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Germán Pardo García

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

(Ponencia leída en Ibagué, dentro del VII Congreso de

Colombianistas Norteamericanos, agosto de 1991)

Concepto de la angustia

Biografía de una angustia es el título del libro, todavía sin publicar, que terminé este año sobre Germán Pardo García. Para decidirme a semejante empresa, desmesurada para mis modestas capacidades., había leído parte de su obra, mantenía con el poeta una extensa –y sobre todo intensa– correspondencia y me había entrevistado con él en Ciudad de Méjico. Cuando avanzaba en mi propósito, me preguntó Rodrigo Arenas Betancourt cómo conseguiría captar la vida del poeta, si es tan cerrada y misteriosa. Yo le respondí que más que describir su vida buscaba retratar su alma. Mi intención no era sólo revelar hechos e intimidades que configuran el tránsito humano de un  anacoreta,  sino dibujar su desolación.

Por eso, mi libro es el reflejo de una angustia. No es la biografía de un hombre, en el estricto sentido de ponerlo a caminar sobre el planeta con anotación de fechas y con acomodo de datos (a veces esto es la historia), sino que es la ampliación de un concepto: el dolor. En el dolor del poeta se compendia el dolor de toda la humanidad. Esa misma angustia la expresa Arenas Betancourt en sus cristos agonizantes.

Dice el filósofo danés Sören Kierkeqaard que «si el hombre fuese un animal o un ángel, no sería nunca presa de la angustia». Esta es connatural al ser humano y arranca desde Adán con el concepto del pecado. El mismo autor señala que «quien ha aprendido a angustiarse en debida forma, ha aprendido lo más alto que  cabe aprender”.

Estos conceptos permiten deducir que el hombre no logrará librarse nunca de la angustia, aunque es posible administrarla para que no le arruine la existencia. Si no se sabe manejar la angustia, y para esto no existen fórmulas infalibles, la infelicidad es desastrosa. Sufren más los espíritus sensibles, los soñadores y los genios, ya que la ansiedad crece en proporción al grado de hiperestesia del individuo. Cuanto más espíritu, tanta más angustia. Y en sentido inverso, la falta de espíritu produce felicidad.

Un espíritu perturbado

Germán Pardo García es un ser angustiado desde la cuna. Su desgracia, lejos de curarse o mitigarse, siempre fue en ascenso. Dominado por la perturbación del espíritu, un día se abrió las venas. Lo salvó la casualidad, y otra vez continuó sufriendo, ahora con más inquietud. Desde entonces muere todos los días de amargura pavorosa, que es peor que estar muerto. Vive más en la tumba que en el mundo.

Acaba ele cumplir 89 años, edad longeva para cualquier mortal, incluso para Germán Arciniegas que ya pasó de los 90 y sigue siendo joven. La diferencia entre ambos consiste en que el uno aprendió a manejar la angustia y el otro no. Los dos comenzaron al tiempo sus carreras literarias en la misma Bogotá gris y meditativa.  Ambos son grandes talentos de América. Pero el uno es feliz y el otro, desdichado.

Los sicólogos y los siquiatras han fracasado con Germán Pardo García, el poeta que no logró dominar sus neuronas. Habría que censurar en este caso no al paciente sino a la ciencia, que no ha sido capaz de cantar victoria sobre una mente trastornada en lindes con la locura.

Para nosotros los admiradores de Pardo García, egoístas con el portento de su obra y tal vez ajenos al suplicio que ha padecido para realizarla, se revela hoy esta verdad: el maestro no habría creado, sin su tragedia, su obra maravillosa. Es la suya una de las más bellas manifestaciones del espíritu que se hayan escrito en el mundo. Si como Rimbaud no hubiera descendido al infierno, la humanidad se habría perdido de este destello genial que, para honra de Colombia, ilumina hoy el concierto de las naciones.

Dimensión de una tragedia

Cuando Germán Pardo García intentó suicidarse, lo delató un hilo de sangre que algún vecino, despavorido, hizo detener para que la poesía lanzara uno de los gritos más hondos y estremecedores que hayan salido jamás de las cavernas de la muerte. Esos cantos, recogidos al año siguiente en el libro Tempestad, representan el drama del hombre desvertebrado que cae en las sombras del sepulcro y luego, para infortunio suyo, resucita. La intensidad de esta tragedia no gira hacia el hecho pasado sino a que el acto pueda repetirse, como varias veces ha tratado de suceder. El poeta estaba loco. Y gracias a su angustia demencial le brotaron los versos más sobrecogedores sobre el trance fatal.

