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Archivo para miércoles, 11 de enero de 2012

Las fugas de Dios

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Germán Pardo García ha ido siempre detrás de la huella de Dios. Una vez exclama, ya en las postrimerías de su vida: «Soy un fantasma que busca a Dios para asirse a su hermosura. ¿Será posible que lo halle como lo miraba en mi niñez?». En estas palabras se advierte su angustia por haberlo perdido, y al mismo tiempo el ansia de encontrarlo de nuevo en su senda de soledad.

La época que se halla más marcada por su lirismo místico es la que va del año 30 al 35, a la que pertene­cen los libros Voluntad, Los júbilos ilesos, Los cánticos y Los sonetos del convite. Éste es el comienzo de su ca­rrera. En 1931 sale para Méjico y allí se queda para siempre. A dicho país ha llegado el místico enamorado de las cosas bellas de la vida en sus más sencillas ex­presiones.

Éste es el tiempo de la contemplación de la natura­leza y del amor por los seres simples. El poeta vive su mejor momento de elevación hacia la divinidad y así se expresa:

Aún no sé cómo ascendí

a los júbilos divinos.

Tan sólo sé que traía

en las manos un don vivo,

de claridades eternas,

hecho de Amor y de Espíritu.

Su visión religiosa le hace conquistar, acaso con superiores acentos a los que pondrá en los demás aspec­tos de su poesía, las mayores creaciones de su alma lírica. Los poemas le brotan envueltos en la belleza espiritua­lizada del ser que todavía no ha chocado con los elec­trones desapacibles de la ciencia. Aquí es donde Pardo García penetra con mayor espontaneidad en las interio­ridades de su alma receptora de emociones estéticas. Las fuerzas de la naturaleza están incontaminadas. Y el es­píritu del poeta, aunque fiel a la desolación de sus pri­meros días, está invadido por la presencia de Dios, el que mueve los árboles y riega de silencio los páramos y de asombro el corazón humano.

Ésta es una confesión de su alma arrobada:

Del corazón y el espíritu

sólo me queda lo eterno.

Morir, para mí, sería

ir hacia lo verdadero.

Detener la voluntad

ante los divinos términos;

ver mi sangre transformada

en luz del costado abierto,

y entre infinitos espacios

y soledades sin tiempo,

quedar de pronto desnudo

como una espada en el viento.

El maestro, enamorado de los mejores dones del mundo, exalta la vida y los placeres como un principio de Dios. La tierra es elemental y no hay que arrebatarle su sencillez. El alma del poeta vibra con el viento, con el paisaje y los animales. ¿Para qué desfigurar el mundo si todo es simple y natural?

Este misticismo sereno transfigura en elemento su­blime el clima amoroso del alma. A Dios, sin mencio­narlo por su propio nombre, lo invoca en cada canto y lo personifica en todo ser viviente y en toda manifesta­ción terrena. En esta etapa se nota su afán permanente de animizar los objetos de la naturaleza. «Lo que da la medida de un artista —dijo Azorín— es su sen­timiento de la naturaleza, del paisaje. Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emo­ción del paisaje».

Desde esta época del asombro inicial, la esencia de Pardo García se queda pegada a la tierra, y de ésta ad­quiere la savia para toda su producción. El bosque, el musgo, el agua, el pájaro, el can miserable —uno de los mayores símbolos del poeta—, la brisa, el páramo… todo existe como un obsequio de Dios.

En el despertar de su alma mística brotan los versos escritos entre 1915 y 1927, que reunió en dos cuaderni­llos titulados La tarde y El árbol del alba, ya desapare­cidos. En el comentario que hace Germán Arciniegas a Los júbilos ilesos, dice, refiriéndose al librillo El árbol del alba, que éste no circuló por haber sido quemado por el propio autor, quien sin embargo ignora que un ejemplar quedó en poder de Arciniegas como sobrevi­viente milagroso de aquel incendio. Hoy es una rareza bibliográfica. La mayoría de estos poemas se trasladaron al libro Voluntad (Editorial El Gráfico, 1930), con pró­logo de Germán Arciniegas.

En estos poemas primerizos aflora el dolor íntimo de Germán Pardo García, marcado por la soledad, el desengaño, la pasión amorosa, la alegría fugaz. Esta breve producción, de lamento y esperanza, encierra el núcleo de todos sus temas posteriores. La soledad es una constante en toda su obra, pero esta soledad de su pri­mera juventud vive cerca de Dios y se purifica en las aguas de una sombra protectora, que más tarde deja perder.

No tengo fe, y me hace falta creer en Dios, en algo más allá (…) Si yo tuviera Dios, no hubiera llegado a las negras orillas de la tánatos griega, desprovisto de todo auxilio humano. Si supiera, si pudiera rezar, rezaría. ¿Pero a quién, si no creo sino en la materia? Duras palabras de desconcierto con que el poeta, en sus años del desasosiego otoñal, pone un grano de esperanza en la fe perdida.

