Archivo

Archivo para viernes, 11 de noviembre de 2011

El cronista de Tipacoque

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A Eduardo Caballero Calderón le pregunto por Tipacoque. Y él me dice que hace dos años no lo visita. Dos años, pienso yo, son demasiado tiempo para quien tiene su alma en aquel escondido rincón del Chicamocha «donde los hombres, según palabras suyas, son buenos, transparentes y silenciosos como el agua». Sus limitaciones de salud no le permiten desplazarse con frecuen­cia, como en otras épocas, por la polvorienta carretera que los gobiernos han mantenido olvidada, y por la que él tanto luchó en sus notas periodísti­cas.

La vía pavimentada se encuentra hoy a 17 kilómetros de Soatá y a 30 de Tipacoque. Sin embargo, para ade­lantar este tramo y coronar luego la meta de Capitanejo ofrecida por el gobierno de Barco, falta una eterni­dad en este país de las esperanzas rotas y las obras interminables. El cronista de Tipacoque se cansó de protestar. Carlos Eduardo Vargas Rubiano, presente en la tertulia, me dice que es preciso insistir en esta necesi­dad boyacense que abriría caminos de turismo hacia una de las regiones más bellas de Colombia.

El sueño de Caballero Calderón de ver pasar el pavimento por la hacien­da histórica depende sólo de 30 kilómetros. Son los kilómetros más sufridos de la geografía colombiana, como que la obra lleva un siglo de ejecución. Mejor, un siglo sin ejecu­ción (salvo los importantes logros alcanzados por los presidentes Reyes, Olaya y Rojas Pinilla). En otros go­biernos ha caminado a paso de mula. Estos 100 años de soledad boyacense revelan la ineptitud oficial cuando se trata de realizar proyectos grandes para el desarrollo nacional.

También Caballero Cal­derón se cansó de escribir. Abandonó la pluma el día que asesinaron a Guillermo Cano. Su silencio de perio­dista combativo es en protesta con­tra el país violento que él creía superado y que hoy se desangra como vena rota en medio de la perplejidad pública y la impotencia oficial. Desde su apartamento de la capital, convertido en inmensa biblio­teca como un oasis para sobrevivir, trata de sosegar su frustración con la lectura permanente. Desde allí mira con estupor a la Colombia actual dominada por la narcoguerrilla y destrozada por los malos gobiernos y los políticos inútiles.

Al acordarse de sus incursiones por la otra Colombia, la de los conflictos político-religiosos plasmada en sus libros, el escritor pensará que esta tierra está condenada a vivir eterna­mente con el Cristo de espaldas.

Tipacoque, convertido en leyenda lite­raria al igual que Macondo o Comala, es un símbolo del hombre. Del senci­llo hombre de campo que sufre y sueña. La literatura de Caballero Calderón encarna el país pastoril –hoy arrasado por la barbarie– que suda el pan de cada día entre sudores y esperanzas.

Ensañadala violencia en cam­pos y ciudades, el personaje de Tipacoque, preocupado como siempre por los problemas sociales y políticos de la nación, sufre en silencio dolor de patria. Siente que su lucha ha sido estéril. Cosa grave le sucede al pueblo cuando a los escritores públi­cos, dueños de la altura intelectual y moral de Caballero Calderón, les da por callar. Este país de cafres, así llamado por otro insigne colombiano, es irredimible. Por eso vive entre tinieblas. ¿Por qué extrañar que esta carretera fundamental dure 100 años en construcción, y falten otros 100 años para concluirla?

En esta tarde de amistad, en pleno corazón de la urbe fría y deshu­manizada, surge el recuerdo de la provincia remota. Es la Colombia buena, laboriosa  y bucólica que estamos perdiendo a manos de los caínes contemporáneos. La exaltada en las novelas del creador de Tipaco­que. La otra, la desvertebrada por los monstruos de la civilización, es la que mantiene en vela al escritor silencia­do. La que nos carcome el alma como una esperanza perdida.

(Nota: Caballero Calderón murió 21 días después de publicada esta nota –el 3 de abril de 1993–).

El Espectador, Bogotá, 14-III-1993

Categories: Boyacá Tags:

Una gran esperanza

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nadie duda de las calidades del doctor Jaime García Pa­rra como persona empren­dedora que ha dejado huella de progreso en cuanta posición ha desempeñado. Su vocación de servicio al país lo ha llevado a puestos claves de la economía, las finanzas y la diplomacia, donde ha sobresalido por su criterio gerencial. Se ha mantenido alejado de las vanidades publicitarias y los apetitos burocráticos, sin dejar de poseer una imagen sólida como hombre de Estado, que lo es por excelencia, y una clara identidad como miembro de partido.

