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Bogotá desvertebrada

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La Bogotá de antaño, la de los silencios monacales y la se­renidad radiante, ha muerto. La mató la locura. De haber seguido como era –lugar apacible, de estrechos senderos y prudentes ambiciones–, que avanzaba con paso firme, miedosa de volverse grande, hoy tendría el tamaño de la sensatez. Cincuenta años atrás aún se montaba en tranvía y se hablaba con el vecino, sin miedo al ratero o al drogadicto, y se regresaba al hogar sin carreras mortales y con el ánimo regocijado, por las calmosas calles que ha borrado el gigantismo destructor.

Hoy, los habitantes de la capital, víctimas de las prisas y los sofocos, las zozobras y las amenazas de las calles caóticas, le perdimos el compás a la  existencia sosegada. Nos cambiaron el paraíso por el infierno, en aras del falso progreso. Nos llevó el diablo. El mal genio, la neurosis, la grosería, el egoísmo, la indolencia, la agresividad y todos los pecados que inoculan las metrópolis deshumanizadas, hicieron de nuestra hermosa capital un territorio huraño y perturbador. Y se volvió veloz, monumental, soberbia en sus moles de cemento y rastrera en sus miserias. Nos atropelló el modernismo.

No podía continuar siendo el sitio poético y amodorrado que crearon los centenaristas en aquellos tiempos en que podía respirarse aire puro y vivir sin  fatigas. Había que darle paso a la transformación. La ciudad fue cambiando de piel. A medida que crecían sus límites, au­mentaban las insuficiencias. Cuando apenas llegaba a la plazoleta de San Diego, el territorio era gobernable.

Pasados los años, la infanta saltó a Chapinero y más tarde a la avenida Chile, lejanías antes insospechadas para el urbanismo, donde los ricos poseían sus fincas de veraneo. De ahí en adelante, hasta las desmesuras que conocemos ahora en todos los puntos cardinales, el crecimiento verti­ginoso se convirtió en dolor de cabe­za para los gobernantes. En suplicio para los pobladores.

Fernando Mazuera Villegas, al­calde de difícil superación como ar­quitecto del futuro, le dio el gran impulso a la ciudad con los puentes de la 26, considerados entonces sun­tuarios, y que más tarde demostrarían su poder como motores de la revolu­ción urbanística que él forjó con su talento y su visión de ejecutivo.

Distintos alcaldes posteriores (los ha habido excelentes, aunque brillan como minoría) pusieron nuevos tra­mos de progreso a esta urbe inalcan­zable, y por lo tanto traumática, que ya no cabe en sus linderos ni puede con sus angustias. Otros alcaldes, miopes para captar el reto de los tiempos y arbitrar soluciones idó­neas, han permitido, con su indife­rencia o su incapacidad administrativa, el deterioro progresivo a que hemos llegado.

Bogotá es hoy la ciudad monstruo. Imposible concebir mayor esperpento que este gigante de la civilización, desvertebrado por los malos gobiernos ante la apatía tolerante de la ciudadanía. Aquí prescribieron las normas sociales, el sentido cívico, el progreso humanizado. Impera, en cambio, la anarquía. Ni se manda ni se obedece. Las calles destrozadas, la inseguridad inconte­nible, el caos vehicular, la ausencia de autoridad, en suma, hacen de nuestra querida capital una pobre cenicienta de la que todos se apiadan y nadie le da la mano.

Sobre Juan Martín Caicedo Ferrer se decía que era muy locuaz y amigo de la publicidad. Pero dejó obras de proyección. A Jaime Castro se le fue la voz y se mantiene oculto. Mientras tanto, el tiempo corre y la moribunda se agrava todos los días. Nos ahoga el desgreño administrativo. El miedo a la cárcel, conocido como el síndrome de Juan Martín, se apoderó de la administración. Maltrecha la ciudad como nunca lo había estado, los habitantes vivimos con el diablo entre el cuerpo y la esperanza marchita.

La plácida y amable villa de antaño se tornó arisca y violenta. Dejó perder la paz por la ostentación, y la cultura por el despotismo. Los malos gobernantes le desfiguraron el alma. Hoy ya no se monta en tranvía –sinónimo del encanto que nos robaron los tiempos actuales de la ira y la desidia–, sino en alas de la demencia. Para salvar a Bogotá se requiere una operación de alta ciru­gía, que le arregle las vértebras y la ponga a caminar.

El Espectador, Bogotá, 3-I-1993.

 

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