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Noche de cerillas

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

No es fácil calcularle los años a Ventura Lozano, dueño del balneario situado a la entrada del pueblo. No revela más de 40, pero pasa de 50. Es delgado y vigoroso. A esto se agrega su temperamento jovial, con el que conquista amigos al instante. Como también es calvo, aquí es donde se enredan las cuentas. Con cachucha tiene una edad, y otra sin ella.

Es experto en variar de apariencia con solo ponerse la  cachucha de otro color, o en otra dirección. A veces la lleva de medio lado, y otra con el pico alto, como si fuera a levantar vuelo. Así busca disimular su calvicie. Del juego de los colores y del aspecto de los vestidos se desprende su figura variable. A él le gusta, como al camaleón, cambiar con frecuencia de piel para mantener fresco el espíritu.

–Así se vive mejor –dice.

–¿Cuántos hijos tiene, Ventura?

–Tres con mi esposa y cuatro clandestinos –se ríe con malicia.

Su mujer no le conoce líos amorosos, y él goza de reputación como marido ejemplar. Con todo, tiene frecuentes aventuras, aunque sabe administrarlas a la perfección. Nada de faldas ni de infidelidades: tal la imagen que ha sabido transmitir. Alguien lo sorprendió espiando a una bañista por la rendija de la puerta, pero el escándalo no pasó a mayores.

–Son placeres ingenuos y baratos –comenta.

Resulta que Ventura Lozano no tiene dientes. Nunca los ha tenido. Yo sabía de animales desdentados e ignoraba que los hombres pudiéramos competir con ellos en dicha característica. De niño, era un ser desmirriado y llorón. Casi cabía en la mano, de lo flaco que era.

Su madre no lograba detenerle la pertinaz soltura de estómago que lo tenía al borde de la deshidratación. Esta vez no le habían servido de nada las hierbas de la montaña. Eran ya tres días de angustia, y el curandero residía muy lejos. Dos horas había que caminar para llegar al pueblo, en noche borrascosa. La madre se lo echó al hombro e inició la travesía incierta. Bajo el fulgor de los relámpagos contemplaba la descompuesta figura de su hijo. Lo tocaba por todas partes, como convenciéndose de que no había dejado de respirar.

A la una y veinte de la madrugada, con el pueblo a oscuras, tocó en la puerta del curandero.

–¡Se muere, doctor! –le dijo.

El curandero, a quien llamaban doctor, lo tendió en el sofá y lo auscultó con parsimonia, todavía con el sueño pegado en los ojos. Estaba acostumbrado a tales emergencias, y esta era la tercera de la noche. Al pasarle la mano por el vientre, el niño sollozó.

–Tiene capacidad de llanto –comentó el curandero, volteando el cuerpo inerte del niño–, lo cual indica que está vivo. No todos los enfermos en las condiciones de su hijo viven, señora. Ahora veré qué puedo hacer. –Infección intestinal –sentenció en contados minutos.

Este hombre de ciencia, para muchos un dios y para otros un brujo, nunca se equivocaba. Siempre descubría la enfermedad exacta, y cuando de todas maneras el enfermo pasaba a colocar otra cruz en el cementerio, era porque se lo habían llevado demasiado tarde. Los parroquianos aceptaban en silencio y con resignación el veredicto implacable, y de nada servirían las protestas ante el hecho inevitable de la muerte.

–Por fortuna lo trajo a tiempo, señora. Y entienda bien claro lo que voy a decirle: si llega media hora más tarde, su hijo ya no sería habitante de este mundo. El caso es grave, pero haré todo lo posible por salvarlo.

Ventura Lozano estaba predestinado para largos años. Desde que se salvó aquella noche, alguna estrella iba a alumbrarlo por el resto de sus días. Era, con todo, una estrella lejana, ya que en aquel preciso momento, cuando más se necesitaba la claridad, el pueblo estaba en tinieblas. Orientado por la vela, el mago de la medicina consiguió llegar hasta el botiquín incrustado en la pared del dormitorio.