Su figura, que se pone de actuali­dad con la exaltación que hizo de sus méritos el doctor López Michelsen, sale prístina a la opinión nacional. Es de esos colombianos recatados y al mismo tiempo brillantes que inspi­ran, por sus actos y su credibilidad, espontáneas simpatías. Como desco­noce la demagogia y no se ha dejado desviar por la pasión sectaria, y además ha dado muestras de inde­pendencia y de firmes principios éti­cos, su nombre penetra sin dificultad en grandes sectores ciudadanos que reclaman, en la campaña presiden­cial que se inicia, una tabla de salvación.

García Parra, como lo define al­guien, es un técnico con amplia trayectoria política. Por política se entiende todo lo concerniente al hom­bre como ser social, cuya vida está regida por derechos y deberes y orientada por normas morales. Bien distinta es la politiquería (cáncer que corroe al país), que es la degeneración de la política mediante el empleo de sistemas viles y corruptores. Oportuna esta diferencia a propósito de García Parra, cuyo nombre, que se halla por encima de afanes mezquinos, despierta interés para la búsqueda de soluciones na­cionales.

El ciudadano mira con angustia el porvenir. Le duele la suerte de la patria y su propio males­tar. Vive frustrado de los partidos y de los políticos –en su mayoría politique­ros irredimibles– y trata de encontrar, entre tanta tiniebla, una luz de espe­ranza. Elección tras elección escucha las mismas palabras y las mismas promesas falaces, y más tarde descu­bre el eterno engaño con que lo explota la clase dirigente. Conforme pasa el tiempo, es más evidente la distancia entre quienes todo lo po­seen y los que sufren desamparo social. Por eso, la mayoría de los colombianos no tienen (no tenemos) candidato presidencial.

Cuando aflora en el juego de las posibilidades una opción seria como la de Jaime García Parra, hay lugar al entusiasmo. Es una carta con futuro político, y en ella habrá que meditar. Como impulsor de la legislación petrolera en el gobierno de López Michelsen afianzó la riqueza nacio­nal. A Acerías Paz de Río, empre­sa quebrada durante años, la colocó entre las más rentables del país. Como ministro de Hacienda en el gobierno de Turbay Ayala cumplió excelente manejo de la política cafete­ra, lo que le hizo ganar la Cruz de Boyacá. Con estas realizaciones se sitúa en el más alto nivel como líder indiscutible de la economía colombia­na.

En el campo diplomático e inter­nacional, donde se ha desempeñado como ministro plenipotenciario ante la Organización Mundial del Café, director ejecutivo del Banco Mundial, embajador ante la Gran Bretaña y embajador actual en Washington, le ha dado prestigio a Colombia. Existe en él esta característica poco común: sobresale en cualquier puesto.

Si se lanza al ruedo político, como es lo deseable, romperá el hielo que invade a los colombianos. La gente, cada vez más apática, no vislumbra un horizonte promisorio. No tiene ganas de votar. Hay demasiada con­taminación de vicios políticos, mu­chas ambiciones, muchas pugnas entre personas y entre partidos, y poco talante (palabra tan del gusto del doctor Gómez Hurtado). Se echa de menos un verdadero candi­dato nacional que aglutine la opinión pública y canalice los votos inconformes. Ojalá ese candidato fuera García Parra. Hay que oírlo.

El Espectador, Bogotá, 28-I-1993.

La muerte de un árbol

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pino frondoso situado en la zona verde de una transitada avenida de la capital, al frente de mi cuarto de estudio, se desplomó de súbito, en la soledad del comienzo del año, como gigante herido en mitad del corazón. Allí estuvo sembrado no sé cuánto tiempo. Los árboles, como las mujeres indescifrables, no se de­jan conocer los años. Por lo gene­ral alcanzan longevidades imposi­bles para el hombre, que envidian las mujeres por tratarse de años ocultos y, por lo tanto, fascinantes.

Los árboles se vuelven inmate­riales por poseer alma etérea. Miran hacia el cielo. Se nutren de aire y tierra y se solazan en las alturas. Siendo más fuertes que el ser humano, entierran a varias generaciones nuestras. Son espíri­tus alados de la naturaleza que nos acompañan con nobleza, nos vivifican y de pronto desaparecen. En ellos sólo solemos reparar cuando caen a tierra, con estrépi­to y dolor, como este pino vigoro­so que acaba de morir en plena lozanía por falta de cuidados opor­tunos.

