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Laura Victoria o la libertad

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

(Conferencia en la Feria Internacional del Libro,

Bogotá, mayo de 1991)

Nace una estrella

En los albores del presente siglo llega al mundo, en el municipio boyacense de Soatá, la mujer escogida por los dioses para escribir una de las poesías más bellas de la emoción femenina. En el horizonte poético de Colombia se enciende, con el nacimiento de Laura Victoria, un lucero. Miembro de respetable tronco familiar compuesto por jurisconsultos, políticos y eclesiásticos, cualquiera pensaría que la hermosa niña iba a ser la dama fulgurante de los saIones sociales.

La familia Peñuela tenía señalada figuración no sólo en la comarca sino en el país. Sotero Peñuela, político aguerrido, era senador permanente por el departamento de Boy acá y mas tarde sería ministro de Estado. El canónigo Peñuela sobresalía como vigoroso polemista y esclarecido historiador que dejaría huella en su generación. Simón Peñuela, padre de Laura Victoria, se destacaba como abogado.

Y ella, la favorita de los dioses, estaba predestinada para fines más perdurables que los de resplandecer en la sociedad con los únicos pergaminos de la aristocracia. Sería mucho más que dama de bri­llo social: sería poetisa. Cuando el canónigo se entera de que su sobri­na hace versos amorosos, y sobre todo versos eróticos, se escandaliza. Esa conducta, para aquella época de falsos pudores y costumbres mojigatas, constituía grave desatino.

El clérigo, que desde el púlpito no cesaba de amenazar con el fuego eterno a las mujeres impuras, no sólo se indigna sino además se apena con la desviación de su sobrina. Y como Laura Victoria, a pesar de la reprimenda eclesiástica y de la oposición de los suyos, insiste en su destino, el canónigo, tratando de explicar esta mancha que ha caído sobre su apellido, dice que en la familia Peñuela ha nacido una loca.

La emancipación femenina

En los tiempos actuales se habla mucho de la liberación femenina No se condena el machismo como manifestación opresora. Tal vez la propia mujer se haya equivocado al creer que el hombre es por naturaleza un dominador implacable, cuando apenas es consecuencia de una época o de un estado social. Si nos situamos a comienzos del siglo XX, cuando la mujer era en realidad un ser ignorado —más por las costumbre ambientales que por intención masculina—, es preciso reconocer el acto valeroso de quien, quebrando los moldes tradicionales y sin importarle la censura eclesiástica, redimía con sus verso atrevidos la función libre de las mujeres.

A la mujer le estaba prohibido en aquellas calendas tener voz propia, y Laura Victoria se la restituyó. Le conquistó el derecho de pensar. La cultura patriarcal de entonces marginaba a la mujer al papel de simple hija de familia o ama de casa. Era el varón quien llevaba la voz cantante, y a su compañera de creación sólo se le permitía obedecer. Tal vez eso explique la ausencia de escritoras a comienzos del siglo, y las pocas existentes se mostraban cohibidas y vacilantes.

De pronto irrumpe en la tranquila población de Soatá, la de las tardes morenas y los dátiles sensuales, un espíritu libre. Laura Victoria, que ya había leído en la biblioteca de su padre el pensamiento de los escritores de la Revolución Francesa —entre ellos,  Zola y Voltaire—, rompe los lazos de la mansedumbre y se lanza al mundo,  chocando con las iras del canónigo y armada de su ánimo iconoclasta y su palabra enamorada.

Una vocación precoz

Su primer poema lo escribe a los 14 años. Sus compañeras de estudio del Colegio de la Presentación de Tunja rumoran, entre sorprendidas e incrédulas, que por el grupo camina un duende. Se niegan a admitir que se trata de la sobrina del canónigo Peñuela, rector del Colegio de Boyacá, que les da clases de Historia Patria. Y para que le crean, les presenta acrósticos elaborados con los nombres de ellas mismas. Desde entonces era evidente el sino poético de Laura Victoria