–Esto le quitará la soltura –dijo.

Quemó la última cerilla y lanzó fuerte andanada contra las autoridades por tener al pueblo en esa terrible oscuridad.

–Enfermedades y falta de luz –murmuró.

Con el bulto humano a la espalda, la campesina, clareando el día, estuvo de vuelta en su rancho. El viaje había sido penoso, pero el milagro era evidente: el niño se movía con signos claros y había dejado de quejarse. Al día siguiente el estómago ya no crujía, y se normalizó por completo cuando el frasco llegó a su fin. «El doctor es todopoderoso», pensó la madre.

Lo malo era que Ventura Lozano había quedado taponado para siempre, y no solo del estómago, sino de otros órganos esenciales. Días después, el curandero descubrió que se había equivocado de frasco. Todo por culpa de las autoridades, que eran incapaces de garantizar el fluido eléctrico estable. De nada habían servido los mensajes dirigidos al presidente durante los últimos tres años, firmados por todos los habitantes y repetidos cada ocho meses en forma rigurosa, ocasión en que el propio curandero, como político notable de la población, convocaba al vecindario en las oficinas del concejo y leía el nuevo texto por él mismo redactado, que una vez más volvía a quedar sin respuesta.

–¡La bendita luz! –rabió para sus adentros el curandero, y regresó a su sitio la medicina que había querido suministrar.

No encontró, en cambio, el frasco del cicatrizante. Ventura Lozano sufrió, por lo tanto, los efectos de una noche de tinieblas a merced de las cerillas. Pasados los años, algún personaje en gira política comentaría en la plaza del pueblo que Ventura Lozano era el símbolo perfecto de la mediocridad oficial, y en cambio él garantizaba el fluido permanente en los primeros treinta días de su mandato.

De todos modos, Ventura sanó del estómago. Pero le aparecieron distintivos inusitados. No le nacieron dientes ni le creció el pelo. Los poros se le taparon y la transpiración quedó eliminada. Esto determinó que nunca conociera el sudor, condición que pocos mortales llegan a poseer.

Ventura representaba un caso extraño en la especie humana. Con tales atropellos del destino, cualquiera sería desdichado. No sucedía lo mismo con él, el ser más feliz que pueda concebirse. Ignoraba lo que era un dolor de muelas. A edad temprana aprendió a manejar las cajas de dientes con absoluta destreza, y hoy se burla de las caries y las torturas bucales.

Aunque tiene los poros cerrados, desde niño domina la técnica de respirar sin sofocos. No puede, eso sí, acercarse a los baños turcos del balneario, porque el vapor lo asfixia. Cuando tuvo edad para entender su drama se hizo a la idea de que con esas aparentes desigualdades iba a obtener grandes beneficios.

–¿Y en cuanto a descendencia, doctor?

–Por favor, Ventura, entienda que el cicatrizante le ha tapado los poros pero no se ha metido para nada con los órganos sexuales.

Ventura era dichoso dentro de sus limitaciones, pero dejó de serlo el día que comenzó a rebelarse contra su propia naturaleza. El día que se sintió inferior al resto de los mortales. Limitaciones que no eran atrofiantes, ya que no tenía necesidad de dientes para saborear la comida, ni de transpiración para vivir desahogado, ni de pelo para tener éxito con las mujeres. Pero no era feliz.

Cualquier día se le ocurrió que necesitaba la técnica en boga del injerto capilar. A los calvos, disminuidos y desfigurados –como la televisión y los periódicos se empeñaban en presentarlos–, la ciencia los cambiaba por personas atrayentes. También Ventura, sugestionado por la moda, necesitaba mudar de apariencia para conseguir mejores oportunidades en los negocios y en el mundo social. Y aumentar sus triunfos con el bello sexo. De persona deforme, como llegó a catalogarse, pasaría a ser exponente del vigor y de la hombría.

–Solo se requieren voluntad y unos pesos –le dijo el profesional.

