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Un coloso llamado Méjico

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

1 

Méjico fiel, me dueles en la carne,

me dueles en el llanto, me limitas

en la extensión de todos los caminos

porque conmigo viajan tus orillas…

Laura Victoria

La  insigne  poetisa colom­biana, viajera pertinaz por los caminos de América, hace 48 años llegó a Méjico y allí se quedó. Lo mismo ha sucedido con el poeta Germán Pardo García y el escritor Aristomeno Porras. Méjico, país de sólida cultura y embrujados caminos, atrae a los intelectuales. Porfirio Barba Jacob, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Luis Enrique Sendoya, Marco Tulio Aguilera Garramuño y tantos otros escritores ilustres, del pasado y el presente, han he­cho de Méjico su segunda patria americana.

Al descender el avión sobre la gran planicie de Ciudad de Méjico, brilla  ante nuestros ojos la metrópoli monumental. Su variedad de colores y paisajes perfora las nubes y siembra una sensación de encanto. Estamos en la ciudad más populosa del mundo, con cerca de veinte millones de habitantes. Es un centro que lucha, en forma denodada pero también in­fructuosa, por derrotar la con­taminación de la atmósfera que ahoga pajaritos en los tejados de las casas y mañana, si no se controla el gigantismo, matará hombres por las calles.

Surge ante nuestros ojos el país mítico con el que siempre hemos soñado. El país de le­yenda de Pedro Páramo. Llegan a la mente, todavía sin co­menzar el recorrido, las ma­ravillas que todos nos cuentan sobre esta urbe fosforescente —La región más transparen­te, deCarlos Fuen­tes—, llena de vida y surcada por majestuosas avenidas e imponentes edificios; y nos sa­cude el ánimo la cercanía del pueblo altivo, batallador, jovial y hospitalario que sobre su pasado de epopeyas y rebelio­nes ha construido su presente de luchas y grandezas.

En el aeropuerto nos reciben Germán Pardo García y Aris­tomeno Porras. El poeta depo­sita una flor en manos de mi esposa. Grandioso e inesperado homenaje que abre en cálido abrazo la hospitalidad que nos espera, y a la que se unirán más tarde Laura Victoria y sus hijos, y otros amigos deferentes.

El rumor sobre las mortifi­caciones aduaneras a los co­lombianos resulta falso. Ha­llamos, por el contrario, cortesía y rapidez en los trámites de llegada, y esto, sumado a la atención recibida a bordo de Varig, se presenta como signo promisorio para la feliz estadía con que vamos a cele­brar los 25 años de matrimonio.

El país comienza a llegarnos rutilante. La fiesta se apodera del corazón. El arte colonial, que Méjico resguarda con tanto celo, hace hermoso con­traste con la ciudad de perfiles modernos que se prolonga por grandes extensiones con líneas vertiginosas.

Por doquier se encuentran zonas arqueológicas de gran riqueza cultural, a la par que museos, conventos, iglesias, murales, casas colo­niales. La arquitectura de Méjico es esplendorosa. Desde la Torre Latinoamericana, imponente edificio de 47 pisos y 162 metros de altura, que no se conmovió ante el pasado te­rremoto, se contempla la ciudad como hormigueante y luminoso sendero de construcciones y pedrerías.

Todo en Méjico es monu­mental. Avenidas como La re­forma e Insurgentes, dinámicas y bulliciosas y adornadas de glorietas, fuentes, árboles, edificios y almacenes, son el eje nervioso multiplicado en miles de arterias, por donde se mueve y respira esta urbe de infinitos caminos.

Ante esta sobrecogedora belleza, recordamos que nos hallamos en Méjico, pueblo grande, un coloso de América.

2

Que mi aliento te escriba –así lo ansío–

en  el poncho de un indio ecuatoriano,

en el mero sarape mexicano

o en la miel de un jarabe tapatío…

Henry Kronfle

Cuando penetramos en la Catedral Metropolitana, uno de los tesoros religiosos más deslumbrantes del mundo, nos sentimos sobrecogidos con tanto esplendor. Esta mole de arte y rezo deja en el espíritu una extraña sensación de éxtasis y desconcierto. Sus extraordinarios retablos, sus numerosas capillas iluminadas por la presencia casi viva de los santos, la riqueza decorativa que refulge por todas  partes en irradiaciones auríferas, transmiten fascinación.

En el Palacio Nacional, situado en la misma Plaza de la Constitución –o Zócalo, que llaman los mejicanos–, se encuentra uno, frente a los murales de Diego Rivera, con la historia nacional desde la época prehispánica hasta 1929.

Otro día nos vamos a las pirámides, situadas a una hora en automóvil desde el centro de la ciudad. Teotihuacán (o lugar de los dioses) era la ciudad más importante de Mesoamérica. Centro fundamental de la mitología mejicana. Allí los aborígenes se encontraban con los dioses, el cielo, la tierra y los hombres. Y ahora, los turistas colombianos se comunican con los aborígenes en las pirámides del Sol y de la Luna, o en la Calle de los Muertos, o ante la Serpiente Emplumada.

Y por la noche, para matizar el programa, nos escapamos a la Plaza de Garibaldi. Miles de mariachis, que hacen de este recinto musical su bolsa nocturna de empleo, salen de la entraña del pueblo y ponen en el ambiente su sonora imagen folclórica. Entre rancheras y tequilas le gritamos un viva a Méjico.