Otra faceta generadora de graves conflictos en la vida del poeta es su confusión religiosa. De místico sereno salta a arrebatado poeta de la ciencia. Dios, en su más extenso sentido, inspiró su primera poesía. Vienen después tiempos de escepticismo e incredulidad religiosa. Por épocas deja ir a Dios y más tarde, como un desesperado, lo busca y lo encuentra. Y otra vez se le escapa.

Todo individuo tiene un fondo religioso que no puede negar porque hace parte de su especie y de su inmortalidad. Si se abjura de la fe ancestral, la personalidad se desorienta y el espíritu se trastorna. Germán Pardo García, a pesar de sus desconciertos, siempre se ha reconciliado con Dios, incluso, y por ello mismo, en sus más terribles momentos frente a la soledad y la muerte.

Nace el dolor

Hay seres predestinados para el sacrificio, y Germán Pardo García es uno de ellos. Parece como si todo se hubiera confabulado contra él. Veamos, con la brevedad que exige este momento, algunos rasgos sobresalientes de su angustia palpitante. Nace en Ibagué el 19 de julio de 1902. Colombia es en aquellos días un país con fuerte vocación agrícola, con muchos pueblos pequeños y con pocas ciudades destacadas. Ibagué, que con el paso de  los años llegará a ser vigoroso centro comercial, es apenas, comenzando el  siglo, un  caserío que no supera las ocho mil almas.

A los pocos días de nacido, Germán presenta dificultades de salud. Le aparece fuerte dolencia en la columna vertebral, a consecuencia de la cual queda paralizado. Los médicos conocen esta enfermedad con el nombre de mielopatía.  Sus padres se alarman. Consultan médicos y curanderos. La medicina de la época es rudimentaria y no consigue mayores adelantos. Se aplican puntos de fuego en la columna vertebral, sistema de tortura que el pequeño debe soportar ante el desespero de sus progenitores. Como su muerte parece próxima, su padre, el abogado Pardo –con el tiempo presidente de la Corte Suprema de Justicia– le manda fabricar una caja mortuoria.

De repente el niño hace un movimiento. A los pocos días su cuerpo tiene mayor acción. Y se salva. Apenas cuenta un año de vida. Pero la enfermedad ya le ha causado graves daños para toda la vida, tanto en el cuerpo como en el alma. Rodando el tiempo, visita en 1928 su pueblo natal, por primera y última vez, y se encuentra con algo terrífico que le muestran sus familiares: el pequeño féretro que han conservado durante 25 años, y que ahora lo descubren, como visión fantasmal, ante el poeta horrorizado.

Hijo de la noche

El 5 de julio de 1905 muere su madre, y al año siguiente es trasladado a una propiedad rural que posee el juez en el páramo conocido con el nombre de El Verjón, en inmediaciones de Choachí. La niebla que invade el paisaje y nunca cesa, y el silencio que se impone con densidades de miedo, y el miedo que cruje y se agiganta en cada amanecer y en cada anochecer, todo atenta contra el ser viviente. El páramo es la negación de la vida. Y a un niño de cuatro años lo horripila, lo estremece y lo destruye.

Germán Pardo García es hijo de la noche. Su vida, de principio a fin, es una horrible noche. Cuando abre los ojos al mundo, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como dragón que amenaza devorarlo. Para siempre lo perseguirá la imagen siniestra. Hoy todavía se espanta con el recuerdo de ese horizonte de niebla y pavor. El páramo le ha invadido el espíritu. «El huracán del páramo –dice–no ha cesado un instante de soplar sobre mí”.

Queda confiado, en una casona solitaria y tenebrosa, a la nodriza que le ha conseguido su padre para tratar de sustituir a la madre. La empleada, neurótica y sin la menor ternura maternal, le narra terribles cuentos de almas en pena, de vientos furiosos, de tempestades y toda suerte de horrores. En 1910 su padre contrae nuevas nupcias, y el niño es trasladado a la madrastra, otro ser desapacible y torturante que contribuye a acrecentar los fantasmas.

Sobre aquellas vivencias iniciales, veamos la siguiente confesión que hace el poeta ya en el final de su vida:

Física y espiritualmente estoy temblando desnudo, como las ramitas de los desolados páramos de Colombia. A veces pienso que mi infancia, transcurrida en esas zonas deshabitadas y congeladas, es la causa remota de mi dolor, junto con mi hermandad esquiva y mi desamparo desde los tres años…»

A esto se agrega la muerte de su padre cuando el joven tiene 19 años de edad. En esa ocasión se reúnen por última vez los hermanos, que nunca se han entendido, y la familia queda desintegrada para siempre.