Cuando comenzó a doblarse, dominado por su peso colosal, se iniciaba el lento proceso de su extinción, en medio de la urbe alborotada y frenética que carece de vocación ecológica. ¿Habrá alguna entidad distrital que entre tanto aparato burocrático se encargue, en forma efectiva, de cuidar los árboles?

Los parques y las zonas verdes sufren en Bogotá vergonzoso dete­rioro. Muchos de estos sitios es­tán convertidos en basureros pú­blicos y en antros del pillaje y la droga. Allí los árboles languide­cen entre desamparos y malos tratos, no se presta mantenimien­to a las vías peatonales, se des­cuida el alumbrado, se deja cre­cer la maleza y avanzar el desaseo. La ecología, por la que tanto se preocupan las naciones avanzadas del mundo, y que en nuestro medio ha tenido com gran abanderado al doctor Misael Pastrana Borrero, debe mirarse como una de las fuentes de la vida.

Nuestra capital, acosada por innúmeros problemas sociales, económicos y urbanísticos, suma a sus adversidades el veneno de la atmósfera contaminada por los gases letales. Los árboles son los pulmones con que respiran las ciudades. Fuera de ornamentales (y esta es razón de peso para cultivarlos, protegerlos y querer­los), nos transmiten vida y encan­to.

Nos dan cobijo y nos enseñan a ser rectos. Rectos como el roble. Pero nosotros los joroba­mos al no cortarles a tiempo la rama que a la postre, de tanto crecer, terminará abatiéndolos.

La ciudad, vacía de los afanes cotidianos en el comienzo del año, no frenó su tránsito endiablado cuando el pino gigante, que en días corrientes hubiera produci­do desastres, se inclinó con pesa­dez, con miedo a la caída –como rezando una oración– y luego invadió con todo su vigor y toda su corpulencia la arteria desierta. Crujió al quebrarse el alma con­tra el pavimento y allí quedó quieto durante varias horas, mu­do en su agonía. Después llega­ron unos empleados armados de hachas, cadenas y sierras eléctri­cas e iniciaron la operación tritura­dora.

Un árbol menos no se notará, pensarán los funcionarios arboricidas. Así se sacrifican en silencio, ante los ojos del escritor –desde hoy huérfano de su hercúleo compañero de la esquina– las defensas ecológicas de la ciudad monstruo. Toda la semana la calle estuvo oliendo a delicioso pino silvestre.

Por unos días cam­bió en mi pequeño territorio el olor de la gasolina por la fragan­cia del monte. Con las entrañas de los árboles también es posible fabricar, con este réquiem por la naturaleza muerta, fugaces ilu­siones.

El Espectador, Bogotá, 15-I-1993.

* * *

Misiva:

He leído su artículo de hoy sobre la muerte de un árbol. Comparto plenamente sentimientos y opiniones sobre los árboles y la importancia que para una ciudad  como Bogotá tienen, pues contribuyen a hacer más llevadera la vida de tan  contaminada urbe.

Conjuntamente con la Administración Distrital, la CAR ha venido adelantando un programa que hemos denominado BOGOTÁ REVERDECERÁ, cuya meta es plantar cien mil árboles, el cual está en pleno desarrollo. Igualmente, por iniciativa del Alcalde Mayor, está en proceso la constitución de una corporación privada para la protección de los cerros que tendrá, como una de las finalidades principales, la protección de los bosques y la revegetalización de las áreas depredadas. Vale la pena mencionar que el déficit hídrico de la región, el cual está en proceso de agravarse, tiene como una de sus principales causas la deforestación de los cerros y páramos que circundan la Sabana de Bogotá.

Al manifestarle nuestro pesar por la muerte de su querido árbol, le ofrecemos reemplazarlo, para lo cual le rogamos informarnos el sitio donde usted desea plantarlo. CAR – Eduardo Villate Bonilla, Director Ejecutivo, Bogotá, 15-I-1993.

Año oscuro, gobierno gris

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con sabor amargo termina para los colombianos el año 92. A 19 meses de concluir el mandato del presidente Gavina, pe­ríodo que para el Gobierno será de inevitable y progresivo desgaste ante la agitación política que se inicia, la gente, desencantada, se pregunta si va a mejorar la situación, o por el contrario se tornará más dramática.