El maestro, que sin embargo nunca llega a ser ateo, en sus confusiones espirituales deja ir a Dios y más tarde lo reconquista. Luego permite que se escape otra vez para más adelante perseguirlo. Estoy buscando el ampa­ro de Dios y tengo necesidad de saber que existe…

Hay una serie de expresiones desesperadas donde pretende presentarse sin Dios, y que en el fondo sólo son deseos de Él: Yo estoy buscando afanosamente a Dios, otra vez, como me lo enseñaron cuando niño. No me resigno a la desaparición total. Pero sé que no tengo alma (…) No tengo Dios, no tengo eternidad. Sólo la oscuridad y el terror (…) No tengo Dios, no tengo esperanza, y la presencia de la muerte me atribula y enfurece, porque no la considero, como los filósofos ro­mánticos, un tránsito, pero sí una evolución de la ma­teria…

¡Cómo se contradicen estas expresiones, que son casi de enojo, con las proferidas en otras épocas! En ellas parece que hubiera un niño jugando con el Ser Supre­mo. Al explicar en 1943 su libro Sacrificio, anota lo si­guiente: Para lograr todo esto, hago una vida de soledad completa, sin contacto ninguno con el trabajo material. Paso los días suelto por los campos cercanos, creyendo en Dios y en la naturaleza.

Estos altibajos por los ca­minos de Dios han producido hondos vacíos en esta alma afligida que, al extraviarse de su centro de atracción es­piritual, siente que se disloca el universo entero. Las fu­gas de Dios son en Pardo García catastróficas. Cuando advierte su ausencia, el mundo se le borra, el alma se le acobarda.

Y es que el poeta ha sido siempre místico profundo, extraviado a veces en los Principia de Newton, o sedu­cido por Einstein, científicos que le trastornaron la men­te y le enfriaron la fe. Reacciona a veces ante tanta ciencia. En 1988 manifiesta: El verdadero Dios comien­za a dejarse ver en los abismos de mi vida de locura, dolor, angustia y derrota.

El maestro, siempre que pretende olvidarse de Dios, se arrepiente y lo busca en todas partes. El misticismo suyo no es «santurrón ni rezandero», como lo define Javier Arango Ferrer. Es una actitud vigilante del alma abismada ante lo sobrenatural. Y cuando Dios se le re­funde, aparece Cristo, el Cristo humano, el de las penas y las soledades.

En 1986 halla un Cristo negro, «negro como las no­ches de África y del ardiente Senegal». Sabe que el negro de las Américas también está encarnado en su Cristo negro, que dedica al poeta negro norteamericano Langston Hugues.

Y así le canta al Cristo de negros y blancos:

Yo amo a los negros porque sufren

más que los blancos, mucho más,

porque los negros son más hondos

bajo el betún de su antifaz.

Yo amo a los negros porque sienten

más que los blancos soledad,

y entre los ojos tan silentes

llevan la furia de la sal.

………………………………………

Donde hay un negro ya no existe

la esclavitud ni va detrás

de su mirada un pobre perro

que ya no teme al capataz,

porque ese Cristo de los negros

le dio esperanza, inmensidad,

y Langston Hugues en el sepulcro

y Senghor en el Senegal,

saben que el Cristo blanco, el negro,

con su distinta identidad,

con sus dos razas diferentes,

con sus heridas y su faz

dilacerada y supurante,

son una misma humanidad.

Aquí es donde es preciso aproximar al Cristo negro de Pardo García con los Cristos agonizantes de Arenas Betancourt. Uno y otro artista saben que la angustia emana de ese símbolo estremecedor, y por eso en sus obras claman por el hallazgo de una fórmula divina que mitigue el desamparo humano.

Revista Manizales, N° 663, agosto de 1996

 

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Inquilino del páramo

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fallecida su madre, el niño es transportado con su hermana Beatriz, en el año 1906, a la propiedad rural que posee el juez en el páramo conocido con el nombre de El Verjón, en inmediaciones de Choachí. El padre se queda con Antonio, el hijo mayor; y la recién nacida, Julia, es confiada al cuidado de su abuela en Ibagué.

El páramo es la negación de la vida. Allí la natu­raleza es huraña y rechaza al hombre. Todo permanece quieto, yermo, hostil hacia los seres humanos. La niebla que invade el paisaje y nunca cesa; y el silencio que se impone con densidades de miedo; y el miedo que cruje y se agiganta en cada amanecer y en cada anochecer, todo atenta contra el ser viviente. Al niño de cuatro años lo horripila, lo estremece y lo destruye.

Cuando Germán Pardo García abre los ojos al mun­do, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como un dragón que amenaza devorarlo. Durante toda la vida lo persigue la imagen siniestra. Nunca logra liberarse de ella. Hoy todavía se espanta con el recuerdo de ese ho­rizonte de nieblas y pavor. El pánico le ha quedado para siempre en el espíritu. El frío lo lleva en el corazón. «El huracán del páramo —dice— no ha cesado un instante de soplar sobre mí».

Algún día les cantará a los riscos, ya con amor de poeta —porque los poetas aman lo que más los maltra­ta—, esta plegaria:

Altos desnudos riscos, que desde la meseta

se ven como sedientos de ser y de ternura.

Bloques de esclavitud, cúpulas de amargura,

que la ventisca en sombras de adversidad agrieta.

Germán y Beatriz quedan confiados, en una casona solitaria y tenebrosa, a la nodriza que les ha conseguido el juez para tratar de sustituir a la madre. Su nombre: Lucía Acosta. Es un ser neurótico y descastado, sin la menor ternura maternal. Todo lo contrario de lo que necesitan las dos criaturas. La nodriza les narra terribles cuentos de almas en pena por las que hay que rezar, y que vagan por los montes en busca de compasión. Les habla de espíritus agonizantes, de vientos furiosos, de tempestades y toda clase de horrores.