La ciudad gris

Vamos a imaginar lo que era Bogotá en 1918. Ciudad diferente, en todo sentido, a lo que es hoy, 73 anos después. La quietud era su característica dominante. Hoy lo es el alboroto. La capital colombiana es, por aquellos días, un redoblar de campanas. Ciudad monacal, donde se sienten judíos errantes y lloronas inconsolables. El diablo recorre los cementerios y los sitios lúgubres. Se solaza proclamando su imperio de cadenas. Los fieles cuentan en los confesionarios faltas que no han cometido, y es que el medio ambiente está dominado por la exageración religiosa. Todo en Bogotá es gris: el paisaje, la lluvia, el cura, el templo, el alma.

Es la Bogotá de Silva, el poeta muerto en 1896. El disparo con que se suicidó ha quedado repercutiendo por el territorio somnoliento. Los poemas de Silva, imbuidos de terrible soledad, son el manto que envuelve esta tierra fría que busca, entre chocolates vespertinos y calurosos paliques, inyectarse calorías. Bogotá es Silva. Y Silva es Bogotá. Ambos se encuentran para amarse y luego destruirse.  La ciudad –con su frío y sus congojas– le propinó un tiro certero a su poeta trágico en mitad del corazón. No fue Silva el que se suicidó: lo mató el ambiente.  Pero el poeta también le disparó a Bogotá y la hizo más lúgubre. Silva ha quedado flotando en la atmósfera, fijo como una noche eterna, y su voz se escucha en los campanarios y retumba en las conciencias.

Su cuerpo yace en el cementerio de los suicidas, porque la Iglesia le negó la sepultura católica. Es reo del absurdo clerical. Víctima del fanatismo religioso. Él, que predicó el amor, no consiguió que su religión lo tratara con amor en la hora de los crepúsculos y las tribulaciones.

El  espíritu de Silva

Por el cementerio de suicidas se desliza, en una tarde gris como todas las tardes bogotanas, una sombra. Alguien camina en pos de la tumba epónima. El visitante se llama Germán Pardo García. Ha venido a encontrarse con la sombra, y él mismo es una sombra más en el ancho proscenio del universo. El joven tiene apenas 16 anos de edad. No importa: ya es poeta.

La biblioteca de su padre le había descubierto a Silva. El jurisconsulto, que poseía la edición actualizada con los poemas del vate romántico y simbolista, abrió a su hijo el camino para llegar a Silva. Y aquí está Germán Pardo García, absorto ante los arcanos del destino. El poeta muertole ha comunicado la amargura de su vida. Germán siente su influencia. Camina ahora atraído por las sombras. Siempre las sombras. Medita en el misterio de la muerte y se compenetra con la tragedia.

Los versos de Silva los ha leído muchas veces. El murmullo de esos poemas le embriaga el alma. Su destino de poeta está ya decidido: poeta de las nieblas del  páramo, de las penas del alma. Pardo García vibra con el hallazgo de otro espíritu afligido como el suyo. En Silva ha encontrado su álter ego. Se compara con él y descubre asombrosas coincidencias. La poesía vuelve sensibles a quienes la siguen, y con esa característica el nuevo poeta queda marcado para el resto de la existencia. En la angustia de Silva identifica su propia angustia. Son ambos espíritus atormentados, soñadores y trágicos.

Hay dos claves fundamentales para entender a Germán Pardo García: el páramo y Silva. Podrán existir otras circunstancias que explican su personalidad, pero ninguna de ellas ha influido con tanto poder, como las dos mencionadas, en la vida y en la producción de este cisne atormentado que escucha a tan corta edad, en la ciudad gris y melancólica, el llamado de los dioses. El joven de 16 años lee, fuera de Silva, a grandes líricos alemanes que lo apasionan. «Los leí hasta agotar su cósmico sentido», precisa. En ellos descubre los compañeros de su soledad.

Poeta del cosmos

Situémonos en la década de los 60. Pardo García, que se ha recreado en los caminos del misticismo y le ha cantado a la naturaleza, al amor y al tormento, llegará más a la tragedia humana. Salta al espacio infinito para captar mejor la pequeñez de la vida y la inmensidad del dolor. Por eso, la propia angustia del poeta será, de aquí en adelante, más angustiosa. Enfrentado al cosmos, sufre el castigo de los astros soberbios que, mientras más fulguran, más eternidades queman.