Cuando en 1933 aparece su primer libro, Llamas azules, su nombre es ya reconocido por notables figuras de las letras de Colombia y del exterior. El maestro Guillermo Valencia le declara su admiración con las siguientes palabras que enaltecen todavía más la fama:

Los primeros versos que leí de usted me fueron una revelación. Había vuelto a encontrar la fuente de la poesía tal como irrumpe del mismo  corazón de la vida: canora, diáfana, purísima. En su manera de escribir no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni mañoso brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética, con un ritmo sosegado y acento natural en que la pasión apenas tiñe  en rosa la albura de las corolas, y en que las formas humanas se retuercen, no con el moverse diabólico de las serpientes sino con las castas ondulaciones del duraznero en flor. Recibió usted el don divino de la poesía en su forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura.

Laura Victoria había revolucionado la poesía colombiana. Tras el alboroto ocurrido a fines de la década de 1920, una crítica en realidad reflexiva se inclina más tarde ante esta tierna y vehemente voz que le cantaba al amor sensual de manera prodigiosa. Su poesía había surgido para estimular las fibras del corazón y despertar las conciencias dormidas en aquellos tiempos de puritanismos y apetencias ocultas. Era la primera escritora colombiana que hablaba al desnudo de las eternas pasiones del hombre, y que por eso mismo provocaba sorpresa y revuelo. Escritores destacados como Adel López Gómez declaran que antes de la aparición de esta delicada mujer no había verdaderas poetisas en Colombia.

Ella maravilla a todos con su sentimiento lírico, y de escritora pagana y “satiresa social”, como la califican algunos, se convierte en la gran intérprete del alma. Ha entendido que el hombre es una resonancia del amor divino, y por eso pasa a ser la cantora del amor humano. Laura Victoria posee por excelencia la armonía del canto, como alondra de los vientos. Con sus acentos entrañables, a veces trémulos y a veces apasionados, invade los corazones. Sus congojas poéticas enardecen taciturnos deseos, mientras Colombia entera vibra con su palabra generosa.

El pequeño poemario inicial, que se agota en pocos días, es la fuente de la vida donde beben los enamorados. Esos versos imbuidos de temblores, sugerencias y músicas íntimas, se quedan en el tiempo como perenne mensaje del amor. El teatro Colón, reservado para grandes acontecimientos, colma sus localidades con públicos delirantes que acuden a escuchar la palabra mágica. Laura Victoria es una revelación  como poetisa y como declamadora. Después llenará los teatros de América. Todos quieren tenerla cerca, y aclamarla y quererla, como la mujer fenómeno que ha sido capaz de hacer esta súplica:

Aspírame callado…

Iniciaré mi entrega

sobre tu carne oscura,

y me alzaré del fuego

santificada y bella

como se alza del mármol

una estatua desnuda.

Desafiando tempestades

Laura Victoria es poetisa desde los 14 años de edad, y antes de los 30 ya había conquistado la tama. Nada fácil fue su comienzo en las letras, ante la resistencia de su propia familia y el tono mordaz con que algunos críticos analizaban su mensaje. Pero no todos estaban capacitados para apreciar el nacimiento de una nueva corriente literaria y menos para admitir —en los círculos fosilizados de la sociedad— la presencia de la escritora que le cantaba al amor de carne y hueso.

Entre ellos, el sacerdote y literato José Joaquín Ortega Torres lamenta que «algunas de sus poesías estuvieran inspiradas en el más crudo sensualismo, indigno de una dama de su distinción y mérito». Ese mismo autor, sin embargo, subraya lo siguiente en su Historia de la literatura colombiana (1935): “Reconocemos en ella a una de las mejores poetisas de América y a la mejor quizá de Colombia (…) En sus composiciones lucen deslumbrantes e inesperadas metáforas, pro­pias tan sólo de quien siente fulguraciones de inspiración verda­dera”.

