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Optimismo en el 96

jueves, 15 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El comentarlo más fre­cuente escuchado en los últimos días es el relacionado con la baja de las ventas navideñas. El resultado del año se refleja, tanto en los bancos como en el comercio, por lo que exprese el balance de diciembre. El dinero habla por boca de los comerciantes y las amas de casa.

Es inocultable que el año que terminó deja sinsabor en la economía nacional pero, sobre todo, en los presupuestos ho­gareños. Los consumidores sienten el rigor de las alzas cre­cientes y ven que las cifras del Dane –entidad que suele aparecer como un fantasma– no corresponden con la reali­dad de la tienda y de la plaza de mercado. Se le teme, sobre to­do, al turbión de las carestías decretadas en los servicios pú­blicos, en el IVA y otros ren­glones de agobiante sensibili­dad.

El terreno cafetero, el más gol­peado de la economía, anda maltrecho en el panorama na­cional. En otros tiempos era el medio milagroso que salvaba las finanzas públicas. Hoy es un expósito por el que nadie da nada, cuando otros productos han venido a plantear mejores fórmulas de rentabilidad pú­blica. Al petróleo se le considera la solución mágica para sus­tituir el renglón que cada vez se hunde más –y le prometen me­nos–, lo que sería una fortuna si no mediara el problema so­cial de miles de familias de­dicadas durante toda una vida al cultivo del grano tradicio­nal.

A pesar de todo, Colombia po­see una economía fuerte. Si no fuera así, el país estaría arrui­nado como algunos vecinos que no saben cómo salir de la encrucijada. Desde que el doctor Lleras Restrepo, un gobernante que pensó en plan de futuro, nos enseñó el arte de la de­valuación progresiva y real –en contra de las mentiras acumu­ladas en otras latitudes–, nues­tras cifras, a pesar de los abu­sos de políticos y gobernantes, no son tan traumáticas.

Pocos años tan deshonrosos para la moral pública como el que finalizó. La corrupción de la clase política, en contubernio con la casta gubernamental –o sea, “los mismos con las mis­mas”–, ha alcanzado los mayo­res niveles de descaro y ha mostrado la época más bochor­nosa de la decadencia ética. Nuestra clase dirigente aparece en el mundo entero como la mayor escuela del atraco social, incapaz de buscar remedios para el bien común y hábil, en cambio, para abultar sus ha­beres personales.

Por fortuna, el mal tocó fondo. Las cárceles se abrieron al fin para recoger, ojalá con los con­dignos castigos, a quienes han usurpado el erario y pervertido las buenas costumbres. Un fis­cal valeroso, que encarna el es­píritu de Galán –uno de los ma­yores moralistas de los últimos tiempos–, surge de repente como una esperanza para la redención de Colombia.

El propio Presiden­te, tan comprometido como inescrutable, parece dispuesto a cortar estos males endémicos que ya no permiten más con­cesiones. En la conciencia del país gra­vita la duda sobre la legitimidad del Gobierno, al que la opinión pública enjuicia como infiltra­do por los dineros corruptos que compran elecciones. Éste será un sambenito que ya no podrá borrar el presidente Samper en lo que le reste de su mandato.

A pesar de tantos signos ad­versos, prendámosle velas de optimismo al futuro. No todo es negativo. Exis­ten aciertos gubernamentales que es preciso reconocer. El ín­dice de la inflación, titubeante como ciertas voluntades oficia­les, tampoco es desalentador. El Presidente quiere ser severo (así lo pregona) con los autores de tanta desgracia. Dejemos que el año 96 hable mejor que las emotivas intenciones. Y que Dios nos lleve de la mano por este nuevo año, que ojalá nos trajera de verdad las sorpresas que merecemos como pueblo sufrido y valiente.

El Espectador, Bogotá, 11-I-1996.

 

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