Y los niños, que todavía no están para comprender nada, pero que son manejables por la histeria de la bruja, sienten terror. No saben rezar, porque nadie les enseñó plegarias, y en cambio de oraciones rezan su propio miedo. Vomitan la espesura de los relatos fantasmagóricos y de ahí en adelante ven duendes por todas partes.

Lucía Acosta: un monstruo. Tal vez es la solterona furiosa que no pudo engendrar sus propios hijos y llega a vengarse, en la subconciencia de su alma torturada, contra los hijos ajenos. Tiene tiempo y espacio para ver­ter su veneno. El viento del páramo, entre tanto, brama como perro nocturno y penetra en la alcoba de los pequeños, depositando en ventanas y rincones toda suerte de elementos espeluznantes: serpientes, escorpiones, alacranes, diablos, fantasmas, tinieblas, terror…

Germán huye de la nodriza y se refugia en una cue­va que ya tiene localizada. Prefiere convivir con los animales agazapados en el antro, y no con la bruja de la Noche de Walpurgis. Desde allí escucha los alaridos del huracán y ve pasar las borrascas de la cordillera. El miedo crece en las profundidades de su desamparo, pero el niño toma fuerzas de donde no las tiene y reprime el desconcierto.

La melancolía se apodera de su espíritu. Germán se acostumbra, de ahí en adelante, a las sombras. Comentando esta faceta de su existencia, anota Otto Mo­rales Benítez: «El viento con su mágico pavor infundía al futuro hombre su soplo de soledad y de angustia».

En la vida de Germán Pardo García hay que saber hallar las claves que nacen de sus primeros años. Su secreto —como el secreto que lleva toda persona, y no siempre se investiga— reside en la vivencia del páramo. El páramo significa orfandad. Y la orfandad, soledad, abandono, miedo, neurosis, angustia, sombras… En el concepto de páramo caben infinidad de efectos pertur­badores. El Verjón es el mayor ingrediente de la obra de Pardo García. Es al mismo tiempo su maestro.

El páramo representa para él, siendo su mayor tor­tura, una sinfonía. Esta es la dedicatoria que hace del libro Apolo Pankrátor:

A Sergio Espinel, hijo dilecto de Choachí, el lugar que más he amado. Al sutil cono­cedor del enigma de los bosques, los ríos, las alondras y las brumas de los páramos. Al amigo de mi infancia, adolescencia, juventud, el verano, el invierno y el tra­monto, dedícole este libro que contiene mis éxtasis ante la naturaleza, mi asombro ante la vida y el dolor y mi perplejidad ante el espacio. En la fraternidad de los campos labrantíos de Colombia y de los seres humildes de la patria.

He sido, desde hace largos años, por atracción y por solidaridad espiritual, un enamorado de la personalidad de Germán Pardo García. Me seducen su tragedia y su densidad humana. En pocas personas de las que he tra­tado he encontrado signos tan bien conjugados de lucha, de reto, de coraje, de categoría. Categoría en cualquier dirección a donde se mire. Me fascina el páramo como signo de grandeza.

Germán Pardo García heredó del páramo cosas ma­jestuosas. Derrotó el desamparo y escribió una epopeya. Siempre me he sentido intrigado por el claroscuro que envuelve la silueta del maestro. Escribiendo este libro, sé que ese perfil plasmado entre luces y sombras, que él ha buscado para sus retratos, es la viva imagen de El Verjón. En el páramo, denso en penumbras, también alumbra el sol. La sombra va pegada a la personalidad del poeta.

La sombra —declara— es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la cer­tidumbre de que todo el universo es sombra, y esa som­bra formidable me envolvió por completo, no como una entelequia, sino como un postulado físico.

La sombra seduce a los poetas. José Asunción Silva —por quien Pardo García siente especial admiración, y cuyas vidas guardan paralelos de angustia— fue otro esclavo de la sombra. Su famoso Nocturno no es sino una larga procesión de sombras.

El niño mejora de la parálisis y sólo persisten algu­nos rezagos en las rodillas y en las articulaciones de los hombros. Es sometido, por recomendación de un curan­dero de la región, a baños con agua hirviente mezclados de azufre. Las aguas termales que se hallan a poca distancia le curan las neuralgias.

Más tarde dispone su padre el traslado a otra casa del mismo páramo, más cercana al pueblo. Desde allí se escucha el sonido de las campanas que doblan todos los días, a las ocho de la noche, por los fieles difuntos. Este eco de ultratumba penetra en el alma del niño como un retumbar de los infiernos. La nodriza no cesa en sus cuentos macabros, matizados cada vez con peores in­gredientes luciferinos. Por la mente infantil corren, en estas negras noches de espanto, imágenes de cadáveres, de fuego, de fantasmas.

En Presencia de la muerte, poema publicado en 1938, Pardo García recordará ese ambiente tétrico:

Siempre hablo de la muerte con inmensa ternura.

Su nombre lo he escuchado sin pavor desde niño,

cuando en la antigua casa familiar, escondida

bajo una soledad de cedros y de pinos,

alguien decía, en medio del estupor nocturno:

«La sombra de la muerte pasó por el cortijo».

