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Acto de heroísmo

martes, 1 de noviembre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Me interné en el monte y sentí que la muerte comen­zaba a encaramárseme en la espalda. Traté de calmarme, sin lograrlo. La noche anterior había soñado con el mis­mo campo de batalla que ahora recorría con paso impre­ciso detrás del soldado Arenas, mi compañero de bachi­llerato. En la pesadilla había oído el tiroteo que dentro de poco tiempo se iniciaría cuando el sargento Oliveros diera la orden de atacar.

Con la garganta reseca y la lengua extrañamente crecida avanzaba temeroso, sin valor para el combate. Las piernas me temblaban y los brazos sostenían con torpeza el fusil cargado para la guerra, pero incierto en mis manos. Con mis escasos 21 años, apenas recién separado de las faldas maternas, me sentía un bulto más que se deslizaba en silencio a las cuatro de la mañana en persecución de Ojodiáguila, el bandido más bandido que había brotado de la montaña y que con su pandilla de asesinos mantenía asustados aquellos campos que en otros tiempos daban generosas cosechas.

El sargento Oliveros, llegado del Tolima una semana atrás, dejó fuera de combate a la cuadrilla del Mono Fierro, otro bandolero que durante más de cinco años mató campesinos a diestra y siniestra. Pero resultó menos hombre que mi sargento, quien lo eliminó de un disparo en mitad del corazón. Por algo mi sargento Oliveros estaba templado para las guerrillas. Eso me inspiraba confianza, aunque sin poder evitar que las piernas se aflojaran conforme avanzábamos por entre la maleza. Ya a lo lejos el día comenzaba a clarear. A nuestro paso se espantaban los gorriones, no acostumbrados a encon­trarse con una tropa madrugadora. En fila rigurosa, pisándonos los talones, marchábamos cuarenta soldados y tres suboficiales.

Yo no había nacido para las guerrillas. Hasta los guayos me incomodaban. En mi casa no quisie­ron que fuera excluido del servicio militar. Según mi padre, esa disciplina me haría hombre. Y ahora, a las cuatro de esta madrugada húmeda y miedosa, renegaba de los míos por exponerme a morir en cualquier embos­cada como un oscuro soldado de la patria que ni siquiera saldría en los periódicos porque los puestos de honor están reservados para los mandos supe­riores.

¿Qué valdría un simple soldado en la matazón que iba a producirse? Esto era un infanticidio. Si mi sar­gento Oliveros lograba hacer una buena acción, lo des­tacarían como héroe, pero ni a Arenas, tan juguetón en el colegio y con cara de bandido para otras cosas, y ahora más serio que el peligro que nos amenazaba, ni a ninguno de los reclutas, nos reconocerían mérito alguno. ¿Para qué caminar con este terrible susto a cuestas y tiritando entre el frío de la montaña, mientras en mi casa todos dormían ajenos a mis penalidades?

Arenas se mostraba serio y aplomado. De vez en cuando volteaba a mirarme como midiendo mi nerviosis­mo y se reía entre muelas dándome a entender que co­nocía mi flojera. Esto me producía mayor indignación y me provocaba entonces descargarle el fusil en la cabeza.

¡Media hora sin el menor indicio de guerra…! Los pa­jaritos corrían asustados y ni siquiera cantaban, por no ser hora de cantos. Antes de ingresar al ejército le pro­metí a Amparito que volvería con honores suficientes para que reconociera mi valor y me catalogara como indiscutible guerrero, digno de su mano. Entre paso y paso pensaba en ella y por instantes la sentía cerca a mí, como algo que me recorría el cuerpo produciéndome grato estremecimiento. El recuerdo de mi novia me acompañaba en el momento más angustioso y entonces yo me decía que valía la pena aquel sacrificio. (¿Para qué, Dios mío, se habrán hecho las guerras?). Juré que iba a ser tan valiente que exterminaría al que se expu­siera a mis balas. La novia ausente me animó a ser arro­jado.

II

De repente estalló la batalla… Una descarga de fusil hirió los cielos y se prolongó, con eco retumbante y fatal, más allá del último picacho que ya a esa hora había co­menzado a sobresalir de las tinieblas. Había sonado la hora terrífica. Quedamos eléctricos. Un choque me pasó por la columna vertebral. Todos nos pusimos en cuclillas como si tuviéramos que buscar al enemigo entre la hierba. Parecíamos sabuesos olfateando rastros invi­sibles. La fila india se rompió para formar tres grupos que avanzaron rápidamente contra el adversario.

¡Atacar…! ¡Atacar…! La voz corrió al instante y en contados segundos estábamos trenzados en bárbaro enfrentamiento. Una bala pasó zumbándome los oídos y fue a enterrarse en la cabeza de uno de mis compañeros. Este apenas exhaló un sonido sordo y cayó de espaldas. Alguien quiso auxiliarlo, pero otro, consciente de que nada había que hacer, lo lanzó camino adelante. De paso presencié el horrible espectáculo de una cabeza despe­dazada. (¿Para qué. Dios mío, se habrán hecho las gue­rras?).  Todavía no había disparado mi fusil y, para darme ánimos, lo hice retumbar y volví a cargarlo.