El poema En secreto, que con gran despliegue publica la revista Cromos, se convierte en un hecho sensacional. De allí arranca su popularidad literaria, primero en Bogotá y luego en todo el país. La capital colombiana tenía entonces 800.000 habitantes y se caracteri­zaba por sus costumbres coloniales y el refinamiento de su alta sociedad. En las esferas estrechas no cabía la poesía erótica. La élite social, sin embargo, lee «en secreto» y con medroso arrebato aquellas estrofas ardientes, capaces de desquiciar las poses mojigatas, y dignas del mejor arte sensual. En poco tiempo Laura Victoria se mueve como un viento fresco por el país, y más tarde, llamada de todas partes, inicia intensas giras internacionales y recibe de los pueblos de América los emocionados aplausos que sólo se dispensan a las grandes personalidades.

A los 16 años de edad había salido de un colegio de monjas y se casa más tarde con el ingeniero Eduardo Segura Archila, tres años mayor que ella. Nacen sus tres hijos, entre ellos, la que con el tiempo se destacaría en el cine mejicano con el nombre de Alicia Caro. Todo, en apariencia, le sonríe. Pero no puede resignarse a los menudos oficios caseros y siente, ahora con más insistencia, el llamado de su vocación lírica. Como lleva música en el alma, se dedica de lleno a cultivar su vena romántica. Con los recitales que da en Bogotá y otras ciudades, y que luego extiende a diferentes países, se acentúan los conflictos con el marido. La popularidad de que goza se convierte en poderoso obstáculo para la armonía conyugal. Y el esposo termina entendiendo que, antes que con él, en realidad Laura Victoria se encuentra casada con la poesía.

En 1937 crece su fama al ser la ganadora de los Juegos Florales realizados en Girardot, en los que el principal competidor era Eduardo Carranza. Esta época dorada desencadena un turbión matrimonial y la decisión valiente, por parte de ella, de luchar a todo trance por sus hijos y por la poesía. Gana la poesía, pero al precio de enormes esfuerzos de la madre para no dejarse quitar la patria potestad de sus hijos y mantenerse fiel a su postulado.

Los dos varones estudiaban internos en La Salle de Bogotá y la niña, en el Colegio de la Presentación de Duitama. El padre había dado rigurosas instrucciones para que no los dejaran ver de su esposa. Pero esta, con astucia e increíble arrojo, logra derribar las murallas que se levantaban contra su instinto maternal y luego huye con sus hijos a Méjico. Esta odisea se realizó hace 50 años, el mismo tiempo que ella tiene de residir en aquel país.

Amor maternal

Como leona herida, la madre defiende su propia sangre al batallar con desespero, y sin medir peligros, por la tutela de sus hijos. A estas alturas la rivalidad con su esposo es encarnizada, y éste, conocedor de la intención que ella abriga de establecerse en Méjico con un cargo diplomático, le bloquea las salidas. Pero la astucia y el temple que a ella la acompañan pueden más que las medidas coercitivas, entre las que se halla el asedio judicial con que su marido intenta envolverla.

Como una verdadera heroína penetra en los colegios y con su propia mano se lleva a sus hijos. En La Salle un sacerdote pretende impedirle la fuga, pero luego retrocede cuando escucha esta advertencia tajante: «Retírese y déjeme pasar porque vengo armada y estoy resuelta a todo». La única arma que portaba, como se comprenderá, era su amor maternal.

A su hija Beatriz —la Alicia Caro del cine mejicano— le hace esta declaración:

…Yo gritaré a lo lejos

que te adoré como ninguna madre

haya querido su pedazo de entraña,

así como aman las tigresas

al cachorro indefenso,

con alma, con dolor, con ambiciones…

Y a su hijo Mario le revela:

¡Pobre hijo mío, que heredaste mi alma

soñadora, romántica y enferma;

tú ignoras que con lágrimas de sangre

abonan sus jardines los poetas….!

Su vena maternal es admirable. Las antologías recogen de esta cosecha dos poemas extraordinarios: A Beatriz y Elefante de viento. La titánica lucha sostenida en Méjico para proteger y educar a sus hijos, hasta convertirlos en elementos prestantes de la sociedad, es un canto a la maternidad. Por sus hijos renuncia a la patria y suspende sus giras internacionales, y por ellos ha quedado escrita esta bella parábola del amor materno.