En 1910, el juez contrae matrimonio con Ester Piñeros Encinales. El niño es llevado a la capital, en donde su madrastra lo matricula en una escuelita privada, y allí aprende a leer y a escribir. Luego cursa estudios pri­marios en el colegio de los Hermanos Maristas. En 1912 vuelve otra vez a la casona del páramo, en compañía de su madrastra, ya que el juez, dedicado a las cuestiones jurídicas, considera que es preferible mantenerlos en aquel lugar y no a su lado.

Surge aquí otro capítulo trágico en el desierto sen­timental del pequeño. La madrastra es irascible y no quiere a los niños. Al igual que la nodriza, es una neu­rótica, una fanática religiosa que se inventa historias de muertos y de espíritus en pena y las narra con sadismo para que los hijastros sientan temor de Dios. La esposa de Satán resulta más sanguinaria que la bruja de la No­che de Walpurgis.

El niño, que se rebela ante tanta tortura, busca otra cueva y allí se esconde por espacio de quince días. Lo acompaña un perrito fiel. En la espesura de su escondite se alimenta de leche, mazorcas y frutos que recoge en los alrededores. Allí aprende, además, las reglas del si­gilo que lo acompañarán en la edad adulta. Mira hacia su mundo interior y descubre que éste es su mejor, su único amigo.

La inmensidad del páramo, que lo ha afligido en los días iniciales, ahora lo alberga contra la inclemencia de la nueva fiera. Ester Piñeros Encinales se ha empon­zoñado en él con tanta sevicia, que su nombre, rodando la vida, se vuelve sinónimo del peor instinto humano. Ambas, Lucía y Ester, son personificaciones palpitantes del averno.

Huyendo de los monstruos que le asigna su padre como guías del afecto, los panoramas desolados de la montaña se le han ido alma adentro y le han destrozado las primeras emociones. En vez de ternura recibe cruel­dad. En lugar de juguetes le entregan las arideces de la naturaleza. Imposible entender semejante sartal de erro­res, ni comprender cómo el padre, un ser instruido, es capaz de tamañas atrocidades.

Los gritos de la cordillera han sido, siempre, la sin­fonía interior del poeta. Pardo García ha sabido sacar del desastre resonancias cósmicas. Y ése es su mérito: transformar las estridencias en música. Trocar la ca­tástrofe en poesía.

El indio Eusebio Ceferino encuentra el escondite del niño, el cual, al oponer resistencia, es atado de pies y manos y conducido a la presencia de su padre, que ordena que le rapen la cabeza, lo desnuden y lo aten al barril colmado de agua hirviente. Ofuscado e impo­tente, como bestia lista para el sacrificio, el pequeño patalea, grita, trata de escapar del suplicio. Y mientras más lo intenta, mayores actos de fuerza le aplican.

De pronto salta del barril y emprende veloz carrera a campo traviesa, sin dar a sus verdugos tiempo para que lo alcancen. Cuando éstos reaccionan, el niño ya se les ha perdido de vista y pasa por las calles del pueblo como una visión indefinible. Va sin ropa y desencajado, y esto quizá lleva a alguna beata asustadiza a echarse tres cruces y volar al templo, creyendo que ha visto un diablillo escapado de los infiernos.

Germán, que en realidad se ha salvado del infierno de su madrastra, se dirige como una gacela a las orillas del río que pasa a poca distancia, lugar que lo atrae como tierra de protección, ya que allí mora la viejita Polonia, rústica habitante de aquellas laderas que lo ha consentido con mimos y naranjas. Hubiera sido su abuela ideal, pero la vida no le ha concedido tales placeres. Se presenta ante ella desnudo y aterido, como un perro desastrado, y la buena anciana lo viste con sus afectos.

Los vecinos del poblado interrumpen la escena bu­cólica, digna de un Siqueiros para su mensaje de la Madre campesina, y dan captura al fugitivo, a quien entregan al magistrado que viene a caballo detrás de ellos. Y éste —cosa insólita—, en lugar de castigarlo lo besa y lo sube a la grupa de su potro. Se pone furioso, en cambio, contra la madrastra por el maltrato que le ha infligido al párvulo.

El ambiente con la madre postiza se torna cada vez más hostil. Ella prefiere ignorar al pequeño díscolo —que así lo califica— y deja de hablarle. Germán hu­ye de nuevo de la casa en busca de unos campesinos bondadosos en quienes encuentra hospitalidad y cariño. De esa convivencia nace su amor por los humildes, muy acentuado en su poesía. Los campesinos hacen parte de su esencia sentimental. Prueba de ello es el poema que escribe hacia 1915, cuando apenas cuenta 13 años de edad —uno de los primeros de su producción poéti­ca—, en el que llora la muerte de uno de sus amigos del campo que más amaba, y que así comienza:

Detén el paso, caminante,

y sin dolor en el semblante

mira esta tumba silenciosa.

Sobre este túmulo no hay yedra

ni mármol ni una blanca piedra

que diga: aquí reposa.

Fue un labrador. Con el arado

rasgó la entraña en donde encierra

el mundo todo su vigor. Loado

él, porque supo laborar la tierra.