El tiroteo era violento. Por todas partes se escuchaban gritos secos que morían en las gargantas y me hela­ban la sangre. El relampagueo de las balas había hecho luminoso el día. Pero la mañana olía a sangre fresca, a cráneos destrozados. Escenas terribles iban sucediéndose en interminable procesión de muertos. Yo corría a zancadas sobre los cadáveres comunes, ya sin distinguir si pertenecían al enemigo o a los nuestros. Un penetrante olor a pólvora volvía pesada la respiración y un sudor intenso, que me bañaba todo el cuerpo, me estaba sofo­cando.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora, dos, tres, un día entero…? Sentí que la cabeza me daba vuel­tas. La vista comenzó a nublárseme. Una pesadez incon­trolable me invadía. Las quijadas me crujían. El corazón me brincaba y amenazaba escaparse del pecho. La vida se me estaba yendo… Me palpé por todas partes, por la cabeza, por las piernas, por el tórax… Encontré vesti­gios de sangre, pero estaba completo. Recé de afán mi última oración.

III

—Esto se perdió —me dijo Arenas, tartamudeando. Lloraba como un desgraciado. Una bala lo había herido. La sangre brotaba en abundancia.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—¡Hemos perdido la guerra! Sólo quedamos tú y yo… y cuatro más. El resto murió. Ojodiáguila sabe más que el ejército. Es más astuto que todos los ejércitos. Nos dejó avanzar y después… ¡horror!… nos cercó como bestias. Mi sargento quedó clavado en aquel hoyo, hecho una coladera. ¡Y esa era nuestra garantía!

Arenas vomitaba sangre. Se me ocurrió trasladarlo con la imaginación a nuestra sala de estudios y volverlo el hombre despierto, festivo y tenorio que siempre había sido. Parecía ahora un desperdicio humano. Miraba con ojos torvos y lanzaba espumarajos mezclados con ira y sangre.

—¡Pero tú eres un cobarde! –me increpó, estruján­dome con violencia–. No fuiste capaz de ponerles el pecho a las balas, como yo… como todos los que nos hemos sacrificado por la patria. Caminabas a retaguardia, re­trechero, esperando que los de adelante te protegieran. No eres un hombre, sino una caricatura de hombre. To­davía tiemblas como si el combate no hubiera termi­nado. ..

—¿Que ya terminó…?

—Nos liquidaron y se fueron —comentó con voz aho­gada—. Pero también les dimos plomo. Por ahí están sus muertos… Sin embargo, Ojodiáguila no se dejó atra­par, ¡maldito bandido! ¿Y acaso tú no tienes ojos para ver los resultados de la guerra?

Si el combate habla concluido, me consideré un infeliz. Me toqué de nuevo el cuerpo y estaba entero. Apenas tenía algunos rasguños. La sangre derramada no me da­ba categoría. Me creía culpable por no haber conquistado el título de héroe. Mi amigo, en cambio, estaba destroza­do. ¿Y el sentido de valor, de sacrificio, de patria? Re­gresaría sin méritos, sin verdaderas cicatrices.

En lo más íntimo de mi alma, el miedo desencade­nado me sepultaba como un cobarde. Los nervios me dominaban, ya sin razón, cuando la refriega había terminado. Me acordé de Amparito, a quien le tenía prometidas medallas de heroísmo. Carecía de ellas porque no las había ganado. La mayor derrota la llevaba en el corazón, que no supo ser fuerte.

Un grito interrumpió mis aflicciones y, antes de que pu­diera captar lo que sucedía, estalló de nuevo un fogonazo en mis narices, mientras Arenas caía bajo una descarga cerrada. Se dobló como una madeja y quedó mirándome con ojos inmóviles.

—¡Ojodiáguila, Ojodiáguila! —fueron sus últimas palabras antes de vomitar su postrer heroísmo.

El pánico me dominó y, ya sin fuerzas para obrar ni coordinar, el cuerpo me falló y rodé a la cañada. Los mo­vimientos siguientes fueron inconscientes, accionados por el terror. La muerte me había atrapado. Horrorizado pude distinguir el rostro tenebroso de Ojo­diáguila en el parpadeo de mi agonía. Un calor, como un latigazo, me adormeció hasta suprimirme toda noción de la vida.

El dedo, presa del pavor, permaneció pegado al gatillo. Lo oprimí una y muchas veces, más allá de lo que hubiera sido normal en plena razón. Alguien sobrevi­vió para contar cómo las balas de mi fusil cosían hom­bres en serie. Y el dedo disparaba y disparaba…

IV

Cuando meses después sonaban los aires marciales con que se exaltaba mi valor ante la guarnición que tenía ante sí un nuevo héroe, al que debía imitarse, todavía  repercutían en mis oídos los ecos de la fusilería y no ha­bía logrado borrar de mis pupilas el color del miedo. Me había vuelto héroe… ¡Héroe mutilado y grandioso! La baja de Ojodiáguila y la liquidación de su cuadrilla, obra de mi bravura, merecían la medalla colocada en mi pecho.

Me pasearon por el campo de armas. La silla de ruedas la empujaba un alto oficial. Las trompetas vibraban en el ámbito sobrecogido y solemne, contagiadas de grande­za. De soslayo contemplé los muñones que me habían quedado como testimonio de mis piernas ágiles para acabar con el enemigo, según la rotunda afirmación de mis superiores.

El ejército se hallaba en ceremonia de parada ante el soldado digno de exhibirse y ser encumbrado a lo más alto de la fama. Un héroe de 21 años no es, por cierto, fácil de conseguir.

Mientras probaba el sabor de la gloria, sólo lamenté que Amparito, a quien ofrecí medallas de heroís­mo, ahora relumbrantes sobre mi pecho, se hubiera ca­sado con otro, por no resignarse al héroe inválido. Una lágrima quiso traicionarme en el momento más emocionante del despliegue militar, pero la contuve con todas mis fuerzas y así me demostré que era valiente.

Revista Manizales, julio de 1988.

 

 

 

 

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