor expo­ne interesantes tesis sobre esta ciencia del derecho económico, en la que es experto. Como Hincapié Silva es un planeador –o sea, un futurista–, se adelantó con su camello al elefante de estos días, el del proceso 8.000, que tantas «camelladas» peligrosas le pro­duce al presidente Samper.

Hincapié Silva ocupa ahora la pre­sidencia del Concejo de Armenia, y este es otro de sus campos naturales. En síntesis, el amigo ha sido político, abogado, economista, domesticador de camellos… ¿Pero cuentista? He leído varios cuentos suyos en La Crónica del Quindío. Y vuelvo a sentir sorpresa ante sus incursiones en la narrativa breve.

Se mueve con acierto en este cam­po. Era una fibra que mantenía ocul­ta, y por eso no parece improvisada. Además, el cuentista sorpresivo –y sor­prendente– surge del Quindío, tierra fértil para este género. Cuando ya han desaparecido los maestros del cuento que tanto brillo le dieron a la región, con Eduardo Arias Suárez a la cabeza, que sea bienvenido el nue­vo discípulo de esta escuela en extin­ción, que no puede dejarse acabar.

Y voy a formularle una cordial invitación, aprovechando su liderazgo en el Concejo. Como las nuevas generaciones no saben quién es Eduardo Arias Suárez, hay que recor­dárselo: el mejor cuentista que tuvo Colombia, con renombre internacio­nal. Ya que Hincapié Silva lleva la vena literaria del precursor, lo cual es una herencia y al mismo tiempo un reto, se encargará de revivir su nombre en la propia tierra nativa, que lo tiene ol­vidado.

Si a Tigrero, el fundador de la ciu­dad, el alcalde actual le va a erigir un monumento –acto digno de alabanzas–, ¿por qué no hacerlo con Eduardo Arias Suárez, maestro insu­perable de cuentistas?

La Crónica del Quindío, Armenia, 17-VI-1996.

 

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