Y mucho tiempo después —en 1971—, acordán­dose de sus primeros años, que le impregnaron el alma de humildad, exclama:

Yo soy la gota de agua de la izquierda;

la que cayó sobre terreno pobre.

Demos por terminado este impresionante cuadro de desamparos de donde el poeta ha extraído la mayor gota de dolor de su existencia, y sepultemos en buena tierra a las dos tutoras sicópatas, para que sea él mismo quien nos pinte, a los 86 años de su existencia —en carta di­rigida al autor de estas líneas—, el estado de su alma lacerada:

Física y espiritualmente estoy temblando desnudo, como las ramitas de los desolados páramos de Colombia. A veces pienso que mi infancia, transcurrida en esas zonas deshabitadas y congeladas que nuestra patria tiene, es la causa remota de mi dolor, junto con mi hermandad esquiva, mi desamparo des­de los 3 años, porque no conocí a mi bellísima madre, muerta a los 22 años, en 1905.

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, julio de 1995

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Un encuentro memorable

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

2 de agosto de 1988, martes.

Un viaje acariciado con Astrid, mi esposa, tiene al fin cumplimiento en esta limpia mañana bogotana en que nos aprestamos a abordar el vuelo de Varig que ha de conducirnos al país azteca. En la instalación aérea de Bogotá todo es efervescencia. La vida de los aeropuertos es común en todas partes: movimientos presurosos de personas que llegan y salen, filas impacientes ante los despachos de pasajes, nerviosismo y ansiedad, adioses y despedidas. Uno de los lugares en donde más se agitan las emociones humanas, unas veces con reflejos de an­siedad y otras al impulso de los encuentros alborozados, es en los aeropuertos. En ellos hay misterio y suspenso, tristeza y felicidad, cercanía y distancia. Se unen allí, en extraña simbiosis, dos extremos de la existencia humana: el principio y el fin.

Ya situados en el confortable aparato de la empresa brasileña, y listos para la partida, escuchamos en varios idiomas la melodiosa voz femenina que nos da el reci­bimiento a bordo y anuncia una travesía de cuatro horas. El mensaje de las azafatas, imprescindible en estos as­censos del hombre a las temibles alturas, es el mayor sedante, por su tono y serenidad, para despegar de la tierra y chocar con las nubes. Consultamos el reloj mien tras el avión corre veloz por la pista: nueve de la maña­na. La hora exacta que figura en el pasaje. Ya teníamos noticia de la puntualidad inglesa de la compañía bra­sileña y por eso buscamos a Varig.

Buen augurio para un viaje de placer —como el que emprendemos para celebrar los 25 años de casados— éste de salir con exactitud y sin contratiempos por los aires de América. Hemos escogido a Méjico como sitio ideal para el turismo y la contemplación cultural. Mé­jico me ha atraído siempre por su historia, su cultura y sus bellezas naturales. Hoy viajo con mi esposa a descu­brir la tierra mítica de Juan Rulfo. Allí nos esperan, por otra parte, dos ansiados encuentros: uno con Laura Vic­toria, la voz lírica de mi pueblo nativo —Soatá—, y otro con Germán Pardo García, el poeta del cosmos.

Esto de poeta del cosmos, cuando el avión es pere­grino de los espacios infinitos y va contagiado de majes­tad, suena imponente. «Y me volví cósmico y soñé con la vida y la muerte en razón de ser astrofísico», señala el poeta en una de sus confesiones. Ahora recuerdo, en este encumbramiento por las regiones siderales, desde donde el mundo se ve borroso y lejano, que Adel López Gómez, escritor que conoció muy de cerca y admiró a Germán Pardo García, lo bautizó el «poeta de la briz­na y el cosmos». Exacta definición para quien como Par­do García plasmó en su obra, con sensibilidad artística, la trascendencia de la vida, desde la pequeñez hasta la inmensidad, y supo unir el átomo con la mole. Nadie sería grande y monumental y cósmico —como lo es Germán Pardo García— si no fuera al propio tiempo emotivo y humilde. Juntar la brizna con el cosmos re­presenta el acierto del hombre capaz de realizar un no­ble destino.

En su poema Sombras acústicas declara Pardo García:

Soy un vagabundo del espacio

y ansío escudriñar si mi espíritu repercute

en el centro de Dios.

Surge de pronto la sensación de hallarnos próximos a nuestro destino. La región más transparente, canta­da por el novelista Carlos Fuentes, está cercana al ha­llazgo. La inmensa capital de Méjico, que en otras épo­cas contaba con cielo claro y hoy se encuentra oculta por espeso manto de niebla, se resiste a aparecer ante nuestros ojos. Es necesario que el avión perfore la densa atmósfera contaminada, que pinta el cielo de gris melancólico, para que se descubra, en toda su magnitud, el imperio de la urbe.

Carlos Fuentes se refiere no sólo a la pureza de la atmósfera sino a la transparencia de la raza mejicana. Esa transparencia, a pesar del smog que atenta hoy contra la propia vida, es un distintivo del pueblo mejicano. Su capital, con veinte millones de ha­bitantes, es la más poblada del mundo. Y comienza a brotar como entre brumas, para luego revelarse en sus maravillosos contornos. Todo un espectáculo de ur­banismo, de belleza y suntuosidad.

