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El enredo del Seguro Social

sábado, 12 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un amigo mío, que fue ope­rado con todo éxito en el Seguro Social, se volvió acérrimo defensor de la institución. Se trataba de una cirugía de alto riesgo que él venía aplazando tanto por el temor ante las con­tingencias de la operación, como por su elevado costo, que no hubiera sido inferior a $10 millones en clínica particular. En Colombia, donde la medicina dejó de ser humanitaria para volverse mercantilista, está prohibido enfermarse.

Mi amigo, que no creía en el Seguro Social, al que cotiza hace cerca de 40 años, fue convencido de las ventajas que se le ofrecían. Descartando las colas fatigantes, la incomodidad de las habitaciones, la restricción de las visitas al paciente y otros tropiezos menores, encontró esmerada atención al contar con un cirujano idóneo y eficientes equipos médicos. Este optimismo terminó moviendo mi curiosidad. Como viejo sufragante que también soy de la entidad,  cuyos servi­cios sólo los había utilizado en provincia, en forma esporádica, me di a indagar las bellezas pregonadas por mi amigo.

El exceso de demanda de servicios provoca, sin duda, la conocida congestión del instituto. Llegar al consultorio del médico, entre multi­tudes abigarradas en espacios es­trechos y con el mínimo de comodi­dades, resulta desesperante. Dentro de estas prisas es natural que la medicina se preste a medias. Este gigantismo arrasador le crea la peor imagen a la entidad. La fórmula de pagar algún valor por la consulta no estaría mal si después no se abusara de ella. Se evitarían así infinidad de consultas inútiles. Es­te sistema, a costo mínimo, lo tiene implantado Colsánitas, la mejor organización que existe de medicina prepagada.

Satisfactorio el servicio de urgen­cias, lo mismo que el del laboratorio y el banco de sangre. Y pésimo el suministro de drogas. Hasta medi­camentos corrientes permanecen agotados. Si se trata de una droga de control, es preciso recorrer un camino engorroso para obtenerla. Y además doloroso, si el medicamen­to lo paga (como ocurre con fre­cuencia) el propio paciente. Cuan­do éste es remitido a un especialista, debe concurrir dos veces, en día distinto, ante ventanillas atestadas de público: una para dejar la orden del médico y otra para reclamarla con una firma adicional.

Luego viene lo peor: hay que esperar uno o dos meses para que el especialista lo atienda. Si el enfermo no se muere antes, debe soportar con estoicismo el peso de la dolencia, o buscar un médico particular. Triste situación. Así se desnaturaliza el sentido del Estado como dispensa­dor de la seguridad social.

La filosofía del Seguro Social es excelente. Pero su prácti­ca, deplorable. No hay capacidad, ni económica ni humana, para tanta desmesura. La dilapidación de bienes tiene a la empresa en quiebra permanente. No es raro hallar entre los funcionarios perso­nas hurañas y descorteses, y algu­nas tan prepotentes, que tratan a los pacientes como esclavos. Vi a un enfermo aquejado por fuertes dolores que iba de oficina en oficina en busca de auxilio y nadie le dispensaba mínima atención. Se le miraba con indiferencia y fastidio.

He sacado una conclusión después de la experiencia de mi amigo resucitado: una cosa es la alta cirugía y otra la atención ordinaria. Por eso, al Seguro Social hay que reformarlo. Hay que inyectarle ciencia social. Es deber del Estado. Debe crearse sensibilidad en estos ámbitos del dolor (y no me refiere sólo al Seguro, sino a la generalidad de las clínicas y hospitales), tan carentes de solidaridad y calor humanos.

El Espectador, Bogotá, 20-III-1993.

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