Por lo vivido en los meses preceden­tes, no existen demasiados motivos de optimismo para esperar sustancia­les progresos. No es que seamos profetas del desastre o casandras equivocadas, como califica el señor Presidente a sus críticos, sino intér­pretes realistas de la desazón nacional.

En momentos en que el salario mínimo, antes de comenzarse a dis­frutar, queda pulverizado por el alza precipitada de la gasolina, con la consiguiente arremetida de toda la canasta familiar, los entusiasmos pre­sidenciales no convencen al pueblo. Menos al trabajador de los $81.510, el eterno sacrificado por la insensibilidad oficial, a quien se regatean dos o tres puntos mientras los congresistas, por obra y gracia del Gobierno negociador, entran a devengar $3’500.000 (43 salarios mínimos).

Migdonia Barón, combatiente li­beral de tiempo completo, muerta hace poco en estado de insatisfacción (quien suscribía su columna periodística con el seudónimo de Criticona, o sea, una casandra equivocada), iniciaba así su última nota que no alcanzó a publicar: «Nunca he creído en brujas, espantos, duendes, fantasmas, gnomos, hadas, zombis u otros monstruos, pero lo cierto es que nos han pasado tantas cosas en este desventurado año bisiesto del 92, que va a ser una herida siempre abierta y que empañará nuestra historia, nuestra conciencia y nuestra dignidad».

Con tres lastres mayúsculos se cierra este año oscuro que ya pasó (sin saber si habrá luz al final de la cisterna): el fracaso con la guerrilla y el aumento de la violencia, hecho que tiene desangrado al país; la crisis energética, atribuida a imprevisión gubernamental, y la fuga de Pablo Escobar, el suceso más penoso para Colombia ante el mundo entero, y que sin embargo no produjo siquiera – por hábiles arreglos con la clase política– el veto que alcanzó a proponerse contra el ministro de Defensa. Aquí todo lo borra la impunidad. También la Comisión de Ética del Congreso se ha convertido en figura inope­rante.

Nos sobran leyes y nos falta rigor –y sobre todo valor– para aplicarlas. En lugar de buenas intenciones nece­sitamos realidades tangibles. Se cam­bió un Congreso mediocre por otro mediocre. En este campo nada logró la nueva Constitución: continúa el viejo país político manejado por las mañas, las componendas y la corrup­ción. En los festines palaciegos queda fácil, como lo hemos visto con estu­por, conseguir votos para determina­dos propósitos, a cambio de embaja­das y otras canonjías. En varios de estos tratos el señor Presidente ha actuado más como diestro político que como equilibrado estadista. So­bre él gravitan las miradas de todos los compatriotas.

Con campos arrasados por la gue­rrilla, éxodo constante hacia las ciudades y, por consiguiente, sin la necesaria producción de alimentos, la política agraria es un fracaso. Mientras tanto, el ministro del ramo se vuelve, desde su escritorio privilegiado, terra­teniente de ricas tierras petroleras. El indolente y festivo ministro de Ha­cienda, tan ducho en malabarismos, ya no tiene terreno dónde escarbar para crear nuevos impuestos. Confor­me crece la voracidad fiscalista, se rebasan las angustias hogareñas. Con el IVA al 14 por ciento nos pone a estrenar el año.

No puede negarse que ha habido aciertos. Bajar la inflación al 25 por ciento es un resultado plausible. Pero no lo es el crecimiento del 3,3 por ciento en la econo­mía, ya que los países de América Latina tuvieron el 4,3 por ciento en promedio. Con la llamada modernización del Estado, que saca de la nómina a 25.000 funcionarios (cuyo costo por indemnizaciones supera los $70.000 millones), se obtendrá a largo plazo, según se dice, una economía de $250.000 millones.

Los funcionarios despedidos, engolosinados hoy con las cifras ilusorias de la marcha, entran taciturnos a engrosar las filas del desempleo. Esto se llama cambiar plata por seguridad. ¿Se conseguirá más eficiencia estatal con la cacarea­da reforma? Habrá que verlo. Lo que no se ve es la austeridad en el gasto público.

En reciente encuesta, el señor Presidente fue calificado con 2,7 por ciento por su desempeño en 1992. O sea, perdió el año. Esto no lo dicen las casandras equivocadas sino la opi­nión pública. Como en medio de las desgracias somos optimistas (los co­lombianos no sólo somos optimistas sino resignados a morir), confiamos en que la nota se recupere en el 93.

El Espectador, Bogotá, 12-I-1993.