Ciudad de Méjico se encuentra tan contaminada, que en los tejados de las casas mueren asfixiados los pajaritos; y mañana serán personas las que terminen con los pul­mones destrozados si no se controla el gigantismo letal de la urbe más colosal del planeta. Tal la marca agobiadora del progreso incomprensible. Estamos, en fin, sobrevolando la metrópoli asombrosa que relampaguea a distancia con su constelación de fosforescencias y vida. La metrópoli se nos mete en el cerebro y en el corazón, luminosa, succionante, estremecedora.

Escucho, rememorando su historia, el grito de las revoluciones que reclaman derechos e imponen libertad. Me llega el eco de las batallas donde el pueblo altivo escribió una de las mayores epopeyas de la raza, entre luchas, rebeliones y grandezas. Y no puedo disociar de esa cadena de combates y sacrificios la leyenda de Pedro Páramo, que recoge y simboliza uno de los capítulos mejor representados de la violencia universal. Es éste el país fabuloso que me ha crecido en la sangre como un torrente incontenible y que ahora fulgura en el aire y me infunde turbación y pasmo.

La ciudad se entrega como la amante frenética que desde siempre ha esperado, y se vuelve sensual con sus líneas hormigueantes que corren por avenidas vertigino­sas y por parajes recónditos. Es la ciudad-monstruo. La de las desmesuras y las pequeñeces entrelazadas, casta y pecadora a la vez. La de los amaneceres piadosos y las noches borrascosas. Centro de culturas milenarias y te­soros sorprendentes. Resplandece la urbe como un sen­dero de pedrerías fantásticas.

Cumplidos los trámites de inmigración, nos dispo­nemos a rescatar las maletas y tomar el taxi al hotel. Estamos en país extraño pero nos sentimos cómodos en él, tal vez por nuestra admiración por el territorio in­cógnito. El aeropuerto hierve de gente y afanes, y noso­tros, insignificantes transeúntes en medio de la multitud, nos protegemos en la mutua compañía. Nos dejamos arrastrar por la marejada humana y buscamos, más con la intención que con los ojos, la forma de sentirnos solos, como si esto fuera posible entre la muchedumbre de los aeropuertos.

Alguien se dirige a mí y menciona mi nombre. Es Aristomeno Porras, ciudadano colombiano residente ha­ce largos años en Méjico, a quien no conozco en persona. La grata sorpresa me abruma. Como estaba enterado de nuestro viaje, ha venido a recibirnos. Y nos dice que en otro ángulo del aeropuerto nos aguarda desde hace dos horas —por mala información sobre el vuelo— Ger­mán Pardo García. Me siento sobrecogido con la noticia. Me apena la cortesía de los dos amigos distantes, a quie­nes sólo he tratado por correspondencia, y me contraría la incomodidad que ha tenido que soportar el maestro, quien acaba de cumplir 86 años.

Y allí, en silenciosa espera, mientras el mundo circu­la rudo y hostil a su lado, divisamos al poeta. En entra­ñable abrazo le expresamos nuestra gratitud, a la vez que nuestro disgusto por el contratiempo.

–¡Bienvenidos a Méjico! –nos manifiesta con ges­to cordial, disimulando la fatiga.

–Maestro, es un privilegio estar con usted –le expreso con emoción.

Y él, sin palabras, deposita en manos de mi esposa una ollita de barro donde va sembrada una flor. Es la flor mejicana de la hospitalidad. Pero sobre todo es la flor poética de la solidaridad, que siempre retoñará en los corazones hermanos.

Es martes, y recuerdo el viejo proverbio: «En mar­tes, ni te cases ni te embarques». La sentencia no tiene sentido y resulta falsa como tantas otras inventadas por la imaginación popular. No sólo ha sido placentero el viaje de la pareja conyugal, sino que este martes da ini­cio al presente libro. Quedo embarcado en la gran aven­tura de descubrir el alma del inmenso poeta colombiano, gloria de la literatura universal, quien con una ollita de barro ha salido a presentarnos su célebre mensaje de «paz y esperanza» en medio del ambiente turbio de los aeropuertos. El barro representa la tierra, y con este co­nocimiento trataré de darle dimensión a la vida.

El cielo mejicano me ha sido propicio.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-VII-1995.

 

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Alma viajera

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Han corrido 25 años desde el día que escribí la primera línea sobre una ciudad. El descenso por el páramo de La Línea, invadida el alma con el inquieto encanto que producen las alturas y los abismos reunidos en un solo cuadro, en una sola emoción, me conmovió el espíritu. La sensación de inmensidad, y al mismo tiempo de pequeñez, que se experimenta en el punto más elevado de la cordillera, donde el viento sopla con furor y las nubes se estrellan inclementes contra la tierra, se quiebra más adelante y destruye el hechizo, cuando la arisca montaña se vuelve menos empinada y por consiguiente menos excitante.

De pronto irrumpió en una vuelta de la carretera, todavía luchando el viajero contra el vértigo de la bajada, un contorno de verdes tonalidades que le puso otro colorido al paisaje. Y otra temperatura al corazón. Más adelante apareció flotando en el panorama, como seductora silueta femenina, la ciudad presentida.

Era Armenia, iluminada y sugestiva, y clavada en la profundidad como el regazo amoroso de la cordillera. Ese contrate entre luz y sombra, entre cumbre y vacío, entre aridez y fecundidad –rasgos determinantes de la propia condición humana–, me ha llevado a lo largo del tiempo a establecer la perfecta simbiosis que existe entre el hombre y la naturaleza.

