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Archivo para miércoles, 11 de enero de 2012

La Piloto, biblioteca admirable

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gloria Inés Palomino Londoño, di­rectora de la Biblioteca Pública Piloto se Medellín, se ha convertido en pieza fundamental del organismo. En tal forma se encuentra vinculado su nombre al centro cultural, que no es fácil pensar en él sin asociar la presencia dinámica de quien lucha por su progreso desde hace largos años y ade­más lo hace de manera discreta, pero con plausibles resultados. Es la fabricante silenciosa de uno de los logros más elocuentes de la cultura na­cional.

Hace cinco años quedé maravilla­do con esta obra monumental. Conforme su directora me enseñaba la sede principal, en medio de 140.000 libros que conforman su patrimonio más preciado –fuera del impresionante acopio de periódicos, mapas y obras de arte–, aparecía ante mis ojos el pa­norama de la Medellín vilipendiada entonces por los narcotraficantes.

En las comunas se levantaban bi­bliotecas satélites colmadas de espe­ranzas para los habitantes de esos barrios marginados. Dos vagones detenidos en el barrio Florencia se man­tenían llenos de pequeños lectores que habían hecho del libro su alimento cotidiano.

Lo que más me llamó la aten­ción fue el caso de la biblioteca fun­dada en Moravia, uno de los barrios más pobres y erigido sobre anti­guo basurero público. Los adolescen­tes de aquella triste ladera se dedica­ban en sus horas libres a buscar cha­tarra por toda la ciudad, que luego vendían para adquirir nuevos libros para su propia biblioteca. Las cajas viajeras, que sólo existen en Antioquia, recorrían los más apartados munici­pios del antiguo Caldas, con su carga de lecturas infantiles y erudición para todas las edades, como fórmula maestra para culturizar al pueblo.

Hablo en pasado, porque eso fue lo que vi entonces. Hoy, la actividad y sus resultados son mucho más sorpren­dentes. El acervo de libros crece to­dos los días, los programas culturales se multiplican, el pueblo recibe supe­riores beneficios.

La Sala Antioquia, fundada hace diez años con 1.500 libros, tendrá diez veces más esa cifra. Allí se recoge la obra de los escritores paisas, y es importante destacar el hecho de que han ingresado libros novedosos de muy difícil consecución, verdaderos incunables de la cultura paisa. ­

Dentro de este empeño fue adquirida la biblioteca de Adel López Gómez, con sus archivos y co­rrespondencia. Y se publicó, en justo homenaje a su me­moria, su novela inédita Allá en el golfo, escrita en el año 1948 como consecuencia de su ra­dicación en 1939 en las sel­vas de Urabá.

Poco es el dine­ro que se dedica en Colombia para fomentar la vida del libro y apoyar a sus autores. La cultura es la pobre cenicienta de los gobiernos. En contravía de la inercia oficial, esta mu­jer valerosa que se llama Gloria Inés Palomino busca recursos donde no los hay. Contra viento y marea sostiene en sus predios el departamento edi­torial, dependencia osa­da y utópica –en un país tan carente de patrones culturales– que se da el lujo de poner en circulación títulos continuos como constancia de que la cultura no ha muerto.

La Crónica del Quindío, Armenia, 7-VIII-1995.

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La nave que no naufragó

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los Cano de la hora presente –es decir, los que comandaron el bar­co en la mayor tempestad que haya resistido periódico alguno en Colombia– no pueden sentirse derrotados por la transacción comercial a que tuvieron que  acceder para evitar el naufragio. No había otra alternativa: o se vendía la mayor parte del capital a una empresa poderosa, o se clausuraba el periódico.

Los nuevos socios han ofrecido respetar los severos códigos morales e intelectuales y la independencia sostenida du­rante 110 años y por primera vez el perió­dico deja de ser un diario de familia.

No fue eso lo que soñó el fundador de El Espectador, don Fidel Cano, que en 1887 hizo surgir de la nada una elemental imprenta de provincia, y que en los años siguientes tuvo que sufrir cárceles y per­secuciones por defender sus ideas. Ni fue eso lo que soñaron don Luis, don Gabriel y don Guillermo Cano –este último in­molado al pie del cañón–, los intrépidos capitanes que en los tiempos sucesivos li­braron valerosos combates, cada cual en su hora, animados por los mis­mos principios que habían inspirado al fundador.

Pero los tiempos cambian. Lo que era una moderada empresa de familia, sin ambiciones ni pretensiones excedidas, que dejaba razonables rendimientos y permitía combatir la sinrazón y el atro­pello, al paso de los días fue deteriorando sus cifras, como consecuencia de los enfrentamientos con los poderosos, hasta llegar al colapso por todos conocido. Los últimos directores, Juan Guillermo y Fernando Cano, nunca periclitaron en esa lucha desproporcionada.

