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Amores de cocodrilo

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cayó hacia atrás, y mostró una mueca de dolor. El populacho, frenético, hacía resonar en sus oídos una algarabía infernal. Varias bombas estallaron a lo lejos. Los soldados corrían como ratas, atajando las multitudes que querían irse contra el Cadillac color gris, que avanzaba por la Avenida Girasol, frente al Palacio Tiburón, lentamente, reptando como una culebra.

Delante de él los esbirros del Gobierno, carabina en mano, con olfato de sabuesos, se abrían paso y llenaban de improperios a los que pretendían llegar hasta el automóvil ventrudo donde el presidente yacía sofocado, con la mirada vidriosa. La gorra le cayó de medio lado sobre la cara. Ahora no había tiempo para arreglar al presidente, a quien el pueblo llamaba Cocodrilo, o Coco, apodo perfecto.

Parecía un cocodrilo por su trompa alargada, sus garras impresionantes, su mirada feroz. El cuello potente sostenía la cabeza descomunal, de rostro inexpresivo y mirada fulminante. Sus ojillos sanguinolentos no siempre se veían en el semblante adusto. Se escondían detrás de las cejas pobladas, como fieras en acecho, reposadas pero instantáneas para el asalto. También lo llamaban Papá Cocodrilo por su dominio absoluto durante catorce años de dictadura. Era un monstruo, un asesino, un acaparador de riquezas. Sin embargo, el pueblo no lograba quitárselo de encima.

Por toda la zona tropical, plagada de dictadores, de reyezuelos tiránicos, de bestias y de cocodrilos, sobresalía la leyenda de este amo de superiores capacidades, que se sostenía a pesar de las reyertas, los atentados y las conspiraciones del exterior. Su gobierno, que provocaba polémicas en las políticas continentales, era un estorbo, pero se le toleraba porque permitía el establecimiento en su territorio de bases estratégicas e ideologías audaces que avanzaban poco a poco, a paso de cocodrilo, por la región tropical.

Papá Cocodrilo alcanzó a abrir un ojo, en forma maquinal, y continuó roncando con estertores lentos y vigorosos. Movió su manota velluda, en nuevo acto inconsciente. En el pecho robusto se veía la perforación de dos balas, por donde salía un torrente de glóbulos rojos que formaban cauce por la superficie peluda.

El animal de su sexo, puesto al descubierto en esta rápida exploración de zonas afectadas, era un miembro desgonzado e insignificante dentro de las miedosas proporciones del toro impetuoso. Ese apéndice, elemento de placer y atropello, hubiera podido arrancarse de un tajo y exhibirse al populacho como un despojo de la guerra, si los guardias, cada vez más enfurecidos, no impidieran el acceso al automóvil y no se hubieran convertido en protectores de aquella marcha entre fúnebre y victoriosa.

El amo había sido alcanzado por las balas, pero todavía respiraba. Era una respiración que aún mantenía el imperio del brujo: una especie de dios y de diablo. Su caja torácica parecía un depósito de vientos huracanados que ni siquiera disminuían su fuerza después de los cinco agujeros abiertos en todo el cuerpo.

Un negro, tan negro y corpulento como él, y envenenado contra él por haber abusado de su mujer y sus dos hijas, se vino con ímpetu y arremetió contra la guardia. Alcanzó a desarmar a uno de los esbirros y encañonó con el fusil a los otros, pero una descarga de metralleta lo fulminó contra el capó. Después las llantas pasaron encima del cuerpo, en movimientos repetidos, como constancia contundente para la multitud de que el jefe supremo, contra el que era imposible atentar, podía repeler cualquier asonada. Coco estaba protegido por fuerzas misteriosas. Su imagen se agigantaba con las leyendas sobre sus hechicerías y su alianza con espíritus y poderes sobrenaturales.