La resonante época de éxitos que vive en la década de los años treinta, cuando en sus giras por el continente americano recibía calurosos homenajes de la prensa, de los escritores y del público en general, se suspende en 1939 debido al irreconciliable conflicto conyugal, que la obliga a ausentarse de Colombia. «La razón de mi vida —manifiesta— era y ha sido el amor a mis hijos, por quienes dejé todo para radicarme en Méjico, huyendo de la persecución de mi marido. Ya en ese país y sin medios suficientes para sostenerme, me vi obligada a trabajar en periodismo para subsistir y atender a la educación de mis hijos».

Laura Victoria interrumpe las giras y la intensa labor literaria. Se dedica en el país azteca al simple ejercicio de ganarse la vida como agregada cultural de nuestra embajada y como reportera de prensa. Años después viajará a Roma con el mismo cargo diplomático, y luego regresa en forma definitiva al país azteca, que la acoge con admiración y cariño. Pero su inspiración poética no queda clausurada. Trabaja en silencio su obra, alejada ya de los elogios y las lisonjas, y se dedica al estudio de los temas bíblicos, faceta sorpresiva y sorprendente que nadie se imaginaba, y ni siquiera su tío el canónigo, que sólo veía en ella un alma descarriada y una escritora disipada.

Las grandes líricas latinoamericanas

La poesía elaborada por mujeres latinoamericanas tuvo en la primera parte de este siglo una época estelar que conmovió a la gente con sus mensajes de profundo contenido humano. Nunca antes ni después han existido expresiones más bellas, ni más espontá­neas y trascendentales, como las que lanzaron estas seis mujeres que desde diversos países conformaron el primer boom de escritoras latinoa­mericanas, mucho tiempo antes de que lo hicieran los hombres con el conocido boom de nuestros días. La diferencia sobre los hombres reside en que las poetisas no perseguían fines publicitarios, ni editoriales ni económicos. Estaban más hermanadas por el arte que comprometidas por ninguna regla ni movimiento, que no necesita­ban. Su único vaso comunicante era la poesía.

Antes de ellas apenas hay noticia de fugaces sombras femeninas que irrumpían en las letras y luego desaparecían. Pocas dijeron su angustia. Pocas revelaron su propia emoción. La emoción no puede existir sin nervio, sin inspiración, sin entraña. La poesía es secreto de magia. Es placer estético, rito sacramental, y por eso no está sujeta a ninguna explicación. En esa zona de misterio apenas cabe el asombro.

Las seis líricas del romanticismo latinoamericano son la chilena Gabriela Mistral, la argentina Alfonsina Storni, las uruguayas Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini, la mejicana Rosario Sansores y la colombiana Laura Victoria. Fueron ellas decididas defensoras del feminismo y estremecieron con sus versos lle­nos de ternura, de imaginación y formas clásicas, las fibras más íntimas del alma.

En esta Feria Internacional del Libro, donde estamos honran­do la figura de Laura Victoria como una de las precursoras —acaso la más valiente— de las campañas liberadoras de la mujer colombia­na, es preciso mencionar este momento histórico de sus compañeras de producción literaria, quienes al igual que la colom­biana fueron abanderadas de la causa femenina y realizaron una poesía magistral.

Ellas —con excepción de Delmira Agustini, muerta en 1914, cuando la poetisa soatense comenzaba apenas a sentir los primeros aleteos de la inspiración— tuvieron conceptos elogiosos para la obra de nuestra compatriota y varias fueron sus amigas personales. Gabriela Mistral le expresa: «Ocupa usted un puesto principal en la literatura sudamericana. Siga haciendo poemas lindos como los que me manda, que la vida le señala un camino de gloria». Alfonsina Storni anota: «La poesía colombiana ha ganado con usted en refinamiento y emoción. Sus versos son de una factura pulcra y elegante, a la vez que encierran pensamientos profundos».

Juana de Ibarbourou ensalza su poesía como “intensa, joven, vital; verdadera joya”. Rosario Sansores, que escribió el prólogo del segundo libro de Laura Victoria, Cráter sellado (1938), presenta este juicio: «Alguien, al hablar de ella, dice que es la Juana de Ibarbourou de Colombia. No hay tal. No copia imágenes ajenas; su sensibilidad no tiene nada de común con la de sus hermanas en arte a pesar de ser, como la de ellas, profundamente femenina».