Voluntad y unos pesos. Ambas cosas las tenía. Adoptar la decisión correcta era asunto secundario, pues ya la idea había madurado en su cerebro. De cierto tiempo para acá Ventura se sentía de mal humor. Había perdido el apetito y sufría desencanto con la vida. Nunca había tenido dolor de muelas, es cierto, pero comenzó a sentir punzadas en las encías. La respiración se volvió fatigosa y el organismo perdió vitalidad.

Un miércoles por la tarde, con sigilo y esperanza llegó al consultorio de moda y sin más dilaciones se entregó en manos de la ciencia. Esa misma tarde obtuvo el implante capilar. Al mirarse en el espejo, no se reconoció, pero se consideró atractivo. Nacía un hombre nuevo. ¡Adiós dolores y fatigas y fealdades! Ahora la vida le sonreía. En el tránsito a su casa se tropezó con Tatiana, la taquillera del teatro, de quien vivía enamorado, y notó que lo miraba con interés.

El hombre remozado escondió en el fondo del armario sus trece cachuchas habituales, que no quería volver a usar en el resto de sus días. De ahí en adelante se apasionó por los peinados modernos que imprimían silueta sugestiva. Aprendió a manejar su nueva fisonomía y al poco tiempo se volvió irrefrenable donjuán.

Por haberse quitado los años marcados por la calvicie, pertenecía ya al mundo de la juventud. Todos los días se repasaba en el espejo su cabello ondulado, y a espaldas de su mujer (que le censuraba tanta vanidad) se consentía el copete conquistador. En el balneario, sus amigos elogiaban el cambio y deseaban, por supuesto, seguir el ejemplo del hombre audaz.

Si con la cirugía estética se eliminaban arrugas y marchiteces; si el tamaño del busto se aumentaba o disminuía para provocar fogosidad en los hombres; si del vientre y las nalgas se extraían gorduras indeseables; si se cambiaba el color de los ojos; se contorneaban piernas y pantorrillas: se rectificaban pómulos y narices; se injertaban cejas y pestañas; se creaban siluetas esbeltas, y se inyectaban, en fin, señuelos para el amor y la felicidad, ¿por qué Ventura Lozano iba a permanecer alejado de la revolución estética?

No podía quedarse rezagado en el cultivo de sí mismo. Así lo hacían los griegos con su cuerpo, y para ellos el vigor de los músculos y la perfección de la figura eran los mayores requisitos de la belleza y del placer. Así, Ventura penetró con  desparpajo en el campo halagador de las veleidades mundanas. En sus confusas filosofías del buen vivir envidiaba la figura de Adonis, el joven de deslumbrante belleza que despertaba en Afrodita y otras diosas los deseos más intensos y las pasiones más desenfrenadas.

Ahora había que ver al ‘joven’ Ventura Lozano, rejuvenecido en forma increíble, exhibiendo a los cuatro vientos su porte varonil y ademanes seductores. Poseía nueva personalidad. La metamorfosis física se le había trasladado a la mente. Un simple retoque le produjo portentosa mutación física y espiritual. Hoy miraba la vida de otra manera.

–Todo lo conseguí con el pelo. Lo que el sudor me quitó, el pelo me lo devolvió.

–¿Y qué ha sucedido con las mujeres?

–Me persiguen. Pero mi esposa me abandonó y se fue con otro.

Lo abandonó al descubrir sus infidelidades. Desde entonces, Ventura se fue a vivir con Tatiana, la taquillera del teatro. El mes entrante cumplen siete meses de concubinato y esperan un hijo. Será su noveno descendiente. Otra de sus amantes está también embarazada.

–Los antioqueños nos reproducimos como conejos –se ufana.

Meses después, el padre fecundo se encontró con la noticia de que venían en camino nuevos vástagos de distintas amantes. También supo que su primera mujer, de quien se desentendió por completo desde que se enredó con Tatiana, hacía vida marital con el dueño del bailadero, su rival de toda la vida. Y estaba encinta. Por aquellos días comenzó a sentir falseada su personalidad, como si el pelo injertado y los trucos practicados no fueran suficientes para mantener el equilibrio emocional.

Se hizo a la idea de que el dolor de cabeza, que le había aparecido con creciente intensidad en los últimos días, sería  transitorio. Sin embargo, pensó que en la siembra del cabello podría encontrarse el origen del malestar. Luego consideró que el desajuste residía en el cerebro.

Perdido el vigor sexual, sus amantes comenzaron a abandonarlo. Tatiana fue la última en hacerlo. Aprovechando la ausencia de Ventura, se puso cita en el atrio del templo con su nuevo compañero y desapareció del pueblo.

El hombre abatido se miró en el espejo y se encontró desfigurado. En pocos días había envejecido diez años. «La vanidad me ha deformado», reflexionó. Alguien le aconsejó que consultara un siquiatra en la capital.

–No estoy loco –protestó.

–No está loco, pero su mente no funciona bien –repuso el amigo–. Quizá tenga impactos de la niñez que deben extraerse de la mente, o acaso haya sufrido alguna distorsión de su identidad, que debe enderezarse.

Se acordó de la noche de cerillas. Pero rechazó la idea de que el cicatrizante le hubiera causado los trastornos que padecía. ¿Y la reducción de la potencia sexual? El mejor camino era visitar al siquiatra, y así lo hizo tres días después. Al principio no creía en lo que éste le comentaba: que su mente ofrecía un desenfoque de la realidad, y que la solución consistía en volver a ser auténtico.

–Usted ha dejado de ser usted mismo, ¿me comprende? Por ambicionar lo que no le hacía falta se ha salido de la realidad.

El paciente debía volver al pasado para encontrarse consigo mismo, con aquel Ventura Lozano elemental, sin adornos ni afectaciones, que él mismo había adulterado. Hoy no llevaba en el cerebro al Ventura niño, ni al Ventura adulto, sino al Ventura falsificado. A eso obedecía su desajuste mental. El enfermo trató de entender esa adulterción de su personalidad, y el médico le repetía que era preciso desandar los pasos equivocados.

Regresión: ese era el camino para conseguir la cura. La primera medida estaba en localizar a su mujer y proponerle la reconciliación. No fue fácil encontrarla, porque también ella había desaparecido. «Todas se han ido del pueblo», se desconsoló. La buscó durante siete días y al fin la descubrió en Bogotá, en un un suburbio del sur, donde vivía en calma total. Sus hijos no reconocieron al padre, y su mujer no aceptó volver a hacer vida marital con él.

–No es posible –anotó ella–. Es demasiado tarde.

Días después, Ventura Lozano se presentó en el instituto de los injertos y pidió que lo dejaran como antes, es decir, calvo. Sin un pelo, como era su estado natural. El perito no podía entender petición tan absurda.

–No importa: vengo a devolverle el pelo –repuso el cliente.

El técnico de los injertos trató de persuadirlo, pero Ventura le manifestó que era una decisión irrevocable.

–Cosas insólitas ocurren en este mundo de locos –murmuró el siquiatra cuando volvió Ventura Lozano a su naturaleza auténtica.

Días después, el nuevo hombre sacó del fondo del armario sus trece cachuchas olvidadas, que tanto había consentido en tiempos mejores. Estaban cubiertas de moho y dejadez. Habían transcurrido seis años desde el día en que había seguido los dictados de la moda. Las extendió en la mesa del patio, les limpió el polvo del olvido, las acarició como si fueran sus propios hijos, y en hilera las puso al sol. Escogió la de líneas verdes y azules, su preferida, que le había regalado su mujer en el último cumpleaños.

Solitario en una mesa del negocio, sacó de la camisa la caja de cerillas y se acordó de su niñez lejana. Prendió una cerilla. Luego otra. Y otra. El crepitar de la llama comenzó a remover los rescoldos sepultados en el pasado.

(Del libro Humo, 2000).

Revista La Píldora, N° 172, Cali, noviembre-diciembre/2014.

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