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Las puertas del infierno

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No es novela fácil de leer esta de José Luis Díaz Granados, Las puertas del infierno,  publicada por la Universidad Central. La misma obra fue editada, en su salida inicial, por Oveja Negra, en 1985. Una dama me comentaba en estos días que al proponerse leer la no­vela había tenido que abandonarla por haberle parecido obscena. El libro, en efecto, no es para que lo lean damas pudorosas, pero es accesible a las mentes que posean un estructurado criterio literario.

No es vulgar en sí mismo sino que tiene el acierto de presentar al vivo, y en esto consiste el arte del narrador, la vida borrascosa de las calles bogotanas que entre desenfrenos y mujerzuelas pintan el ambiente social. En este mundo turbulento en que deambulan, en el azar de las calles y bajo la sombra encubridora de los hoteluchos, tiernas jovencitas y mujeres ajadas que se han vuelto expertas en la profesión más antigua del planeta, se destapa la atmósfera de vicios y mise­rias que azota a todas las sociedades del universo.

El hombre, personificado en la novela por José Kristián, es, lo mismo que Bloom en el Ulises de James Joyce, el protagonista que se deja llevar por los ríos de la humanidad y descubre, en cada perfume barato y en cada sonrisa apagada, la tragedia universal. Quizá se sacia de sexo, noche tras noche, pero a la postre sabrá que el sexo que se compra no produce placer.

Es dura novela de desamparos, de tinieblas, de callejones sombríos y licores amargos, donde hombre y mujer, como animales voraces, persiguen el amor en las corrientes del libertinaje. En este coctel luciferino, como lo llama el novelista, danzan ángeles y demonios que se atraen, se estrechan y se estrangulan bajo los exorcismos de la carne. ¿Y el amor? Es la pregunta que aflora en la lectura, sin que la formule el narrador, y que al final se convertirá en una denuncia. De tanto repe­tir alcobas fugaces y mujeres livianas sin hallar el amor, el hombre, este azotacalles de los grandes cen­tros urbanos, se encontrará solitario.

A Kristián lo asedia una sombra obsesiva: Yoli. Mu­jer apetecible, cercana y lejana al mismo tiempo, a quien busca conquistar. Es la misma Molly de Joyce, la mujer libidinosa que estremece el deseo sin entregarse por completo. En la posesión está el amor, y éste no siempre se logra aprehender. Es huidizo y no se atrapa en los laberintos de la prostitución.

José Luis Díaz Granados, amante de la sicología freudiana, deja que la conciencia hable en este relato de fugas nocturnas. Unas veces se encarna en Joyce, otras en Miller, luego en Kafka, más allá en los poetas mal­ditos de los romanticismos alucinados. Hay en sus deli­quios permanente mención del padre, y a las claras se nota la fuerte influencia que éste ejerce en su vida. Vida que traslada, a veces con gran precisión de cir­cunstancias personales, a las páginas de su novela; la que debe leerse con mucha atención, y que una dama asustadiza despreció por obscena.

José Luis es un apasionado de la obra de Joyce. En su no­vela aplica la técnica del monólogo interior para en­contrarse con su alma. Las calles de Dublín son las mismas calles de Bogotá. Y no se diferencian de ningún vericueto de las urbes tumultuosas. Arma complejidades en el lenguaje y en la estructura novelística, y así queda identificado con el autor de Ulises, su héroe, a quien le escribió un soneto que comienza así: “Cada vez que me encuentro yo contigo / olvido los momentos infelices / y todas las oscuras cicatrices / de mis heridas íntimas mitigo”.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1990.

 

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