La misma Sansores, refiriéndose en aquella época —y ha pasado más de medio siglo— al ansia de libertad de su colega colombiana, formula estas precisiones, que hoy adquieren especial significado para entender el sacrificio de Laura Victoria en aras de la libertad y de la poesía: «Nacer poeta y nacer en un medio estrecho, constituye una de las grandes tragedias de muchos artistas. Cuando se posee alas vigorosas, se siente el afán de tenderlas hacia el horizonte abierto (…) Laura Victoria nació con un alma sedienta de horizontes y libertad, pero el destino le negó el derecho de extender sus alas. Entonces, ella se rebeló como el ángel divino y eligió su propia senda (…)»

Asombrosas coincidencias

Y ya que nos hallamos situados en este surgir poético de América, encarnado en la más grandiosa generación de mujeres románticas que haya tenido el continente en toda su historia, quiero volver sobre una página mía para recordar las similitudes que existen entre ella y Gabriela Mistral:

El padre de Gabriela era hombre instruido y de aspecto imponen­te, al igual que el de Laura Victoria, que era prestigioso jurisconsulto. Las dos se inician como maestras.  Gabriela es laureada en los Juegos Florales celebrados en Santiago en 1914, y Laura Victoria es la ganadora del mismo certamen ocurrido en Girardot en 1937. La una, Lucila Godoy, adopta el seudónimo de Gabriela Mistral; y la otra, Gertrudis Peñuela, el de Laura Victoria, nombres poéticos que se harían famosos en las letras. Ambas ejercen el periodismo. Viajeras incansables, reciben Iguales aplausos en sus giras artísticas por los países de América. Aman a Méjico como su segunda patria americana.

El prestigioso ensayista y crítico español Federico de Onís anima a Gabriela a publicar su primer libro, Desolación; y es el mismo que pondera con estas palabras el primer libro de nuestra compatriota: «Laura Victoria es una de las personalidades más sobresalientes de Hispanoamérica. Su obra poética ha volado por todo el continente en alas de la fama».

Ambas ocupan cargos en la diplomacia de sus naciones. Tanto Laura Victoria como Gabriela, fervientes enamoradas, sufren hondas desgarraduras sentimentales por parecidos desengaños. Son lectoras permanentes de la Biblia y en su poesía quedan señales de ese influjo, que marcará en sus creaciones profundas huellas místicas; mientras Gabriela Mistral hace evidente dicha influencia en varios de sus poemas, sobre todo en los libros Tala y Lagar, Laura Victoria se dedica, desde su estadía en Méjico, al estudio de las Sagradas Escrituras y a la elaboración de su poesía mística.

Se trata de dos almas gemelas. Dos poderosas revelaciones que, hermanadas con Juana, Alfonsina, Delmira y Rosario, escriben el acento del amor delirante y el sentimiento ennoblecido. Hasta los rasgos físicos de estas dos mujeres, sobre todo en edad avanzada, encuentran semejanza. Un biógrafo de la chilena dice que sus manos eran «finas, largas, de lento movimiento, manos de sembradora espiritual, manos que parecían lirios»; son las mismas manos de la colombiana, que en sus artes de declamadora por los teatros de la fama y el aplauso se levantaban al cielo como en una plegaria encantada.

Viraje al misticismo

Una vez le pedí a Laura Victoria que me explicara su cambio de la poesía erótica a la poesía mística, y me respondió: «El viraje de la poesía romántica sensual a la poesía mística se debió a las hondas raíces religiosas que siempre he tenido y al estudio constante de las Sagradas Escrituras, estudio que me ha conducido al conocimiento profundo de Jesucristo y de su doctrina, lo que ha originado mi acercamiento a la vida mística: por eso mi poesía de los últimos años está impregnada de amor a Dios».

