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Glóbulos rojos

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El niño miraba con ojos dilatados el movimiento de personas en la sala del hospital. Muy cerca, su madre lo animaba a ser valiente.

–Ya pronto nos llegará el turno –lo consoló.

El niño se tocó el estómago y se quejó. Se veía demacrado. Otro niño, a su lado, con signos de vitalidad, parecía burlarse de él mientras movía figuras en su tablero de entretención. Jairo se sentía morir. El estómago le crujía como si llevara en sus cavernas extraños cocimientos. Desde días atrás la diarrea era inclemente. La sensación de vacío y desacomodo no le permitía un minuto de sosiego. Ahora, en el salón lleno de personas ansiosas, donde debía revestirse de paciencia mientras su madre conseguía hablar con el médico, se creía miserable. Su vecino no se mostraba dispuesto a compartir con él su tablero de juegos.

Las enfermeras cruzaban de afán por todas partes, sin tiempo para detenerse ante la infinidad de requerimientos que salían del público. Los pacientes las reclamaban con insistencia desde todos los lugares, y ellas, acostumbradas a la vida de los hospitales, desoían el clamor general. Diestras para la circulación por entre ese hervidero humano, no se dejaban abordar y seguían de largo. Los médicos estaban encerrados en sus despachos, y si alguno se hacía visible, nadie se atrevía a interceptarlo.

–¿Qué tiene su hijo? –le preguntó el galeno mientras examinaba el rostro descompuesto del niño.

–Diarrea, doctor.

–Está muy pálido –comentó el médico.

La madre había logrado, al fin, traspasar la barrera de la paciencia. Era como si hubiera descargado un enorme peso que la agobiaba. Con solo estar en el despacho del facultativo, ya creía salvado a su hijo. Todos los remedios habían fracasado, y como el paciente mostraba languidez, surgió la alarma. Alarma justificada, teniendo en cuenta la muerte de otro de sus hijos, cuatro meses atrás, con síntomas similares. Recordando los casos de mortalidad infantil ocurridos en su barrio, se decía que el peligro estaba conjurado.

–Lo noto barrigón –dijo el pediatra.

Algo quiso explicar la madre, que no pudo precisar, y convencido el doctor de que el síntoma era de anemia agravado por una parasitosis aguda, ordenó la hospitalización.

–¿Está grave, doctor?

–Su caso es delicado. Le haremos exámenes de laboratorio y le controlaremos la diarrea. Su hijo está desnutrido y hay que fortalecerlo. La palidez de la piel y de las mucosas indica que hay pérdida de glóbulos rojos. El picor estomacal demuestra que está invadido de oxiuros.

–¿Oxiuros? ¿Qué enfermedad es ésa? –preguntó la madre con inquietud, como si hubiera escuchado la palabra muerte.

–Sí –repuso el médico–: o-x-i-u-r-o-s… Unos animalitos que se enquistan en los intestinos y pueden provocar desastres si no se exterminan a tiempo. De ahí nacen las molestias digestivas de su hijo. Por eso siente el hormigueo y tiene el pulso acelerado, ¿me entiende usted?

Iba a decirle que no entendía. Ya el doctor salía del despacho. La enfermera tomó al paciente de la mano y lo hizo desaparecer en instantes por el pabellón de los enfermos delicados, venciendo la resistencia de su protectora. La mujer, enredada en el tránsito de enfermeras, médicos y pacientes, alcanzó a su hijo en el momento en que éste traspasaba la puerta donde no se permitía el acceso de particulares.

Como en el recorrido se tropezó con expresiones duras y con una temperatura agitada, terminó dominada por la inseguridad. Cuando un médico y una enfermera celebraban algo en común, entre risas insólitas, se preguntó la madre cómo se podía estar contento en la apabullante atmósfera de los hospitales.

El médico entró al consultorio de maternidad, donde su colega amonestaba a una madre potencial por su deseo de abortar.

–Es un crimen –le decía–. Abortar es lo mismo que matar.

Ella, apenas una niña, se fue con su problema a cuestas, un poco cortada con la aparición del intruso. Pasó cohibida frente a él y no se atrevió a enfrentarse con su mirada escrutadora. El pediatra pensaba que mientras el ginecólogo quería retener en el vientre de la madre un elemento natural, él iba a desalojar las larvas invasoras.

–¿Cómo te sientes, Jairo? –le preguntaba el médico ocho días después.

–Cansado.

–Te aliviarás.

Por el camino se decía el pediatra que si se hubiera demorado el tratamiento, la deshidratación habría sido fatal. El proceso se mostraba lento, pero la cura era manifiesta. Jairo sonreía en su cama de recuperación. Anhelaba el tablero de juegos que no tenía, pero estaba a gusto en aquel ambiente de enfermeras y vecinos complacientes.

Cuando días después vio llegar a su madre con la pequeña maleta, supo que era la hora de partir. Ella había cruzado los mismos pasillos que días antes halló fúnebres. Ahora, llena de entusiasmo, aparecían con vida. Ya no veía carreras de angustia ni rostros endurecidos, aunque la rutina del hospital era la misma. En el pecho llevaba una sensación diferente.

A cambio del niño barrigón, con diarrea y anémico, iba a recibir un niño sano. O-x-i-u-r-o-s, repetía, como destrozando con los dientes una plaga criminal. Sin embargo, su estado de ánimo se modificó al verlo avanzar hacia ella, delgado y paliducho. No acertó a entender que su hijo estuviera sano, si ya no poseía su aspecto rollizo.

En vano la enfermera le explicó que eso se debía al desalojo de los gusanos, pero como la madre no podía aceptar un niño disminuido, corrió furiosa al consultorio del médico. Su ímpetu no fue suficiente para que le permitieran la entrada, y como de todas maneras deseaba protestar, así se expresó ante los asistentes:

–Pueden ver en qué condiciones recibo a mi hijo. Lo traje gordo y me lo devuelven sin carnes. Le han sacado la sangre para vendérsela a los ricos. En los hospitales nos engañan a los humildes… ¿Dónde están los glóbulos rojos?

Uno de los presentes intentó calmarla. Pero la mujer no oía razones. Horas después, ya agotada por el esfuerzo, se dispuso a abandonar el hospital. Sosegado el ambiente, el pediatra salió de su consultorio en compañía del ginecólogo y se enfrentaron a miradas curiosas, que prefirieron ignorar.

–¿Qué hubo de la paciente del aborto? –preguntó el pediatra.

–Abortó.

De lejos los dos galenos veían avanzar por el patio a la madre con su hijo, hasta que la figura desapareció por la puerta principal. Luego el pediatra se encaminó al salón de enfermos. Y antes de atender otro caso de anemia y parasitosis, ahuyentó de la mente algún pensamiento incómodo. Acababa de morir otro niño por la misma causa, y se dijo que no todos tenían la suerte de Jairo.

–¡Médicos explotadores! –protestaba ella.

En ese momento sacaban el féretro del niño fallecido. Un séquito afanoso lloraba el suceso.

–¿De qué murió? –preguntó la madre.

–De anemia.

–Al mío, en cambio, que estaba lleno de glóbulos rojos, le sacaron la sangre para vendérsela a los ricos…

–Pero está vivo –replicó la interlocutora.

Jairo no entendía las protestas de su madre, por sentirse con una sensación de alivio después de los días terribles de su enfermedad. El pequeño caminaba con expresión risueña en medio de la caravana fúnebre.

–¡Médicos explotadores! –gritaba la madre iracunda.

–¡Pero está vivo! –replicó la otra madre.

–¡Médicos explotadores…!

(Del libro Humo, 2000).

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