Había surgido del propio pueblo como líder de barriada para imponer su larga dictadura. Primero con discreción y luego con influjo cada vez más reconocido, encarnaba una figura que no por grotesca dejaba de ser magnética. Al principio se le empujó a ganar posiciones, creyéndolo una esperanza para el país. Surgía un líder extraído de la entraña del pueblo para acabar con el despotismo reinante, que se mostraba interminable. Así Coco se hizo gran jefe, hasta terminar como tirano. El pueblo no tenía por qué saber que caía una dictadura intolerable para iniciarse otra todavía más sanguinaria.

Se embriagó con el poder y la gloria. De allí al abuso solo había un paso. Comenzó expropiando tierras. Luego se apoderó de cosechas y ganados, de industrias y bancos. Explotaba a los negros y violaba a sus mujeres. La nación era su gran hacienda, y ni siquiera sus conmilitones podían retener ninguna propiedad, porque pronto la perdían en garras del brujo todopoderoso que no se dejaba dar golpes de Estado, ni permitía la menor indisciplina, ni toleraba la competencia. Sus armas vengaban cualquier brote, cualquier apetito indebido.

Era hombre frío, como fabricado de mármol. Nunca reía y nunca perdonaba. Sentado en su despacho, hasta donde se llegaba por hileras de súbditos armados hasta los dientes, parecía un dios, acaso la misma personificación del fuego o del infierno. Figuras repugnantes de búhos, lagartijas, calaveras, reptiles… presidían su recinto, su sancta sanctórum, trono majestuoso del poder y la gloria, desde donde manejaba a punta de bayoneta y con ímpetu luciferino el país de pobres brutos que no había acertado a crear otro líder.

Lo haría él, se dijo con furor. No era posible tanta atrocidad. Negro como Papá Cocodrilo, un día su amigo y ministro de confianza, y luego caído en desgracia, se vengaría. ¡Se vengaría, se vengaría…! El eco del odio acumulado taladraba sus entrañas y lo incitaba a volverse asesino. Había que salvar al pueblo, vengar a los esclavos, volver por las mujeres deshonradas, esas indefensas mujeres –sus esposas y sus hijas– a quienes Coco sometía a terribles orgías en su harén de negrerías inconfesables.

Lo haría él, negro como el amo, pero con el alma limpia. Caviló durante noches enteras. Le ardía el corazón y se le rebelaba la sangre. Tenía que ser él, con sus propias manos. No era para menos, si el brujo le había arrebatado a su mujer y la había hecho su amante. Mejor: su esclava.

Coco la tomó con sus manazas lujuriosas y se la pasó al marido por los ojos, incapaz éste de hacer nada, dominado como se encontraba por dos centinelas. La hizo desfilar varias veces, mientras la desnudaba. El acto lo realizaba con saña y sadismo, prenda a prenda, para cumplir mejor su propósito de venganza y pasión. Al final la contempló desnuda y se relamió de placer. Ella lloró con sofocos entrecortados y al marido se le desenfrenó la furia. Uno de los matones le descargó un culatazo cuando éste pretendió levantarse de la silla. Luego Coco se vino encima de su rival, como poseído por sus serpientes y sus diablos, y le escupió la cara. Le dijo que de él nadie se burlaba.

El marido presenció la escena horrorosa. Escuchó, petrificado, el grito de terror de su mujer, y luego la risa convulsiva de la bestia. Era la primera risa que le escuchaba, y para siempre se quedó taladrándole los oídos. Era como el rescoldo de su propia ira. ¡Se vengaría, se vengaría…! El pueblo entero buscaba hacerlo a través de él.

Cuando lo vio aparecer en la Avenida Girasol, frente al Palacio Tiburón, sintió gusto. Coco, rodeado de lacayos, recibía los vivas forzados del pueblo. El vengador tomó una posición estratégica. Desde allí lo dominaba a la perfección con la mira telescópica. Su destino de asesino era ya irremediable. Repercutía en sus entrañas aquella risa convulsiva del bruto, que se ampliaba en sus entrañas como risotada de los infiernos. Veía a su esposa forcejeando contra los desmanes lascivos de la bestia. Todo esto lo degradaba, lo escarnecía, le desgarraba el sentimiento.