Ellos, junto con los otros Cano que comandan el periódico en la hora más aciaga de su existencia, son los campeo­nes finales de este periodismo de héroes. También lo es José Salgar, el periodista más veterano del país, y que por eso se conoce como maestro de periodistas, nom­brado director temporal durante el pe­ríodo de la transición, y que debe ser nombrado director titular para que se garantice la supervivencia ideológica de El Espectador.

Otro campeón, que acaba de entregar sus arreos de mosquetero –pero no sus lanzas y sus plumas– es Héctor Osuna, el incomparable carica­turista a la par que combativo columnista, que ha dado al traste con tanto reye­zuelo de la farándula política del país.

En fin, son campeones todos los que navegan y navegaron a bordo del diario por las aguas de un mar embravecido que atenta contra la libertad de expresión. La sociedad necesita de una crítica rigurosa, nítida, vehemente, libre, practicada con altura, como siempre la ha ejercido El Espectador. Yo no sé si el Grupo Bavaria lo permitirá. Parece que va a intentarlo. Hoy lo importante es sa­ber que el periódico no ha naufragado.

El Espectador, Bogotá, 6-XII-1997.
La Crónica del Quindío, 10-XII-1997.

 

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La máquina del poeta

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Tal vez a pocas personas interese saber que la máquina de escribir de Germán Pardo García, muerto en Méjico hace cuatro años, fue rescatada para el museo que lleva su nombre en la población de Choachí. Muchos ignorarán la noticia. Por fortuna, quedan lectores sensibles (la honrosa minoría selecta) que se preocupan por los sucesos de la cultura.

Cuando el espacio aéreo está fletado por los negocios florecientes de la droga, transportar de Méjico a Colombia un artefacto anticuado e inútil, que ya no escribe poesía, suena a quijotada. Sin embargo, es un hecho destacable. Quienes amamos los símbolos del talento sabemos lo que representa esta herramienta de trabajo que forjó, entre tecleos silenciosos, una de las obras más valiosas de la literatura americana.

En mi viaje a Méjico, pocos años antes de su muerte, que­dé maravillado al descubrir en su sencillo  apartamento la parvedad de sus bie­nes materiales y la majestad de sus emblemas.

En un mueble, la bandera de Colombia. Y colgados en la pared, los retratos de Einstein, César y Jack Dempsey, a quienes él cali­ficó como «el hombre más grande que ha dado la huma­nidad en cuanto al pensa­miento», «el gigante de la ac­ción» y «el gigante de la fuer­za».

Me imaginaba al poeta ro­deado de un mar de libros, y solo hallé dos: un diccionario de griego y un ejemplar de Apolo Pankrátor, obra que re­coge su producción en 60 años de poesía (1915-1975). Cerca de estos libros reposaba su máquina de escribir como trofeo épico con la que había escrito miles de poemas y ha­bía ganado la batalla del espí­ritu.

La preciosa corresponden­cia que mantuvo Germán Par­do García con escritores co­lombianos y de diferentes paí­ses vio la luz en aquella im­prenta elemental, hoy silencia­da para siempre. Al desapa­recer el amo, la máquin, huérfana de afecto, se entu­meció como elemento iner­te.

Hoy se recupera gracias a la mediación del escritor co­lombiano Aristomeno Porras, resi­dente en Méjico, que me la remitió para entregarla a la Casa de la Cultura de Choachí. Quedará en la tierra donde el poeta del cosmos tomó el aliento para su poesía monu­mental. El alma del Pardo García vivirá en el páramo que templó su espíritu para el do­lor y la grandeza, y reposará en el utensilio alegó­rico de sus combates de escri­tor. Está máquina tiene algo de fantasmal por su conviven­cia con el ermitaño de Río Támesis.

El alcalde de Choachí, Héctor Darío Cruz, es el cla­vero de la reliquia. Al recibir­la, me manifiesta lo siguiente: «Expreso mis agradecimientos por la asignación de la máqui­na que perteneció al poeta Germán Pardo García, como también por su gentil dona­ción del libro Biografía de una angustia, elementos que en­traron a ser parte del patrimo­nio cultural del municipio y que darán a las próximas ge­neraciones la oportunidad de conocer estos valores”.

La Crónica del Quindío, Armenia, 13-VIII-1995.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, agosto de 1995.

 

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El libro de Richter

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Aunque ya tenía conocimiento so­bre el ciudadano alemán Leo­poldo Richter, que vivió largos años en Colombia y aquí obtuvo su renombre de científico y de artista, sólo vengo a conocerlo en toda su dimensión histórica por el libro que sobre él publica Villegas Editores. Richter penetró en nuestro país en el año de 1935, procedente de Brasil, adonde había viajado a raíz de los problemas políticos de su patria. Desde entonces residió en Colombia, donde murió en 1984, a los 88 años de edad.

De joven vivió largos años en la Selva Negra alemana, donde su madre había sido aislada, víctima de la tuberculosis, y allí nació su vocación por las ciencias naturales y el arte. Hasta 1932 se dedicó a la docencia en su país, y en el 39 se vinculó como investigador al Instituto de Cien­cias Naturales de la Universidad Nacional, donde permaneció por espacio de 23 años.

