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Yo vi crecer un banco

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El Banco Popular fue fundado en 1950, y cuatro años después ingresé a su servicio, hasta octubre de 1990, cuando pasé a disfrutar de la pensión de jubilación. Comencé como auxiliar de sección en la oficina de Tunja y con el tiempo ocupé la gerencia de distintas sucursa­les, entre ellas la de Armenia, por especio de 15 años. El final de mi carrera transcurrió en Bogotá, en la Di­rección General.

Soy, por consiguiente, a la par que funcionarlo casi de la misma edad laboral de la empresa, testigo cercano de un interesante proceso financiero que partió en dos la historia bancaria del país. Pocos bancos registran en Colombia, e incluso en cualquier lugar del mundo, tanta variedad de acontecimientos, innovaciones, progra­mas audaces y vaivenes institucionales como los que se acumulan en la vida del Banco Popular.

Más que una cuarentena destacada de servicios al país, lo que ahora conmemoramos es el éxito de una idea revo­lucionaria. Si partimos de la base de que el Banco Popu­lar rompió los moldes anquilosados de la banca ortodoxa, que tenía como función primordial atender las altas esferas del capital, tenemos que calificar de revolucionario este Banco de los pobres, como se le denominó en aquellas calendas, que pregonaba, y así lo plasmó con hechos evidentes, la democratización del crédito en Colombia.

Este es el testimonio de un funcionario antiguo que vio crecer la empresa, sufrió sus reveses, aplaudió sus triunfos, perseveró en una causa noble y hoy celebra, con esta efemérides, los esfuerzos, la lealtad, el sacrificio y la cooperación de esa multitud de co­laboradores abnegados y eficientes que en todos los tiempos y desde diferentes posiciones, incluidas las más modestas, han forjado la grandeza de la institución

Distingo tres etapas en la vida del organismo: la que se inicia con su fundación y concluye, 7 años des­pués, en la bancarrota; la de la recuperación y vigoro­so desarrollo ulterior, que se cumple en los 17 anos siguientes, y la del tránsito a la banca moderna, que corresponde a los 16 años finales.

Primera etapa

El doctor Luis Morales Gómez, joven ejecutivo de 33 años de edad, en 1950 ocupa un cargo importante en el Ministerio de Trabajo. Lo caracterizan el tempera­mento inquieto y la acción dinámica. Con estos atribu­tos de su personalidad, concibe la idea del Banco Popular.

La primera puerta que toca es la de la Alcaldía de Bogotá, al frente de la cual se halla el doctor Santiago Trujillo Gómez, funcionario emprendedor a quien le suena la idea de convertir el Montepío Municipal en banco prendario. El burgomaestre se solidariza con el autor de la idea y entre los dos consiguen que el Go­bierno Nacional y el Congreso de la República apoyen la iniciativa.

Con un capital de $ 700.000 (US $ 250.000 de entonces), representado casi en su totalidad en los bienes improductivos del Montepío en liquidación, entre ellos, un edificio en ruinas, el 24 de julio de 1950 nace la nueva entidad. Ese día se conmemora el natalicio del Libertador. El 18 de diciembre del mismo año es inaugurada la sede principal.

Se inicia la empresa con seis empleados y $ 4.500 en caja. El primer préstamo es de $ 350 para un zorrero. Los viejos banqueros (recordemos los tres poderosos bancos tradicionales de la época: Bogotá, Colombia y Comercial Antioqueño) miran con incredulidad el peque­ño banco prendario que apenas cubre, con notoria estre­chez, el perímetro de la capital. Y le pronostican el fracaso. La nueva empresa, contra ese augurio pesimis­ta, cada día despierta mayor interés en los sectores populares, a los que llega con préstamos fáciles y bara­tos. Años después hace carrera una frase que definirá el comportamiento de las clases sociales de menores re­cursos económicos: «Los pobres pagan».

En octubre de 1951 se abre la primera oficina, la de Manizales. El 17 de diciembre del mismo año (día en que se recuerda la muerte del Padre de la Patria) se nacio­naliza la entidad y recibe el nombre de Banco Popular. Concluido el año de 1952 ya existen 16 oficinas en el país. A los cinco años éstas llegan a 50, habiéndose establecido además filiales en Ecuador, Bolivia, Haití y Estados Unidos. Los seis empleados iniciales se han convertido en tres mil. Y el valor total de los créditos otorgados –que siguieron al de $ 350 del zorrero– pasa de $ 400 millones.