El médico Humberto Segura Peñuela, hijo de Laura Victoria, nos invita al Ballet  Folclórico de México, en el Palacio de Bellas Artes. Es éste un majestuoso edificio construido casi todo en mármol blanco de Carrara, en cuya ejecución se gastaron treinta años. Comentan que debido a su peso considerable el edificio ha descendido varios centímetros bajo tierra. Es el Teatro Nacional del país y está reservado para espectáculos culturales muy destacados. En él se han presentado Germán Pardo García y Laura Victoria.

El Ballet Folclórico, creado en 1952, recorre el mundo en exhibición de arte, de elegancia y autenticidad mejicanas. Los mitos, las costumbres, la música, las danzas, las bellas mujeres, los bravos pistoleros de la canción y el duelo amoroso, la revolución, todo se repasa en estos fastuosos escenarios, al conjuro de misteriosas coreografías. Cuando hay arte verdadero, es como si los ritmos y alegorías se fueran alma adentro para crear un mundo hechizado.

No cabrá en estas crónicas veloces todo cuanto vimos, oímos y saboreamos. Méjico no cabe en pocas cuartillas. Sólo pretendo, en este vuelo fugaz, recrear una emoción. Dejar constancia del asombro. Viajar será siempre un placer de la vida. El ocio más estimulante es el de los caminos.

No siempre son realizables los deseos. Irene Silva, dama de cultura del Huila, se lamenta en su poema Los imposibles viajes del recorrido por Méjico que había acariciado con su hijo Gustavo Fernando —arquitecto, pintor y poeta prematuramente fallecido— y que no pudo realizar. Con esta estrofa de su poema, cierro la crónica de hoy:

Habríamos querido presenciar / un auténtico ritual del vuelo, / transmitido desde los Totonacas, en Papantla / y quizá sentirnos envueltos / en la profunda actitud mística de los protagonistas. / Explorar los  trescientos setenta y ocho nichos / de El Tajín / en el templo de la diosa del Maíz, / porque buscabas las Culturas del Maíz, / «tan nuestras en sus raíces” /  como decía Neruda…

Yo,  un habitante de inertes páramos,

con mis diluvios acá llegué

y con las brumas que no olvidáramos

cuando los Andes abandoné….

Germán Fardo García.

El ancestral Bosque de Chapultepec, que mide 223 hectáreas, es la zona ecológica más importante de la ciudad. Está sembrada de viejos ahuehuetes (cipreses), árboles que en Méjico alcanzan dimensiones gigantescas. El área, antiguo asentamiento del pueblo mexica, es centro recreativo y cultural donde entre lagos y parques se respira aire puro y se admira, en el Museo Nacional Antropología, la valiosa colección prehispánica, complementada con otra de los tiempos modernos.

Imposible estar en Méjico sin saludar a la legendaria Virgen de Guadalupe. La Guadalupana la llama el pueblo con cariño, con sentido de posesión y orgullo nacionalista. Es la novia de los mejicanos y la patrona de Hispanoamérica. También el turista se enamora de ella. El indio m Diego, a quien la soberana se apareció en el año de 1531, es otro símbolo del país. Símbolo de humildad y fe religiosa.

Tampoco quedará completa la excursión sin un paseo por los canales de Xochimilco, entre flores y mariachis. O sin presenciar la imponente perspectiva de la Ciudad Universitaria. O sin subir al metro, uno de los más modernos del mundo. O sin recorrer, en Tepotzotlán, el viejo convento de los franciscanos, museo gigante, como todo en Méjico, de arte colonial y religioso. O sin conocer las cadenas de grandes almacenes populares que impresionan por su dinámica y organización. Los atractivos son múltiples y lo único lamentable es que no alcance el tiempo para tanta maravilla.

Quien vaya a Méjico debe aprender a saborear los platos de la cecina criolla, cuya variedad es infinita, como lo manifiesta Beatriz Segura –o Alicia Caro– mientras revuelve y condimenta –y hay que saber lo que esto significa– los suculentos manjares con que nos agasaja, al tiempo que su marido, el actor Jorge Martínez de Hoyos, nos estimula el ape­tito bajo la efusión de los quemantes tequilas.

Otro día, en casa del ingeniero Mario Segura y su espesa Consuelo –dueños en Cancún de un complejo turístico–, probamos otras formulas y conocemos otros secretos. La gastro­nomía mejicana es de las más apreciadas del mundo. Hay que aprender a picarse con chiles (o ajises), que se reproducen en más de 200 variedades, y mostrar al regreso la lengua y el paladar enrojecidos para que la gente crea que estuvimos en Méjico. Quien en su experiencia de viaje no pueda hablar de tacos, quesa­dillas o chalupas –y para qué provocar el gusto de los lectores con otros antojos–, no sabe lo que es bueno.

Las «Culturas del Maíz» se remontan a las épocas prehispánicas y han pasado a los tiempos actuales co­mo un patrimonio indestructible. El maíz es en Méjico la diosa que todo lo preside y todo lo sazo­na. Es no sólo el alimento indispensable de las mesas sino la inspiración de los poetas.

Hablando de poetas, Germán Pardo nos obse­quia, como símbolo de amor en nuestro aniversario de bodas, la rosa que mantiene en un mueble de su residencia, cerca de sus tres dioses: Einstein, Cayo Julio César y Jack Dempsey. Final grandioso y conmovedor de este viaje inolvidable.

Méjico, coloso de América. País rico en turismo y prehistoria. Pueblo grande. Raza sufrida y victoriosa. Su historia es una epopeya. El mejicano, golpeado hoy por su dura economía y temeroso ante el incierto futuro político, sabe, sin embargo, querer su tierra. Es tal vez el pueblo más nacionalista del mundo. Ya la canción lo definió: “Méjico lindo y querido”.

El Espectador, Bogotá, 12, 21, 30-IX-1988.

 

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