No era entomólogo con formación académica, pero su don empírico, que le estimuló su padre cuando en la Selva Negra lo invitó a pintar animales, lo convirtió en maestro de esa materia. En sus constantes viajes por las selvas colombianas se dedicó a observar la naturaleza, coleccionar insectos y tomar muchos apuntes, que a la larga le servirían para ampliar su mundo científico y artístico. Convivió con indígenas y negros y captó sus culturas.

Todo ese universo queda plasmado en sus bocetos, cerámicas, dibujos y pintu­ras, que le han valido, a lo largo de los años y por parte de notables autoridades, como Marta Traba y Walter Engel, va­liosos conceptos. Está considerado como una de las personalidades más brillantes en el arte colombiano durante la segunda parte del siglo XX. La primera exposi­ción de su obra plástica la realizó, con cierta timidez, en 1956. Poseía una hu­mildad innata que lo hacía subvalorar su propio mérito, cuando su talento era indudable.

Quienes lo conocieron de cerca y aportan sus juicios en el libro de Villegas Editores, hablan de un ser generoso, no­ble y desprendido; poseedor de una per­sonalidad subyugante; obsesionado por su trabajo; apasionado por la música clá­sica y gran lector; admirador de Nietzsche, Schopenhauer y Humboldt; en fin, un hombre extraordinario y un artista singular. Descubrió en el trópico colombiano numerosas especies de in­sectos, y este solo hecho, en el plano cien­tífico, le concede alta valía.

Benjamín Villegas, con estas realiza­ciones bibliográficas, demuestra que es un convencido de la trascen­dencia del arte y de la grandeza de la pa­tria. Richter, que nunca regresó a Alema­nia y siempre pregonó su identidad con nuestro país, es por eso mismo co­lombiano ilustre.

El Espectador, Bogotá, 8-I-1998

 

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Ana Frank en el camino

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por la ciudad de Ámsterdam, en viaje por varios países europeos, me acordé de Ana Frank, la niña prodigio que a la edad de 14 años había escrito uno de los testimonios más estremecedores so­bre las atrocidades cometidas por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial.

De tantas cosas importantes que hay que conocer en el itinerario por Europa, para mí era de primer or­den la visita a la casa donde Ana Frank escribió su diario clandestino, traducido a unos 60 idiomas y cuyas ventas superan los 20 millo­nes de ejemplares. Cuando la guía anunció que nos encontrábamos frente a la casa legendaria, en una calle sosegada que no hace presen­tir la dimensión del drama que allí se vivió hace medio siglo, el espíritu del viajero no pudo menos de sentir­se conmovido.

La sola idea de que en aquel refu­gio, en el llamado «Anexo Secreto», hubieran permanecido encerrados ocho judíos por más de dos años, mientras sobre su raza se desataba la más implacable persecución de Hitler, y una niña volcaba sus mie­dos y emociones en rústico cua­derno escolar, era seducto­ra para penetrar en este recinto de la historia.

Diríase que la furia del monstruo que arrasaba ciudades, tor­turaba a millones de judíos y luego los conducía a la muerte atroz no lograba penetrar las cuatro paredes de aquel encierro hermético, de donde brotaría, como una luz poderosa en medio de las tinieblas aquel legajo de hojas manuscritas por la niña precoz que ha sido, sin duda, una de las mayo­res cronistas de la crueldad huma­na.

De aquel lugar se sale sobrecogido y a uno se le antoja pensar en un suceso inverosímil, para el que no existe explicación va­ledera. Allí todo es fugaz e inasible –por más fijo que se halle en el cere­bro del mundo–, y  está penetrado de misterio. El amo de Alemania, que todo lo podía y todo lo aniquilaba, no fue capaz de destruir el fiel testi­monio de Ana Frank, tal vez el ma­yor enjuiciamiento sobre la brutali­dad del hombre en todos los tiem­pos.

Si aquel holocausto se compara con lo que acontece en tierra colombiana, donde la sangre de miles de vícti­mas se derrama en sordos episodios de ferocidad, vemos que la sevicia es la mayor aberración del hombre. Hitler no ha muerto. Lo tenemos vivo en la selva, en la ciudad, en las carreteras, en los ríos, dondequiera que exista un germen de vida, una mues­tra de civilización. Y sobre todo está vivo en la conciencia colectiva, alimentada de odios, de pasiones, de ansias destructoras.

Los trenes silenciosos que Hitler empujaba a Treblinka o Auschwitz son los mismos, en otro sentido, que recorren los campos de la guerrilla colombiana, con sus desfiles de ataúdes y sus cargas de mi­seria. Al pasar por la casa de Ana Frank escuché un grito lejano y des­garrador, como si saliera de las pro­pias entrañas de mi patria.

La Crónica del Quindío, Bogotá, 12-XII-1998.

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