Hacia 1964 la poesía pardogarciana se dirige a nuevos temas y descubrimientos.  La matemática, la física, la astrofísica traen nuevos ingredientes a su producción.  En adelante será el gran poeta de la ciencia. Sus últimos libros contienen el lirismo más impresionante sobre el hombre-átomo. Su poesía final parece un estallido nuclear. Ha cambiado los moldes del soneto clásico, que ahora apenas toca por momentos, para disparar versos libres movidos por electrones y conflagraciones. Hoy el maestro es víctima de la contaminación atmosférica. Se fue con Einstein y descubrió el caos. Es el cantor por excelencia del nuevo mundo científico. Estas divagaciones aumentan su sensible percepción del hombre contemporáneo castigado por la ciencia y sus progresos mutiladores.

La infelicidad del genio

Pardo García ha vivido siempre entre sombras y fantasmas. Desde los lejanos días de su juventud siente atracción por la muerte. El suicidio de Silva es para él una imagen fascinante que después traslada a sus versos con extraño placer. El poeta muerto lo seduce. En él ve un derrotero. Una vez le dijo Edmundo Rico: «Cuida tus pasos porque te meces en el trapecio de la angustia y llevas dentro de ti a tu propio homicida».

Germán Pardo García padece la infelicidad del genio. El maestro fue al infierno y regresó, con su tragedia a cuestas. Hastiado de vivir y de soñar se quemó las entrañas para buscar su exterminio. Se abrió las venas para acabar con Eurídice.  Pero su sombra y todo cuanto ella simboliza no lograron destruirse. La desgracia es ahora superior. Es la desgracia de estar vivo.

La vida de Germán Pardo García es una tragedia griega. Su poesía, una epopeya. Su obra maestra queda enclavada para siempre en las letras universales. Críticos eminentes la califican como patrimonio de la humanidad. Del aislamiento sacó su fuerza. La angustia es su emblema. Es difícil concebir un poeta más desolado que Germán Pardo García. Y una personalidad más enigmática que la suya.

Arquitecto del  dolor y  la esperanza

Es de los bardos más densos y profundos que han pasado por la humanidad. Es, por excelencia, el arquitecto del dolor y la esperanza. Su poesía trasciende a las principales universidades del mundo. En el futuro se entenderá y se estudiará mejor su mensaje. Es de los poetas que llegan y se quedan en el universo, y que no siempre se absorben en su tiempo.

La fama de Pardo García crecerá con los años. Su legado está aún fresco y sólo las generaciones futuras, y hablemos de las que se posesionarán del mundo a partir del siglo XXI, interpretarán a cabalidad esta obra obra que comienza a barrenar la  historia contemporánea.

El poeta está en su mejor momento de reencuentro con la divinidad. Tal vez le suceda lo mismo que a Eliot, otro espíritu afligido y confuso, que con su conversión al catolicismo halló la luz que se le había extraviado. Y al igual que él, Pardo García le deja al mundo, gracias a su desazón espiritual y a su angustia sin límites, una obra magistral que elevará el significado del hombre.

Su honda sensibilidad le permitió interpretar los eternos problemas del ser humano. Su locura genial les cantó a la vida y a la muerte, al amor y al olvido, a la paz y a la guerra. Entra a la  inmortalidad  como el poeta del cosmos.  Es el  vocero de la ilusión y la amargura. Biografía de una angustia, el libro de mi autoría a que atrás me referí, pretende interpretar la dimensión de la angustia tomando como prototipo la vida atormentada del genio colombiano que escribió con su propia sangre la inmortalidad del  poema desgarrado.

Ahora un sueño lo aguarda. Su parábola está cumplida. Su alma, ansiosa,  levanta el vuelo hacia el infinito. Como el poeta estuvo ausente de lo rastrero, las alas del espíritu se hallan listas para el ascenso. El  maestro anhela su hora final con  estas  palabras vehementes:

Yo sé que un sueño me aguarda.

¡Ven, oh sueño, y que te sueñe

aunque seas mi  último sueño,

y que al fin pueda tenerte

sujeto como un relámpago

en mis neuronas ardientes!

Dominical, El Colombiano, Medellín, 1-IX-1991
La República, Bogotá, 1-IX-1991
La Patria, Manizales, 20-X-1991
Revista Panorama Universitario, Universidad del Tolima,  N° 14, Ibagué, octubre/1991-enero/1992

 

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