Bogotá desvertebrada

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La Bogotá de antaño, la de los silencios monacales y la se­renidad radiante, ha muerto. La mató la locura. De haber seguido como era –lugar apacible, de estrechos senderos y prudentes ambiciones–, que avanzaba con paso firme, miedosa de volverse grande, hoy tendría el tamaño de la sensatez. Cincuenta años atrás aún se montaba en tranvía y se hablaba con el vecino, sin miedo al ratero o al drogadicto, y se regresaba al hogar sin carreras mortales y con el ánimo regocijado, por las calmosas calles que ha borrado el gigantismo destructor.

Hoy, los habitantes de la capital, víctimas de las prisas y los sofocos, las zozobras y las amenazas de las calles caóticas, le perdimos el compás a la  existencia sosegada. Nos cambiaron el paraíso por el infierno, en aras del falso progreso. Nos llevó el diablo. El mal genio, la neurosis, la grosería, el egoísmo, la indolencia, la agresividad y todos los pecados que inoculan las metrópolis deshumanizadas, hicieron de nuestra hermosa capital un territorio huraño y perturbador. Y se volvió veloz, monumental, soberbia en sus moles de cemento y rastrera en sus miserias. Nos atropelló el modernismo.

No podía continuar siendo el sitio poético y amodorrado que crearon los centenaristas en aquellos tiempos en que podía respirarse aire puro y vivir sin  fatigas. Había que darle paso a la transformación. La ciudad fue cambiando de piel. A medida que crecían sus límites, au­mentaban las insuficiencias. Cuando apenas llegaba a la plazoleta de San Diego, el territorio era gobernable.

Pasados los años, la infanta saltó a Chapinero y más tarde a la avenida Chile, lejanías antes insospechadas para el urbanismo, donde los ricos poseían sus fincas de veraneo. De ahí en adelante, hasta las desmesuras que conocemos ahora en todos los puntos cardinales, el crecimiento verti­ginoso se convirtió en dolor de cabe­za para los gobernantes. En suplicio para los pobladores.

Fernando Mazuera Villegas, al­calde de difícil superación como ar­quitecto del futuro, le dio el gran impulso a la ciudad con los puentes de la 26, considerados entonces sun­tuarios, y que más tarde demostrarían su poder como motores de la revolu­ción urbanística que él forjó con su talento y su visión de ejecutivo.

Distintos alcaldes posteriores (los ha habido excelentes, aunque brillan como minoría) pusieron nuevos tra­mos de progreso a esta urbe inalcan­zable, y por lo tanto traumática, que ya no cabe en sus linderos ni puede con sus angustias. Otros alcaldes, miopes para captar el reto de los tiempos y arbitrar soluciones idó­neas, han permitido, con su indife­rencia o su incapacidad administrativa, el deterioro progresivo a que hemos llegado.

Bogotá es hoy la ciudad monstruo. Imposible concebir mayor esperpento que este gigante de la civilización, desvertebrado por los malos gobiernos ante la apatía tolerante de la ciudadanía. Aquí prescribieron las normas sociales, el sentido cívico, el progreso humanizado. Impera, en cambio, la anarquía. Ni se manda ni se obedece. Las calles destrozadas, la inseguridad inconte­nible, el caos vehicular, la ausencia de autoridad, en suma, hacen de nuestra querida capital una pobre cenicienta de la que todos se apiadan y nadie le da la mano.

Sobre Juan Martín Caicedo Ferrer se decía que era muy locuaz y amigo de la publicidad. Pero dejó obras de proyección. A Jaime Castro se le fue la voz y se mantiene oculto. Mientras tanto, el tiempo corre y la moribunda se agrava todos los días. Nos ahoga el desgreño administrativo. El miedo a la cárcel, conocido como el síndrome de Juan Martín, se apoderó de la administración. Maltrecha la ciudad como nunca lo había estado, los habitantes vivimos con el diablo entre el cuerpo y la esperanza marchita.

La plácida y amable villa de antaño se tornó arisca y violenta. Dejó perder la paz por la ostentación, y la cultura por el despotismo. Los malos gobernantes le desfiguraron el alma. Hoy ya no se monta en tranvía –sinónimo del encanto que nos robaron los tiempos actuales de la ira y la desidia–, sino en alas de la demencia. Para salvar a Bogotá se requiere una operación de alta ciru­gía, que le arregle las vértebras y la ponga a caminar.

El Espectador, Bogotá, 3-I-1993.

 

Categories: Bogotá Tags: