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El eterno banquero

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El gerente del banco movió un papel en su escritorio. En ese momento la secretaria le recordó la reunión de las once de la mañana, donde iba a debatirse la suerte de Siempreviva. Aún no se había determinado si sería más indicada la quiebra o el concordato, alternativas que se barajaban como los recursos finales para la recuperación de las deudas.

El nombre de Siempreviva, una etiqueta de impacto, nació de la idea de fabricar artículos novedosos para la belleza femenina. Fue un rótulo que abrió mercados seguros en el mundo de las mujeres, tan amantes y perseguidoras de la frescura y la eterna juventud. La producción se amplió con pomadas y cápsulas energéticas de dudosa eficacia, pero de fuerte demanda.

Tal vez si no hubiera sido por la invasión de jaleas reales y píldoras milagrosas para el entusiasmo y la renovación de energías que entraban  por todas las fronteras, Siempreviva no estaría al borde de la quiebra. Las ventas en descenso indicaron la necesidad de nuevas estrategias, y fue entonces cuando se lanzaron al mercado femenino revolucionarias prendas íntimas en seductoras miniaturas, que encantaron a las mujeres y alborotaron a los hombres. Era el paso que se daba para variar los moldes tradicionales, y Siempreviva fue la primera industria que inventó picantes inscripciones en las telas secretas.

–Los negocios necesitan imaginación –alardeó el dueño de la industria.

–Y los banqueros, agudeza –agregó el gerente del banco.

Montada la empresa en un gigantismo desbordado, vinieron los derroches, los abusos y los desaciertos administrativos. Existían deudas crecidas con entidades financieras, y se rumoraba de compromisos secretos en el mundo de la usura, difíciles de atender. Por eso los banqueros, cuyo olfato permite descubrir a distancia las cifras mejor guardadas, no se atrevían a destapar la olla explosiva.

Se ejercía fuerte presión del público para no dejar extinguir la industria. Si esta se iba a pique, quedarían licenciados numerosos trabajadores y se afectaría la estabilidad de otros negocios dependientes de la ella.

Nada fácil la solución. Mientras los directivos consideraban agotadas sus fórmulas, los banqueros estaban pensativos, y algunos asustados de verdad. Antonio Estrada, el más veterano de todos, con 36 años de experiencia y 59 de edad, gozaba del prestigio de un liderazgo bien ejercido. Con la fina sensibilidad que se le había acrecentado en los enredijos financieros, se preguntaba en ese momento, rodeado de teléfonos, dictáfonos, libros de consulta y montañas de papeles olorosos a negocios, cuál sería la salida ideal.

Era la primera vez que se enfrentaba a dilema de semejante magnitud. Asociando ideas, se acordó de los figurines estampados en las miniaturas picantes que también su mujer vestía con vanidad, desde que la industria campeona había penetrado en todas las intimidades.

Antonio Estrada, acostumbrado desde lejana época a la danza de los millones, podía jugar con altos guarismos sin perder la serenidad. Había recorrido todas las posiciones del banco y por eso sabía que el oficio exige ante todo experiencia y equilibrio. Había visto fracasar a acelerados doctorcillos que amparados solo por el título pretendían mover la poderosa mole que tantas caídas produce.

Como él calculaba muy bien las operaciones, pocas veces se le enredaban los negocios. Mantenía buen apetito e ignoraba los insomnios y las taquicardias, tan comunes en este ambiente de sobresaltos y muertes prematuras. El zorro de la banca, que había contribuido al enriquecimiento de las personas y a la prosperidad de muchas empresas; que había vencido infinidad de riesgos financieros; que había sacrificado un mundo de riquezas por un mundo de satisfacciones, y que, en fin, sabía diferenciar lo bueno de lo dañino, se dijo con absoluta certeza que tenía la fórmula maestra. Tosió, para darse ánimos, e hizo llamar a Diego Mendoza, el subgerente comercial.

Era éste un economista de las nuevas promociones, con especialización en mercadeo y con éxito prometedor en su recién iniciada carrera, de temperamento dinámico pero todavía confuso entre los misterios de los papeles bancarios.

El joven ejecutivo alcanzó a imaginar, mientras avanzaba hacia la gerencia con los títulos fiduciarios, que si el jefe fracasaba en la operación de Siempreviva, él sería el sustituto. Pensamiento veloz y traicionero que pronto rechazó por absurdo. Era mejor suponer que el gerente iba a triunfar, para que el aspirante a su puesto pudiera conseguir mayor experiencia. El ejecutivo, al entrar en la oficina y situarse frente al maestro, se sintió ridículo.

–Las garantías no alcanzan –comentó.

–Las haremos alcanzar –repuso el gerente.

Y agregó que en la vida de los negocios hay garantías intangibles. El prestigio era una de ellas, idea que no estaba clara para la mente del economista, para quien dos más dos eran siempre cuatro, mientras que para el avezado banquero podía existir allí un engaño. El uno sostenía que las matemáticas no fallan y el otro demostraba que el olfato y la malicia van por otro camino.

De ahí que el especialista en cifras escuetas, porcentajes y ecuaciones, se frustrara a veces con su ciencia estricta. La distancia entre la teoría y la práctica era el reto que Mendoza debía vencer, dilema perturbador que era preciso superar si quería conseguir la silla gerencial.

La secretaria informó al gerente las últimas novedades. Un cliente había anunciado su próxima importación de motores y otro protestaba por la cancelación de su cuenta corriente. Uno más lo invitaba a almorzar el miércoles y desde ahora lo halagaba con hipotecar el edificio. Los clientes de banco son prolongación de los billetes aprisionados en las cajas fuertes. Una golondrina se había introducido en el despacho y buscaba, con fragilidad y aturdimiento, la libertad de aquella atmósfera cargada de dureza. El gerente la miró con envidia cuando el leve levantó el vuelo por el día luminoso.

En la calle se tropezó con Próspero Merizalde, el dueño de los supermercados La Abundancia, que trató de definir allí mismo el crédito que todavía no había planteado de manera formal. Más adelante doña Merceditas, la abanderada de las obras pías, le ofreció la boleta del Hogar de la Joven, institución que Antonio Estrada no comprendía muy bien debido a las regeneraciones inciertas que lograba, pero que todos ponderaban.

El gerente de banco es personaje vistoso. Con él camina la plata. Y se le atribuyen poderes sobrenaturales. Antonio Estrada vivía acostumbrado a esta rutina que le picaba la vanidad. Muchas veces no lograba  respirar, pero el bamboleo lo mantenía despierto. La sociedad lo tentaba con las lisonjas, los honores y las mentiras que se tributan a la gente de dinero. Puede que en materia económica –dentro de su vida privada– no valiera tanto como se creía, pero estaba a gusto con su oficio de prestamista, labor que imprime brillo social.

Al entrar en el lugar de la reunión, tosió para inspirarse confianza. Con ese tic, característico de sus momentos de tensión, adquiría aplomo y lucidez. Sus colegas, cavilosos, listos para la guerra, se miraban con ojos escrutadores. Él los repasó con discreción.

Varios de sus colegas habían amasado jugosas fortunas y disfrutaban de confortables mansiones, entre palos de golf y automóviles relumbrantes. Otros, con menos recursos o menos oportunidades, de todas maneras se daban humos de grandeza. Los pobres no se notaban. Hay banqueros vergonzantes que no se dejan identificar, para vivir a tono con su rango institucional. Existen en este gremio magulladuras que se tapan con los millones ajenos. El olor del dinero es encubridor y muchas veces los presuntos millonarios no tienen dónde caer muertos.

Y como en la banca también se cuecen habas, no hay por qué extrañar las maniobras y los negociados (que algunos llaman habilidades) de ejecutivos expertos en el florecimiento de sus propias bolsas. Pero no se trata ahora de escarbar en la vida privada de estos magos del dinero, que alrededor de la mesa de negocios se disponen a la disección de un cuerpo financiero en estado de postración.

–Hay que salvar a Siempreviva –abrió la sesión uno de los banqueros.

–Vale la pena –agregó otro.

–¿Qué piensa Antonio Estrada? –preguntó el más joven del grupo.

–Comencemos a deliberar y aparecerán las soluciones –dijo el aludido.

–Destapemos las cartas –propuso el de más allá.

Y las destaparon. Fueron horas frenéticas de discusión y choque. Hubo tensión, enredo, complejidad. No era para menos en esta danza de los billetes. Para unos, la quiebra significaba ahogar a la víctima con los millones que tanto preocupaban; para otros, prolongarle la vida era tanto como exponer mayores pérdidas.

A Antonio Estrada no lo mató ningún descalabro financiero. Su carácter estaba calibrado para la lucha y la estrategia. Siempreviva se salvó de la crisis gracias a las medidas propuestas por el curtido banquero. Hoy, cinco años después de la febril junta de acreedores, es una de las firmas más pujantes. La carrera del zorro de las finanzas finalizó luego de recuperarse la empresa.

A Antonio Estrada tampoco lo fulminó ningún sobresalto. Había logrado inmejorable dominio de su sistema emocional frente a los zarpazos del dinero. Ni lo sacó de base algún cliente resentido. Lo mató, asómbrese usted, su rectitud. Es enfermedad tan vieja como el hombre, y todavía no la han descubierto los médicos. «La honradez mata», había leído el financista, y nunca pensó que él sería uno de los elegidos.

El banco, al encontrarlo pasado de edad, lo mandó a descansar. Rendía más que muchos de sus colegas, pero a uno de los directivos del banco se le ocurrió decir que había llegado la hora del reposo. La apreciación hizo carrera rápida en las altas esferas de la institución. Asunto de contagio empresarial. Pero le permitieron aplicar su destreza final en el caso de Siempreviva. Esta operación exitosa cerró con broche de oro su largo desempñeño financiero.

–El banco tiene que admitir con tristeza –anotaba en la junta directiva el presidente de la entidad– que la vida bancaria ha terminado para nuestro gerente estrella.

–¿Por qué no lo nombramos asesor del banco? –propuso alguien.

–Me temo que le causaríamos un perjuicio –argumentó otro.

Ya el joven Diego Mendoza había encontrado el secreto entre la teoría y la práctica y podía jugar con grandes transacciones. Pasó, por lo tanto, a sustituirlo en la gerencia.

Antonio Estrada, cabizbajo y vacilante, ingresó al club de los jubilados. Por hacerles cifras bonitas a los ricos se había desentendido de sus propias finanzas. Ya por fuera de la empresa, comenzó a deprimirse cuando se vio sin oficio ni utilidad. Extrañó, a falta de los pasatiempos que se había olvidado cultivar para la época del retiro, el fogueo de los números. Ahora en la quietud de su hogar, no se sentía a gusto sin quiebras ni concordatos.

Nunca lo abandonó el dinero. Lo perseguía a todo momento. Lo llevaba en la sangre, más que en el bolsillo. Olía a billetes. Transpiraba encajes y sobregiros. Para él no se había hecho el reposo y no lograba sentirse bien lejos del alboroto de la plata.

–He perdido el poder –le confesó en secreto a su amigo confidente.

Más adelante se estremeció ante el fracaso económico. Tuvo que vender de afán las acciones de Coltejer para solucionar apremios insuperables. Se le habían esfumado las reservas llevadas a la vejez y estaba en peligro de perder, por su marcada impericia para los negocios propios, la casa de habitación y la acción del club. Se acordó del refrán: «Zapatero, a tus zapatos». Pero ya era tarde para remediar los errores. Y recordó, a propósito del inflexible usurero que no lo dejaba vivir en paz, que por sus manos habían pasado toneladas de billetes.

El financista, de quien ya nadie se acordaba, era un pobre diablo. Los pobres diablos no encuentran sitio en la vida. Sintió en carne propia el dolor de los seres derrotados por la realidad del dinero, pero lo consoló su filosofía de que aún lo acompañaba la honradez.

Estaba a un paso del suicidio, pero mantenía erguida la moral. Quizá apareciera alguna luz que lo salvara del desastre. Se acordó entonces de Siempreviva, transformada en emporio industrial gracias a la fórmula salvadora que él mismo había liderado. Y tocó en sus puertas. Sabía que necesitaban un jefe de finanzas. No iba a pedir favores sino a vender sus servicios profesionales.

El gerente de Siempreviva repasaba de arriba abajo al hombre en crisis, y se preguntaba si la pobreza vergonzante podía llegar a tales extremos. Sentía pena por aquella caricatura social que hubiera preferido ignorar.

–No, no puede ser –repetía el ejecutivo.

–¿Me dará la mano? –le preguntó el exbanquero.

–Por desgracia no es a usted a quien buscamos. La posición no es digna de su trayectoria, entiéndame. ¿Para qué buscarse usted enredos a estas alturas de la vida. cuando lo mejor que puede hacer es descansar?

La conversación se vio interrumpida por el subgerente comercial de la firma, que necesitaba a su patrono para cumplir una cita en el banco. Antonio Estrada, que tenía por qué saber lo que significa la puntualidad en los bancos, se levantó de la silla. Pero el ejecutivo lo invitó a sentarse de nuevo, y con discreción extendió un cheque, mientras le decía:

–No se moleste, se lo ruego. Es una pequeña retribución por lo que hizo por nosotros.

El hombre arruinado miró el cheque con atención y desconcierto. Luego lo abandonó en la mesa, sin ningún comentario. Y se retiró en silencio. Se alegró de conservar intacta su dignidad. «Mi acción vale un Potosí», pensó cuando recorría a pie las calles vecinas.

La vacante la llenaron con un joven de las nuevas generaciones.

Su esposa abrió la caja de ropas íntimas que estaba olvidada en la confidencia hiriente de los años de triunfo. No obstante el tiempo transcurrido, la caja conservaba aún la envoltura con que Siempreviva había remitido aquel obsequio. La moda ya había cambiado, y ahora la innovación de la industria era más atrevida. Pero el presente estaba intacto, como si el tiempo se hubiera detenido en el paquete navideño.

–¿De dónde sacaste estos trapos? –le preguntó el marido.

–Del recuerdo –repuso la esposa.

–No debes volver a ponértelos.

–El dinero está escaso –comentó ella–. No olvides que no has comprado tus remedios para el corazón, ni yo he vuelto a tomar la droga para la artritis.

–Hazme caso: no vuelvas a usar estas prendas. Y si el asunto es de dinero, no te preocupes: mañana recibo la pensión.

La mayor señal de que Antonio Estrada estaba perdiendo el juicio fue cuando comenzó a aprobar préstamos imaginarios. Todas las mañanas llegaba al parque, a la misma hora, y ocupaba el banco próximo al árbol frondoso, donde los transeúntes lo veían hablar con interlocutores invisibles.

Vestía con distinción y delicadeza, como distinguido caballero de la sociedad en uso de buen retiro, enfundado en la vieja gabardina de corte inglés que ya comenzaba a perder esplendor. Nunca le faltaban la fina corbata y los zapatos lustrosos, y cargaba el paraguas italiano para defenderse de las lluvias sorpresivas. No había perdido los ademanes del banquero ni la estampa del noble señor que no dejaba de ser.

–Permítame su balance para analizar el flujo de caja –le dijo a la persona que se había sentado a su lado, como si se tratara de su despacho bancario–. Veamos el nivel de endeudamiento. Ahora, su trayectoria crediticia y vínculos comerciales. Todo perfecto, señor. El factor más importante, no lo olvide usted, es el de su honrdez. Por lo tanto, lo eximo de codeudor. Pase mañana a firmar el crédito…

–¡Qué cosas dice! –murmuró el transeúnte, y se alejó del lugar.

(Del libro Humo, 2000).

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