La distancia entre la poesía romántica y la poesía mística es muy corta. Ambas traducen un éxtasis del alma, una embriaguez de la emoción. Del amor humano se llega al amor divino cuando se sabe interpretar a Dios como fuente de todos los goces. Laura Victoria, que tanto había amado con sus versos de fuego, un día se detiene, cual otro Alberto Ángel Montoya, y se encuentra con Cristo. Y cual otra Teresa de Ávila, o Juana de la Cruz, o Francisca Josefa del Castillo, se va en busca de la vida contemplativa y se sumerge en los temas bíblicos. Esto siguió a su vida agitada y resonante entre los escenarios del encomio y los estrados judiciales.

Consultando notas diversas para elaborar estos perfiles sobre mi paisana soatense, me he hallado con las siguientes palabras del poeta Rafael Ortiz González —muerto hace poco—, escritas en la tercera edición de Llamas azules (1962):

Para nosotros la poética de esta mujer tiene también un arrobo místico, no por humano menos uncioso (…) No seríamos profetas si afirmáramos que los futuros libros de Laura Victoria estarán contagiados de esta emoción divina, ya que del místico de la pasión santificada, al místico de la oración iluminada, no hay sino un pequeño espacio, como el que existe entre una lágrima de dolor y una lágrima de felicidad. La poesía de Laura Victoria es una alta poesía de ave y por eso tiene alas. Casta y ardiente, pura y amorosa.

En Laura Victoria se distinguen cuatro facetas muy definidas: la romántica, la sensual, la mística y la bíblica. Sobre todas ellas deja huellas perdurables. Podemos hablar de una escritora versátil e inquietante, y por eso mismo admirable. El jesuita Óscar González Quevedo, doctor en teología y en Sagradas Escrituras, expresa elevado concepto sobre el libro de Laura Victoria Actualidad de las profecías bíblicas, que refrenda el empeño vigoroso que nuestra coterránea desplegó en tierra ajena hasta conquistar este galardón. Y dice:

El suyo es un libro diferente. He leído muchos libros sobre las profecías bíblicas, escritos por sabios teólogos y exégetas, libros llenos de notas eruditas, de interpretaciones muy razonadas y muy complicadas. Pero su libro es claro. Es diáfano. No parece un libro de interpretación de profecías. Parece un libro de historia (…) Y tal vez otro valor importantísimo de su libro sea el de estar escrito por usted,  periodista y poetisa. Estilo bello y escueto. Noticia encantadora».

La patria lejana

Esta es la fulgurante mujer que en los años 20 produjo sorpresa con su afán poético y su desenfado social, y que en la década de los 30 revolucionó la poesía colombiana. Esta es la mujer del romanticismo sensual en su despertar a la vida, y de la contemplación mística en su edad adulta. Aquí está la dama lanzada contra los convencionalis­mos de la sociedad apergaminada y gazmoña; la mujer religiosa —y a la vez mundana— opuesta al fanatismo clerical; la esposa sorprendida a la que se intentaba cortarle las alas de la libertad y el fluir de la inspiración; la madre desafiante que, por salvar los frutos de sus entrañas, se encaró a todas las amenazas y todos los peligros y prefirió el silencio al embriagante clamor de las multitudes.

Esta es Laura Victoria, la de los versos audaces y los aplausos tempranos; la que llevó el nombre de Colombia, como bandera airosa, por los vientos de América; la que estremeció con su palabra enamorada las reconditeces del alma. Aquí está la diosa de la poesía en aquellas calendas en que la mujer sólo balbucía en los templos plegarias calladas y murmuraba protestas rabiosas en la conciencia reprimida. Esta mujer, hoy olvidada en Colombia, es la heroína del amor maternal y la abanderada de la libertad.

Sus libros se quedaron silenciados. No volvieron a circular desde que inició su largo, su penoso destierro. La trajimos de Méjico hace dos años y la acompañamos en el lanzamiento de sus tres últimos libros, que victoriosos salieron al aire como una cosecha detenida en el tiempo. Colombia ha sido ingrata con ella. Las nuevas corrientes literarias la ignoran, y los promotores culturales no la conocen o no les interesa divulgar su obra. Parecen ignorar que su gloria es patrimonio de la literatura colombiana.