Al recoger hoy estas crónicas viajeras para formar un libro y cantar las ciudades y los pueblos de la patria, compruebo con asombro y regocijo que mis recorridos posteriores –unos laborales y otros de descanso, y todos de compenetración con el medio ambiente– cubren gran parte del territorio colombiano. He sido afortunado transeúnte de caminos. Esas andanzas, físicas y literarias, me abrieron la mente y el alma a la comprensión del hombre y al goce de la naturaleza.

Somos pueblos ambulantes

He de confesar que la vida de los pueblos, entendidos éstos como conglomerados humanos –sin considerar su importancia ni su extensión territorial–, me apasiona. Tanto la aldea más remota como la urbe más populosa, con sus pasiones y miserias, sus trabajos y esfuerzos, sus sueños y grandezas, me seducen. Todos los pueblos tienen cuerpo, historia, estilo propio, vida y espíritu. Somos pueblos ambulantes: los llevamos con nosotros mismos. Los paisajes que admiramos, y a veces destruimos, son nuestros mismos paisajes interiores.

Cuando se es capaz de descubrir la poesía del viaje, que la mayoría no logra encontrar, sabemos que viajar es un placer. Para eso se requiere el deseo de explorar y aprender, de captar lo peculiar y entender lo profundo que hay en todas partes. No es necesario abarcarlo todo ni detenerse en todos los pregones municipales, los que muchas veces, en lugar de enriquecer el conocimiento, distorsionan la realidad. Un solo ángulo, una particularidad, un matiz, percibidos con fidelidad, suelen ser superiores a grandes discursos para interpretar el carácter de los pueblos.

Viajar por viajar no tiene sentido. Disminuye el bolsillo, agota las energías y apaga el entusiasmo. No aporta ninguna experiencia vital, que es el mayor tesoro que debemos buscar en cualquier territorio. Con higiene artística es posible el hallazgo gozoso de emociones y alegrías, de personajes típicos y grandes filosofías pueblerinas a través de las cosas simples, incluso en los sitios que suponíamos menos trascendentes.

Dice Hermann Hesse: “La naturaleza es hermosa en todas partes o no lo es en ninguna”. Y agrega: “Se puede aprender del pintor o del poeta, pero también del campesino y del guarda forestal. Y en cada ser humano, por unilateral que sea su formación, dormita una olvidada fraternidad con el sol y la tierra”.

El ocio de los caminos

Para ejercer el romanticismo de los viajes –una cualidad no tanto de los enamorados cuanto de los espíritus sensibles– hay que dejar que el alma vague sin rumbo fijo en búsqueda de sorpresas, de pequeños detalles enriquecedores, y luego vuele por los paisajes como una avecilla de los montes, que es minúscula dentro de las desmesuras del mundo, pero sabe ser feliz. Hay que escaparnos a campos y veredas y aldeas ignotas, a buscar las fuentes de la vida y los misterios del mundo, provistos sólo de inquieta ansia sensual y de la lente elemental del artista.

El método de la contemplación, del diálogo interior, del ocio de los caminos, cuando sabe practicarse, eleva el espíritu y dignifica la existencia. Esto nos evita ser rastreros.

Cuando viajo por Colombia o por otros países, en mi maleta no puede faltar la libreta de apuntes. Me gusta mirar, preguntar, indagar. Y sobre todo, observar. El chofer de taxi, el vendedor de dulces, el lustrador de calzado, la humilde aseadora del hotel, en quienes reside la filosofía popular, han sido siempre mis mejores informantes. El clima de las poblaciones lo he medido a través de estos menudos personajes de la vida corriente.

Ellos son los autores de la mayoría de estas páginas. Además, en varios casos figuran como protagonistas reales de episodios memorables para mí, que yo quisiera que también lo fueran para el lector. Son moldes sociales que vale la pena exaltar.

El alma de Colombia

Estas crónicas, escritas algunas con leves dosis de humor y en tono coloquial y juguetón, persiguen una finalidad precisa: retratar a Colombia. No son pesados cuadros de costumbres ni profundos ensayos de sociología. Pinceladas, apenas, sobre el alma de la patria, con algunos rasgos humanos –en el dolor y el alborozo– de ese sinfín de personajes y sucesos que giran en torno nuestro y no siempre sabemos captarlos.

Si no soy un pintor afortunado, aspiro por lo menos a dejar constancia de mi ánimo indagador. No deseo, además, que mi pretensión vagabunda sea recriminada con las palabras de Fernando González en su libro Viaje a pie: “El hombre es un animal que suda, que digiere, que elimina toxinas, que desea la mujer ajena y todo lo ajeno, y que apenas por instantes piensa”.

Estos trabajos ocasionales, publicados casi todos en El Espectador como colaboraciones literarias, adquieren otra dimensión cuando se ponen en fila para encadenar una idea. Sin ser del todo necesario, les he dado algún orden para que mi viaje por Colombia no resulte tan emborronado como mi libreta de apuntes.

Comienzo el recorrido por las comarcas más pegadas al afecto: Boyacá, que me dio la sangre y me modeló el alma; y el Quindío, que a partir de aquel descenso por su cordillera soberana me brindó cariño y me acogió como hijo adoptivo.