Ni un temblor, ni la más mínima indecisión. Lo puso en la mira. Lo repasó con rigurosa atención, palmo a palmo, para mejor devorarlo, en la misma forma como el monstruo se había complacido con el cuerpo de la mujer, prenda a prenda. Luego lo llevó al centro de la cruz, como marcándolo con sevicia para el sacrificio, y disparó tranquilo, con gozo infinito, tiro a tiro, hasta que se borró el fantasma.

Coco se dobló con gesto de dolor. Dos veces se estremeció e intentó levantarse. Pensaba que todo lo podía, hasta darle órdenes a la muerte. Pero sus fuerzas estaban doblegadas. El pueblo se arremolinaba alrededor del vehículo, con ímpetus vengadores, mientras los esbirros luchaban por proteger la vida del amo.

Cuando el negro despertó en el hospital, supo que el déspota había muerto. Se lo imaginó con la gorra de medio lado, incapaz de hacer nada, como había caído en el Cadillac. De nuevo sintió regocijo. Hasta escuchó sus estertores desesperados y su último aliento de fiera destruida.

Había desaparecido Papá Cocodrilo para siempre. Estaba vencida la ignominia. La venganza del negro quedaba cumplida hasta la saciedad. Se sintió tranquilo y deseoso de presenciar la alegría de los suyos –de las personas de su sangre y del pueblo entero– por el final de la época tenebrosa. El país, el pequeño país tropical que hacía germinar las dictaduras con misteriosos fermentos, podía respirar de nuevo.

De pronto irrumpió en la pieza del hospital un séquito afanoso y solemne. Ante sus ojos volvió a aparecer el pelotón de esbirros. Entraron en confusión y rodearon la cama. Supuso que lo iban a proclamar héroe de una epopeya, para tributarle allí mismo el tributo de las masas. El negro se incorporó en su lecho, aún somnoliento y sin la completa noción del mundo externo que con ecos confusos llegaba a sus oídos desde las calles tumultuosas. Escuchaba tambores lejanos que movían el ritmo de melodías negras, adormecidas en su sangre africana, y acaso llegó a pensar que lo cargarían hasta la plaza para mostrarlo al pueblo como un trofeo de la guerra por la libertad.

Cambió de opinión cuando vio aproximarse, paso a paso, al propio Papá Cocodrilo, con su trompa alargada, sus garras monstruosas, su mirada feroz, su figura de bestia apocalíptica. Sus ojos despedían chorros incendiarios. Y se le antojó que los colmillos se le habían alargado y la ira se le retorcía en las vísceras. Volvía a encontrarse con la misma calaña que él había abatido entre descargas mortales, y que sin embargo seguía viva. ¿Qué había sucedido? Que los monstruos nunca mueren. Se les pueden disparar todas las ráfagas de las guerras, y apenas les producen rasguños. Siempre sobreviven. Quizá el negro estaba soñando, o se tropezaba de nuevo con el fantasma, más allá de la muerte. Pero estaba vivo. Ambos estaban vivos.

La sangre se le congeló cuando el monstruo, levantando la metralleta, se dispuso a la ejecución. El arma se mantuvo en el aire, hablando el lenguaje de la atrocidad. Así se sostenía un imperio, entre el escalofrío del miedo. Antes de disparar y matar, era preciso que la víctima conociera el pánico. La retina de Papá Cocodrilo llevó a su víctima al punto más recóndito del furor y la represalia. El negro sintió que esa mirada de escorpión era su mayor suplicio. Luego centellearon los ojos iracundos del matón. Y alcanzó a percibir el gesto fulminante que disponía su muerte. Ni siquiera tuvo tiempo de moverse. Quedó quieto en la cama, destrozado por un arma que no se había hecho para perdonar.

Nené Cocodrilo, que comenzó llamándose Coquito, tomaba en esa forma el poder. El negro, que en medio de su desconcierto había confundido a su asesino, no alcanzó a distinguir el nacimiento de la nueva era, que cumple ya catorce años de dominio absoluto. El mismo período alcanzado por Papá Cocodrilo, que su heredero se propone superar como una constancia de fortaleza histórica.

(Del libro Humo, 2000).

 

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