En un recorrido que hice hace pocos años por la galería de personas célebres instalada en la Biblioteca Departamental Eduardo Torres Quintero, de la ciudad de Tunja, observé que faltaba el retrato de esta boyacense ilustre. Hice notar el vacío y me quedé con la sospecha de que allí, en su propia comarca, su imagen estaba condenada al olvido. Ojalá me entere con el tiempo de que alguien se ha encargado de rectificar tamaña omisión. Su nombre está vivo, por fortuna, para el recuerdo de las futuras generaciones, en la Casa de Cultura de Soatá.

Nuestra amiga, en su dura ausencia que ya no es posible suspender, vive pesarosa de su tierra colombiana. Añora el país, su gente y sus paisajes. El corazón encanecido le ha cancelado muchas ilusiones. Pero queda su poesía, legado que nunca morirá. Ella, con tono melancólico, exclamó un día:

Patria, para quererte más es necesario

beber el barro de tu ausencia,

mirarte desde lejos

en tus rectas llanuras,

en tus valles floridos,

en los ríos anchurosos

que corren vertiginosamente

sobre tu piel morena.

Lejos de ti no saben

el pan ni la alegría;

no hay aliento tan puro

como el de tus montañas,

ni abrazo más inmenso

que el de tus cordilleras…

Su obra

Siete libros conforman el legado literario de Laura Victoria: Llamas azules (Bogotá, 1933); Cráter sellado (Méjico, 1938); Cuando florece el llanto (España, 1960); Viaje a Jerusalén (Méjico, 1985); Itinerario del recuerdo (Soatá, 1988); Actualidad de las profecías bíblicas (Academia Boyacense de Historia, 1989); Crepúsculo (Universidad Central, 1989).

«En secreto»

El Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá me ha invitado a ocupar esta tribuna dentro de la Feria Internacional del Libro, que este año ha escogido a la mujer como personaje central de la programación. Y aquí estoy con mi mensaje de admiración hacia la figura memorable de Laura Victoria, cuyo significado histórico es preciso rescatar.

A mi comarca boyacense le pido que vuelva al pasado y desempolve su poesía magistral, y al país le digo que sólo la voz de los poetas hace posible la civilización del mundo y el progreso de los pueblos. Sé que Laura Victoria, desde su silencioso apartamento de la Avenida Coyoacán en Ciudad de Méjico, donde en lentas horas vive rumiando sus recuerdos, nos escucha. Como homenaje a ella recordemos el poema En secreto, que le dio la mayor popularidad en sus años jóvenes:

Ven, acércate más, bebe en mi boca

esto que llamas nieve;

verás que con tu aliento se desata,

verás que entre tus labios se enrojecen

los pétalos de ámbar…

Ven, acércate más.

Muerde mi carne

con tus manos morenas;

verás qué dulcemente se desmaya

el cactus de mi cuerpo,

y surge tenue de la nieve dura

la misteriosa suavidad del nácar.

No sentirás mi carne llamearse

con tersas rosas cárdenas,

pero sabrás que es tibia como un nido

de plumas sonrosadas…

Ven, acércate más,

bebe el aliento

que se aleja de mi como una ráfaga;

en vez de fuego sentirás el fresco

despliegue de mis alas…

Deja que entre tu pelo se deshojen

mis manos delicadas;

sabré quererte con piedad de arrullo,

sabré dormirte con calor de lágrimas.

Nadie en la vida te dará más seda

que la que yo destrenzaré en tu almohada;

tendrá el olor del musgo humedecido

y una sutil irradiación castaña.

Ven, acércate más.

Para tu cuerpo

seré una azul ondulación de llama,

y si tu ardor entre mi nieve prende,

y si mi nieve entre tu fuego cuaja,

verás mi cuerpo convertirse en cuna

para que el hijo de tus sueños nazca.

Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, N° 327, enero-junio/1991
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 1991
Revista Principia Iuris, Universidad Santo Domingo de Aquino, Tunja, diciembre/99  

 

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