Cuenta, además, con una compañía de seguros, con ca­ja de ahorros, con el Banco Hipotecario Popular, con la Corporación de Ferias y Exposiciones y con el Centro Urbano Antonio Nariño, el primer programa de vivienda co­lectiva que se ensaya en Colombia. La magnitud del banco y de sus servicios es arrolladora. Los escépticos banque­ros que le habían calculado vida efímera, ahora se sor­prenden y se atemorizan. Los sistemas más novedosos son ideados por este organismo gigante que ha revolucionado la banca colombiana.

Ahora todo el mundo tiene acceso a una chequera, pri­vilegio que antes era exclusivo de los ricos. El gobierno del general Rojas Pinilla, que se había iniciado en 1953, impulsa este crecimiento audaz y a través del instituto financiero adelanta muchos de sus planes sociales.

El gigantismo de la empresa produce al propio tiem­po su desbarajuste. Los préstamos comienzan a desviarse a manos inescrupulosas. Políticos aprovechados, por lo general usufructuarios del régimen militar, sacan ta­jada de este ponqué millonario que se reparte a manos llenas. El banco invierte grandes sumas en empresas que luego fracasan. En tal forma se abusa del cheque sin fondos, que en muchos negocios comerciales se coloca este aviso: «No se reciben cheques del Renco Po­pular».

La nueva institución financiera se ha desviado en pleno surgimiento. Se ha salido de órbita. Y no tarda en llegar la bancarrota. El instituto está ahogado. A esto se suma el pánico de la gente, que acude en tropel –tras la caída de la dictadura, el 10 de mayo de 1957– a salvar sus depósitos. Nunca se había visto tan­ta avalancha de personas, por días y días, ante las puertas de un banco. Todavía recuerdo hoy, con desazón, los días amargos en que amanecíamos con la caja liquidada frente a un ejército de cuentahabientes que reclamaban al unísono y con vehemencia la devolución de sus depó­sitos.

Eran verdaderos malabares los que teníamos que hacer para pagar, con los dineros que entraban por una venta­nilla solitaria –donde se recibían consignaciones del sector oficial y de clientes que aún no habían perdido la fe–, el cúmulo de retiros de esas colas del desespero que salían a la calle entre protestas, esperanzas y re­signaciones. El banco había quebrado, ante la ley y ante la moral.

Segunda etapa

La Superintendencia Bancaria venía preocupada por las serias irregularidades que acusaba el instituto crediticio, pero por interferencias del gobierno militar no lograba ejercer a plenitud sus controles. Cuando tras­lada al ministro de Hacienda el proyecto para interve­nir el banco, es nombrado en esta posición el propio Luis Morales Gómez, ex profeso para impedir di­cha medida.

Caída la dictadura, Morales Gómez viaja al exterior y desaparece del panorama nacional. El público, agolpado ante las ventanillas de pago, hubiera terminado con la vida del moribundo si la Junta Militar que sucedió al general Rojas no garantiza que el Gobierno respondía por los depósitos y entraría a estudiar fórmulas para salvar la institución.

El primero de agosto de 1957 ingresa como jefe del Departamento Jurídico un abogado de prestigio y limpios antecedentes, el doctor Eduardo Nieto Calderón, y un año después es designado gerente general. Con él se inicia un periodo de saneamiento financiero y moraliza­ción institucional que durará 17 años.

El ente estatal yace entre las cenizas del hundimiento moral y económico. No existe un peso de reservas. La cartera vencida es apabullante. El desprestigio de la entidad frena la labor de rescate. No se sabe por dónde empezar, ya que la catástrofe ha dejado averiado el barco por todas partes.

¿Qué hacer? Por lo pronto, nombrar un equipo competente de colaboradores. Nieto Calderón, que no había sido banquero, tiene en cambio agudo olfato para dilucidar problemas y distinguir a la gente. En corto tiempo ya está rodeado de fichas claves para iniciar la batalla. Con banqueros veteranos forma un escuadrón compac­to que acomete la tarea colosal de dominar el desastre.

A medida que el banco se reconstruye por dentro, en lo externo se va restableciendo la confianza del pú­blico. La chequera del Banco Popular reconquista su se­riedad luego de severos correctivos. Varios años durará esta operación de limpieza y elevación de las cos­tumbres.

El equipo de trabajo se refuerza más tarde con la llegada de un mago de las finanzas –como es reconocido en toda la banca–, el doctor Francisco Prieto Vargas. Sus fórmulas sabias y simples a la vez consiguen robuste­cer las cifras debilitadas, cada día con mayor firmeza, hasta llegar a ser, años después, uno de los bancos más pujantes y respetables del país.Alrededor de las nuevas políticas, y comprensivos de la dura época de austeridad y ajuste impuesta por las circunstancias, los servidores de la institución –a todo nivel– se comprometen en el sacrificio colectivo de sacar adelante una causa grande.

