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Hernán Palacio Jaramillo

jueves, 15 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos sabíamos en el Quindío, hace 20 años, que Hernán Palacio Ja­ramillo tenía inquietudes intelectuales. Esta faceta la mantenía oculta. La gente se había acostumbrado a verlo bajo otros aspectos: médico, líder cívico y cafetero, alcalde de Armenia en dos ocasiones, gobernador del Quindío. Fue uno de los promotores de la creación del departamento y ejerció la presidencia del Comité de Cafeteros por espacio de 20 años.

Descubrí su vena culta cuando ocupaba la presidencia de esta última entidad. Un día fue a mi oficina y me preguntó por los libros que el Banco Popular le había editado a Alberto Ángel Montoya. Mientras el empleado encargado de su venta me los traía, Hernán recitaba, con emoción, varios de aquellos poemas famosos. Este suceso me permitió ver un hombre distinto al que veía el común de la gente.

Tiempo después me comentó que el Comité de Cafeteros tenía interés en  rescatar la novela inédita de Eduardo Arias Suárez, Bajo la luna negra, y me pidió que dirigiera la edición, como en efecto lo hice. La entidad cafetera, bajo la orientación de Palacio Jaramillo, había apoyado a través del tiempo la obra de otros escritores de la región. Varias veces hablamos de diversos ­proyectos, como el de la edición de las novelas indigenistas de Jaime Buitrago Cardona, plan que se habría realizado si el amigo no se hubiera retirado del Comité.

Era un diletante secreto de la poesía. No la producía, pero la paladeaba. Uno de sus autores favoritos era León de Greiff. Alguna vez, en su casa campestre de la represa del Prado, se entusiasmó cuando tres contertulios ocasionales debatían en la mesa vecina, al calor de unos vasos de whisky, los po­deres musicales de la poesía greiffiana. Les pidió permiso de pasar a su mesa, y con ellos formó un foro prolongado, de amplia erudición, sobre la obra del poeta.

Después de mi venida del Quindío supe que se había de­dicado a escribir. Esto no podía tomarme de sorpresa: era uno de los testigos, casi secretos, de esa afición que apenas dejaba entrever en ocasiones especia­les. Radicado yo en Bogotá, con frecuencia leía los sesudos ar­tículos que Hernán publicaba en El Informador Socio-Econó­mico del Quindío, la revista de Ernesto Acero Cadena, lo mis­mo que en La Crónica y La Pa­tria, lo que confirmaba más aún sus dotes de escritor.

Creo que al sentirse enfermo se refugió en la literatura, de tiempo completo, como fórmula ideal para alimentar el espíritu. Y produjo los tres libros que enriquecen las letras quindianas: Quindío, territorio invadi­do, El tesoro de los quimbayas y La fabulosa vida de don Se­bastián de Belalcázar.

Supe, desde aquella tarde le­jana en que Hernán Palacio Jaramillo recorría mi despacho bancario recitando los poemas de Alberto Ángel Montoya, que el hombre público era también hombre de versos. Promotor y hacedor de cultura. Este testimonio –digno homenaje a su memoria– me brota al saber la infausta noticia de su muerte.

El Espectador, Bogotá, 19-III-1996

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