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A todo señor, todo honor

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1969 llegué a Armenia como gerente del Banco Popular –y han trans­currido 23 años– encontré en la oficina un personaje: Julio Carvajal Osorio. Ejercía el cargo de cajero principal y alrededor de él circulaban no sólo los billetes de banco sino los atributos de la hidalguía. Noté que los clientes se sentían complacidos al acercarse a su casilla y hablar con él siquiera una palabra, en medio del ambiente perturbador de la plata, que él, con su don de gentes, lograba hacer humano.

No se necesitaba ser muy versado en ciencias empresa­riales para saber que en aquella ventanilla, por donde desfila­ban toda clase de personas, el Banco tenía el mejor relacionista del dinero. Con él se había modificado la cara adusta (que en los tiempos modernos se volvió cortante e incluso agresiva) del cajero de banco que no aprendió a sonreír, y que en lugar de atraer al público lo rechaza.

Julio Carvajal Osorio –di­cho en los términos festivos de la ciudad– era una caja de música. Señor de la decencia, la caballerosidad y la simpatía. Dotado, además, de exquisito sentido del humor. Con decoro y elegan­cia se abrió todas las puertas. Pulcro en el vestir –con la impecable camisa doblada en los puños y la corbata im­prescindible–, recorría las ca­lles cual un personaje pintoresco, un gentleman en medio de la ciudad de camisas abiertas y soles ardientes. Este atuendo cuadraba con su tem­peramento taurino, que se viste siempre de galas y luces.

Con su alma de torero capo­teó la vida. Un día me dijo que se iba en busca de otros aires, de otros paseíllos. Algo se resquebrajaba en la entidad bancaria. En la casilla quedó un vacío difícil de llenar.

Julio se trasladó a la Lotería del Quindío. Cambió los billetes de banco por los billetes de lotería. Y siguió en sus ca­bales. Después me encontré muchas veces con él. Nunca dejó de ser el mismo señor que había conocido desde el primer momento, el de la amabilidad y el gracejo a flor de labio.

Ahora, cuando ha em­prendido el viaje sin regreso, me lo imagino penetrando en la morada definitiva con su traje de luces y su alma ra­diante.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-VI-1992.

 

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