Los gastos se reducen al máximo y los incrementos sa­lariales llegan con cuentagotas. Nunca un equipo humano ha trabajado, en ninguna empresa, con tanta abnegación, mística y denuedo. Por aquellas épocas hace carrera en todo el sistema bancario la fama del empleado del Banco Popular como sinónimo de eficiencia, moralidad y profesionalismo.

Con «sigilo y sencillez», como lo anota el doctor Nieto Calderón en su carta de despedida, fechada el 17 de diciembre de 1974 (otro aniversario de la muerte de Bolívar), se logra corregir los viejos vicios y avanzar con paso firme en medio de un vigoroso desarrollo, has­ta colocarse la entidad a la vanguardia de la banca na­cional.

Es el Popular el banco de mayor sensibilidad social y autor de numerosas estrategias que contribuyen al progre­so de la nación. Las políticas populares sobre las que está montada la institución –y que arrancan desde los propios orígenes de 1950– se incrementan ahora para afian­zarlas como la razón fundamental de su existencia.

Y el banco sigue creciendo. Se crean nuevas dependen­cias: la Corporación Financiera Popular, Corpavi, la Almacenadora Popular, el Fondo de Promoción de la Cultura, el Servicio Jurídico Popular, el Martillo, la Sección Prendaria.

El aspecto cultural adquiere, bajo los auspicios del doctor Nieto Calderón, hombre de hondas raíces humanistas, especial significación. La Bibliote­ca Banco Popular y el Museo Arqueológico, obras suyas, son orgullo para la cultura nacional. El Banco Popular ha resucitado. Ha superado el caos. Ahora, sólido y purificado, queda listo para el reto de la tecnología y de la banca moderna.

Tercera etapa

El doctor Alfonso López Michelsen había adelantado su campaña presidencial con el ofrecimiento de la descentralización del país. Al llegar al poder en 1974 encuentra que el Banco Popular tiene en Cali un edi­ficio listo para modernizar sus oficinas. Esta coyuntu­ra se convierte en ocasión propicia para iniciar (en realidad este es el único instituto movilizado a la pro­vincia durante su gobierno) el plan de descentralización. La sede principal es trasladada a Cali, y en Bogotá queda otra organización paralela para atender los asuntos de la capital.

Por aquellos días el banco preparaba el inicio de la sistematización, con una computadora instalada en Bogotá. Es nombrado nuevo presidente de la institución el doctor Alberto León Betancourt, exrector de la Universidad del Valle y especializado en Estados Unidos en las modernas técnicas de la sistematización. Dos años después publica­rá un interesante texto sobre la materia, titulado La cibernetización, una conquista silenciosa.

A partir de 1975, y hasta la fecha, el Banco Popular ha emprendido la que puede llamarse la batalla de los sistemas. Varios presidentes de la entidad, y una pre­sidenta, la doctora Florángela Gómez Ordóñez, experta en matemáticas, han trabajado por la modernización y el acoplamiento de las técnicas que hoy gobiernan la activi­dad bancaria en todo el mundo. Banco que no se modernice está perdido. Esto ha abarcado la ampliación hacia otros desafíos de la hora, como el mercadeo y la fiduciaria.

De aquel banco que conocí en mis comienzos de 1954 queda poco. La propia evolución de la vida, pero sobre todo el sentido de transformación que se impone en cualquier empresa humana o industrial, han determinado la renovación de las personas y la llegada de nuevos sis­temas y estilos. También ha cambiado el país. Cuando me inicié en la banca, el interés bancario era del 12% anual –y una tasa más reducida para las operaciones populares de mi banco–, mientras ahora es tres veces superior.

El crecimiento de la entidad es vertiginoso. Las ci­fras son astronómicas. De los seis empleados iniciales se ha pasado a cerca de seis mil. Las oficinas llegan a 200. Aquella banca elemental del comienzo de mi carre­ra, cuando las consignaciones de la clientela y los li­bros de contabilidad se llevaban a mano, hoy sería in­concebible. Ya es una época borrada, incrustada apenas en el recuerdo. Pero una época hermosa para quienes la vivimos con entusiasmo y decoro.

Así, en los 16 años finales, el Banco Popular ha dado el gran salto a la banca moderna. Florece como una de las instituciones de mayor empuje y de más promisorio porvenir en la vida colombiana.

*

Imposible dejar de rendirle homenaje al fundador del Banco Popular, doctor Luis Morales Gómez, a cuya visión y dinamismo, y no obstante los desvíos analizados, se debe hoy la supervivencia de una idea revolucionaria. El otro gran líder de la empresa, doctor Eduardo Nieto Calderón, realizó el milagro de la resurrección para que sus sucesores continuaran esta obra grande que ya no dará marcha atrás.

El Espectador, Bogotá, 26, 29 y 31-VII-1991.

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