Fue preciso, y lo lamento, para no hacer tediosa esta lectura que de todas maneras muchos abandonarán por insulsa, sacrificar otros escritos no menos entusiastas dentro de mi vocación andariega. Lo importante para el autor es saber que su misión de retratista de paisajes, de hombres y de estados del alma la ha desempeñado con amor. Amor por la humanidad y por el oficio de escribir. Acaso así se gane las indulgencias de los lectores benevolentes.

La Crónica del Quindío, Armenia, 14-I-1996.

* * *

Explicación necesaria:

Como habrá podido notar el lector de estas líneas, en ellas se anuncia la publicación de un libro. Así es. Pero el libro no se publicó. Un día me puso a correr el rector de la Universidad del Quindío, Henry Valencia Naranjo, al apremiarme con la oferta de un libro que deseaba publicarme en breve tiempo, sin que yo se lo hubiera pedido. Armé una obra de crónicas viajeras, sacadas de mis correrías por la geografía colombiana. Pasado el tiempo, noté que el rector (que había sido político) echaba al olvido su palabra. La vida de los libros está marcada por esta clase de percances. Ser escritor es un honor que cuesta. Cuando me convencí de la realidad, opté por echarle tierra al asunto. Sin amargura. El libro no se publicó, pero se rescatan las palabras de introducción escritas para aquella ocasión. Y también las crónicas viajeras, que quedan a salvo en este recinto seguro de la página web. GPE

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También se cae Colombia

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La caída de puentes es una radiografía del país: Colombia está caí­da. Viene en lento derrumbe desde hace mucho tiempo y sólo ahora, cuando se desplo­ma un puente por semana, se aprecia mejor la obsolescencia nacional. Todo anda herrum­broso, carcomido por el come­jén, obsoleto. Este comején material y moral arruina los cimientos de los puentes y los cimientos de la patria.

Nuestros dirigentes piensan con sentido caduco, con afán de momento, por el término de un período, y por eso las obras no se proyectan hacia el futuro. No se les pone cemento con­sistente. No se supervisan. Se fingen severas interventorías y se pagan magní­ficos honorarios. Por no hacer nada. Por firmar actas.

Todos en Bogotá nos queja­mos del puente de la 92. Puente que se hizo a la carrera, sin técnica, contra viento y marea. Para colorear una imagen. Este mamotreto, una y otra vez, ha estado a punto de desintegrarse, como castillo de nai­pes, y producir una tragedia incalculable. Cuando la ame­naza es inminente y antes de que se pulverice como tantos otros puentes en el país, los sabios –siempre los sabios– corren, le toman el pulso, le hacen sacar la lengua, lo inyectan, lanzan otro veredicto sensacional, le ponen muletas, lo inmovilizan por unos días, crean otro caos vehicular de infarto, le gastan otra millonada al moribundo…

¿Cuánto se ha gastado en reparaciones de este puente, que parece maldito? Con ellas, ya se habría erigido otro puente, no tan enclenque. Ejemplos como éste se multiplican en el país como prueba de incapacidad, de tor­peza administrativa. Los im­puestos, en lugar de hacer florecer verdaderas obras de pro­greso, se malgastan en par­ches, en remiendos, en rectificaciones inútiles, en serruchos, en despilfarros y, desde luego, en puentes de cartón. Nadie va a la cárcel por robarse el presupuesto. Los juicios de responsabilidades terminan en lo de siempre: en nada.

En Boyacá, una vía básica para salvar la riqueza de grandes regiones inexplotadas lleva cien años construyéndose. Si no hubiera sido por el presidente Rafael Reyes –que sí sabía de obras públicas, y la llevó hasta Santa Rosa de Viterbo–, Soatá (mi patria chica) todavía estaría en el limbo. A la vía pavimentada le faltaban, hace cuatro años, 17 kilómetros para llegar a mi pueblo. Dos años después, le faltaban 15. Regreso ahora, con motivo de los 450 años de la población, y le faltan 13.

¿Alguna vez habrán ido por aquellas sufridas latitudes el ministro de Transporte, Juan Gómez Martínez, y el director de Invías, Guillermo Gaviria Co­rrea, dos personajes de pura cepa antioqueña a quienes no los tumban los puentes? Esta es Colombia, Sancho. País desvertebrado. Tierra do­minada por mafias y caciques, sin rumbos de grandeza. Este es el Gobierno, Sancho. Te­rritorio infiltrado por el narco­tráfico y bailando en la cuerda floja, e incapaz de levantarse.

A Colombia le entró el gorgojo. Está casi paralizada por la rui­na de las vías y, sobre todo, por la ruina moral. Aquí están las peores vías del mundo. A los gobernantes se les fueron las luces. El deterioro del patrimo­nio público es inocultable. Los puentes se caen y sube la ca­restía. Más tarde, a la vuelta de la esquina, aparecerán nuevos impuestos. El tabaco de Perry y las artes de trapecista de Mockus enrarecen el ambiente. Se fuga un criminal y todo el país se va detrás a perseguirlo. Mientras tanto, se deja de hacer gobierno. Colombia está caída, Sancho. Nos llevó el diablo. Nos entró la roya.

El Espectador, Bogotá, 2-II-1996.